

De chico, Luís Díaz quería ser mochilero. Por eso detuvo su Peugeot 504 cuando nos vio hacerle señas en la carretera a San Martín. “Por motivos económicos al final nunca pude hacer ningún viaje, por eso cuando veo viajeros siempre intento ayudarlos” – nos asegura mientras vemos por primera vez los inmensos tanques de vino de una bodega. Luis es herrero. Antes trabajaba en una bodega, pero ésta cerro y ahora quiere irse a trabajar a Bahía Blanca. Tiene esperanza, y nos señala una estampita de la Difunta Correa, un culto genuinamente del Cuyo, que los camioneros en algún momento desparramaron por el resto del país. La leyenda trata, en palabras de Luís, de una mujer que se internó en un desierto con su bebé. Cuando ella murió de sed, su hijo sobrevivió gracias a la leche de su pecho, que no dejó de manar. Hoy, a lo ancho de la república, existen altares en que los creyentes en la milagrosidad de la Difunta Correa dejan botellas de agua como ofrenda, a la vez que piden favores y hacen promesas a cambio de su cumplimiento. En el terreno de la fé, es evidente, tiene plena vigencia la lógica del comercio. Ojo por ojo, diente por diente.
Luís nos deja en la Terminal de San Martín, y camina con nosotros y no nos abandona hasta que se asegura de que nos estamos subiendo al colectivo correcto. La emoción que me produce la bondad de Luís se combina con el sol tibio que me acaricia a través de la ventana. Es una buena combinación de momentánea fusión con la naturaleza y con el resto de la especie. Cuando veo, con algo de sorpresa, que pasamos por una población llamada Palmira, recuerdo a la ciudad homónima en Siria, a la que su par mendocina debe su nombre, y recuerdo a sus bondadosos habitantes, al hombre que vendía souvenirs en las ruinas de la ciudad vieja y quien me alojó en su casa, y a quien una vez ayudé a recoger los dátiles de sus palmeras en canastas. El accidente del topónimo lo ha conectado con Luís Díaz, y entonces escribo en mi libreta: uno viaja para diluirse en la humanidad.
Demoramos más de una hora en poder comunicarnos con un miembro de Hospitality Club que ya nos había confirmado el alojamiento por e-mail. Julián estaba ocupado hasta las 8 pm, por lo que nos dedicamos a caminar por la ciudad hasta entonces. En la prolija peatonal San Martín, vendí varios libros en un café y en una plaza con llena de parejas y estudiantes. Unos chicos que acababan de salir de la escuela no tenían suficiente dinero para comprar el libro, pero me regalaron dos galletitas Oreo y un cigarrillo. Me siento libre y fuerte como un perro callejero – pienso, y recuerdo a Wali, mi amiga de Freiburg, quien me llamaba street dog. Por sobre mi hombro veo a Steven que bondadosamente me espera sentado en uno de los bancos y observando un mapa. Con un título de ingeniero hidráulico Steven no tiene claramente ninguna necesidad de hacer dedo y recolectar galletitas Oreo entre estudiantes caritativos, y de allí su grandeza. Mucha gente a quien le comenté que iba a hacer un viaje a dedo con un amigo holandés me dijo retorcidamente: “¿El tipo viene con euros y vos lo llevás a hacer dedo?”. Dejando al margen ese comentario típicamente argentino, no estaría nada mal poner una de esas agencias que existen en Rusia y que se encargan de proveer experiencias adrenalínicas millonarios aburridos, quienes pagan varios miles de dólares por mendigar anónimamente en las calles, o en el caso de las mujeres, ser prostitutas por un día.
Javier (elpatagonico@hotmail.com)>
Como estas juan? Me quede pensando en tus palabras: «Uno viaja para diluirse en la humanidad», me quede pensando en lo sierto de esta frase, uno viaja para diluirse en la humanidad y para lograr encontrar el resto de humanidad que hay disuelta en uno, y que quizas la contaminacion de ciudad nos la mantiene ocula.
Me atreveria a decir que hasta uno viaja para ver si todabia la humanidad tiene algo de si misma disuleta dentro suyo.
Nos vemos, mucha suerte y nos volveremos a ver en algun otro fogon.