COMPARTIENDO EL CAMINO CON NÓMADAS KUCHI

Un poco cegado por el sol, la mañana siguiente, me alejo de Dowlat Yar caminando hacia el Este. Me detengo a descansar junto a una erosionada caravanserai y observo un contorno algo confuso agrandarse en el horizonte. Pronto la mancha amorfa evoluciona hacia el claro perfil de un nómada kuchí con su camello. Pompones colorados cuelgan de la cabeza de la bestia, que también está decorad con espejos. Su rústica montura de cuero sujeta por sogas me hace pensar que las cosas no deben haber sido muy distintas cien o doscientos años atrás. Me reincorporo y camino a la par: siento la necesidad espiritual de compartir camino con uno de los últimos nómadas del planeta.

No conversamos, pues los kuchís hablan pashto, idioma que desconozco. Sí hay contacto visual, y el nómada esboza una sonrisa en la que tripula la sorpresa, y su frente se pliega bajo el turbante blanco. Mis pies, sus pies, y los del camello percuten la clave de una caravana improbable, la de un nómada que lleva su camello, y un trotamundos moderno con cámara digital y un blog en Internet. Con vidas totalmente dispares, hay algo que sí me acerca más a él que a cualquiera de mis amigos que no viajan: aunque con expectativas distintas, ambos pasamos gran parte de nuestras vidas observando el horizonte, esa delgada línea embarazada.

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