
Durante la ocupación rusa la gente que vivía en la margen sur del río era educada y recibía por ende el apoyo oficial. En la margen norte, en cambio, los sueldos e incentivos venían de la CIA y de Pakistán. El trato, que expulsaron a los del “sur”. La gente el sur osaba mandar a sus hijos a la escuela. Entonces alguien convenció a los norteños de que estudiar implicaba abandonar el Islam, y se pudo ver a esa gente destruir sus propias escuelas y las de sus vecinos. Una muestra microcósmica de lo que sucedió en todo Afganistán, y de cómo la irresponsable intervención occidental en los 80 preparó el terreno para la llegada de los talibanes.
Otro punto interesante de Dowlat Yar es que casi todos los puestos del bazar están cerrados en mayo. ¿Por que no abren? –pregunte inocente. Porque aun no es tiempo de la cosecha del opio. Es en julio cuando el opio es almacenado en los depósitos de adobe y llegan los traficantes de Helmand y Kandahar para llenar sus camiones y empezar el lento proceso de contrabando hacia Europa. A cincuenta mil dólares por kilo (precio de calle, en forma de heroína) simplemente no hay manera de que todo el aparato policial de Afganistán no este enroscado. La diferencia con los cocaleros de Bolivia está acaso en que el opio aquí nunca fue parte de la cultura como la hoja de coca en el área andina, sino que fue introducido por los ingleses en el S.XIX.
La lección de historia casi me hizo olvidar, esa noche, que hacía un año que estaba viajando. Imposible celebrar: lo más cercano a la lujuria que hubiera podido encontraren el bazar hubiera sido un paquete de galletitas de frutillas. Mejor seguir aceptando el te de Azis. “¿Cuándo pensás volver?”- me pregunta. A veces pienso en el regreso, pero cada vez que abro el planisferio, ese mismo que siempre colgó de la pared de mi cuarto, y sobre el cual empecé a maquinar mi viaje, me siento en el primer día. Cuando veo que allí están Groenlandia o Kirguistán, o las Malvinas sin ser exploradas, siento esa cosquilla en el estomago que solo los pasos saben acunar…
En la primera aldea, un enjambre de niños salió a recibirme. Tantos que un hombre de la aldea debía espantarlos reboleando su turbante desenrollado… Hay algo extraño en el rostro de los niños: tienen los ojos estirados. Parece que hubiera tomado un atajo y llegado a Mongolia. Bienvenido al Hazarajat, el territorio de los Hazara, descendientes de las destructivas hordas de Gengis Khan, y con tal linaje, último orejón del tarro étnico afgano. Cuando los talibanes llegaron al poder, en morosa venganza, trasladaron mil hazaras a Kabul y los ejecutaron. Pilas de cadáveres se veían en los baldíos de Kabul a fines de los 90.

Con las dos cartas para Justin cruce el Hazarajat literalmente a pie, compartiendo notablemente un tramo con dos maestros cuya moto se había quedado sin gasolina. Ningún vehiculo pasó en dos días. En 1954, cuando el explorador inglés Wilfred Thesiger hizo su viaje en el Hazarajat, encontró a los locales un tanto indiferentes a su presencia. Siendo que me han alojado y dado de comer siempre que hubo ocasión, no me puedo quejar de la hospitalidad hazara, pero no quiero seguir la tendencia actual de viajeros que sin importar lo que encuentran, dicen que la gente en los países pobres es siempre encantadora. Cuando entro a una casa de té, algunos empiezan a pronunciar la palabra dólar cada diez segundos. Entiendo que es la primera vez que conocen a alguien de ese mundo exterior que lentamente estipula sus estándares y les enseña las nuevas palabras sagradas. Pero por un momento me parece que los altavoces de la mezquita podrían entonar ¡Dólar Akbar! (El dólar es grande) en lugar de ¡Allah Akbar! sin que nadie lo note.

Tras una breve escala en Bande Amir, el único lago en Afganistán, llegué a Bamian de noche. Después de las 9pm, cualquier ciudad afgana se transforma en un pueblo fantasma. Frente a la pregunta de “¿dónde hay un teléfono?” (Tenia que llamar a Justin) la policía local dijo: “Quizás los neocelandeses tengan uno”. Me subieron a su jeep y aceleramos rumbo a la base de las tropas neocelandesas en Bamian. El haz de luces del jeep detenido cayo sobre el cartel que decía: “Kiwi base” y que parecía señalizar más un balneario que una base militar. El milico barbudo pulsó en vano el disco plástico en el centro del volante: la bocina no funcionaba. Hay que decir que desde el vamos la idea de golpear las puertas del cuartel de las ISAF para pedir un teléfono me parecía descabellada, y que solo me deje embarcar en tal misión con el fin de explorar sus pintorescas consecuencias. Cansado de pelear con la bocina muda el policía salió y se anunció a los gritos, y en dari. El joven soldado neocelandés de guardia no entendía claramente una palabra en dari, y comenzaba a ponerse nervioso a medida que avanzaba con su ametralladora cada vez más lista, con el dedo visiblemente junto al gatillo. Para evitar un tiroteo, me bajé del jeep y le hablé en inglés al pobre soldado, que no tendría más de 21 años y agradeció a todos los cielos que yo hablara inglés. Pero dicho y hecho, pasar a hacer una llamada era imposible.

De regreso los policías afganos se pusieron a cantar mientras conducían el jeep. En el frenesí que causa todo estribillo perdieron el control del vehiculo, que terminó contra una hilera de árboles, con ambas ruedas derechas presas de una acequia. Les agradecí por su ayuda profesional. No parecieron notar mi partida, estaban ocupados jugando a pegarse patadas los unos a los otros. Llamaría a Justin por la mañana. Los carteros también precisan dormir.