Pasar las fiestas en el extranjero es un rito viajero iniciático, un momento bisagra que pone a prueba nuestro desapego a la vez que nos obliga a meditar el significado de rituales sociales que teníamos naturalizados y, muchas veces, cumplíamos por inercia. En estos últimos 13 años de viaje, el calendario me sorprendió en el exilio en esos momentos en que lo correcto era estar cerca de la familia. Mis reacciones, en cada caso, fueron diferentes, desde la más deliberada apatía hasta búsqueda forzada de personas que cumplan la “función familia”. En este post, les cuento, como nunca antes en el blog, estos episodios de mi vida nómada.
Cuando en 2005 inicié mi vuelta al mundo a dedo, desde Belfast, Irlanda del Norte, llevaba tres años premeditando mi libertad como un crimen perfecto. Durante año y medio había trabajado en fábricas de queso, centros comerciales y panaderías con tal de ahorrar euros, lejos de la crisis y post-crisis argentinas de 2001-2003. Había llegado a Irlanda con un billete rojo de 10 euros en el bolsillo y con mucho sacrificio y horas extras había logrado reunir el presupuesto para viajar dos años. Claro, con un presupuesto de sólo 5 dólares diarios. Aun así, iba tras la vida que siempre había soñado, y entre todas las pieles que dejaba atrás, entre todos esos abandonos (carrera universitaria, aspiraciones materiales que en realidad no eran mías, patria, dirección fija, empleo, etc) las fiestas eran lo que menos me importaban.
Fines de diciembre de 2005 asomó en el calendario y yo me paseaba, casi incrédulo de mi paradero, por las playas del Sinaí. Ahora, en perspectiva, puedo detectar hasta cierta rebeldía conceptual en no haber calculado para coincidir en algún sitio más festivo, o al menos poblado de occidentales. El 24 a la noche me encontró haciendo una fogata con hojas de palmera secas en las playas de Nuweiba, junto a un médico iraquí camino a pasar el 31 en Bagdad, y un inmigrante sudanés que soñaba con una vida en Nueva York (aunque, por ahora, su escape sólo lo había llevado al país vecino).
Creo que en ese momento tomé la irrealidad de la situación casi como una confirmación de triunfo de mi revolución nómada interior: si había soñado con una vida dónde cada día fuera impredecible, pasar las fiestas con un sudanés y un iraquí era un vuelo por sobre el tackle de cualquier rutina.
El 31 de diciembre, en cambio, había llegado a Cairo e intenté hacer las cosas bien, pero con no mucho más éxito. Una chica de Lituania que me acompañaba juró saber de una fiesta organizada por extranjeros en un hostel. Esta vez, dije, vamos a pasarla con gente que al menos sepa lo que es Navidad. Nos subimos a un taxi a las diez de la noche y aunque le dijimos el nombre del hostel en inglés, árabe y jeringoso, el enturbantado taxista, a bordo de un Fiat 1500 más antiguo que las Pirámides y que hacía ruido a licuadora, jamás lo encontró. Al igual que en el Sinaí, mejor abandonarse a la poesía del momento: terminamos brindando con cerveza y, más tarde, descorchando un vino llamado Omar Khayyam (coherente, porque Khayyam fue un poeta y astrónomo medieval persa que se animó a defender al vino en tiempos de Islam) y brindando adentro del taxi.
Otras veces era yo el que aparecía de topetón en celebraciones doblemente ajenas (es decir, organizadas por otras personas y pertenecientes a otras culturas). Una noche cualquiera caminaba e las montañas del noroeste de Irán y me sorprendió que la gente había hecho fogatas en la calle. No tenía cómo saber que para el calendario persa ese 21 de marzo era nada menos que Año Nuevo y que parte del ritual era un resabio del zoroastrismo e implicaba saltar sobre el fuego. Una familia que me vio observarlos, aú con mochila al hombro premió mi curiosidad con una invitación a su casa y así, de buenas a primeras, estaba celebrando el año nuevo 1385 –según calendario persa- con una familia iraní.
Nunca había visto a esa gente en mi vida pero la rapidez con que me hicieron cómplices de un momento tan íntimo para ellos, causó en mí una reciprocidad automática. Muchos de los elementos de esa celebración eran extraños, pero ellos me los explicaron uno a uno y yo me puse a pensar lo extraño que sería explicarle el sentido de la Navidad a un extraterrestre. La familia se reunía alrededor de una alfombra en la que se servía la cena, pero lo extraño no era eso. En una punta, había siete elementos que para mí no tenían nada en común (entre ellos, una pecera con peces plásticos de colores, una manzana, una bandeja con una baldosa de césped vivo de la que aún colgaban las raíces, y un espejo) pero para ellos tenían todo el sentido, porque empezaban con la misma letra del abecedario. Me di cuenta de lo caprichoso y aleatorio de las convenciones, 25 de diciembre o 21 de marzo, Argentina o Irán, allí estábamos, completos desconocidos, tendiendo lazos y decretando la fiesta.
Cuando a finales de 2006 llegué a Laos, ya era mi segundo año de viaje y mi rebeldía contra-sistema había mutado en una búsqueda de tribu viajera. Para ser sincero el “espíritu de la Navidad” me parecía un invento de película ochentosa yankee, probablemente un intento de programar el cerebro de los niños para que compren más Coca Cola. Pero llevaba dos años viajando por países poco turísticos y tenía un déficit de socialización viajera, tanto que mi felicidad de haber llegado al Sudeste Asiático no tenía nada que ver con el “exotismo” o las playas de folleto sino con la abundancia de viajeros, alcohol y fiesta, bien merecida luego de un año en países musulmanes con ley seca.
Sin embargo, Laos no era Tailandia y lo más animado de Luang Prabang era un mercado vegetariano nocturno y el desfile matinal de monjes budistas a los que la gente patrocinaba con limosnas. Aún así, conocí a un par de viajeros que también boyaban. Por ejemplo Harver, un francés radicado en San Francisco que insistía en que todos nos debíamos disfrazar de Papa Noel y luego salir a emborracharnos por las calles y cometer algún vandalismo menor para así mostrar nuestro disgusto por la comercialización de la Navidad. Decía que esa masa crítica de Papá Noeles ebrios era ya un evento clásico en California. Harver y yo, al final, no nos salimos a patear traseros disfrazados de ancianos escandinavos, pero sí nos bajamos una botella de Lao-Lao (vino de arroz) y compartimos anécdotas viajeras.
Decidí ser un poco menos gruñón y recibir el Año Nuevo de forma más legit. Pero Juan, la manera de ser convencional no era celebrar el 31 invitando a cenar a una chica de la India. Como los dos estábamos solos, a ambos nos pareció buena idea, siendo el único temita que la chica hizo una catarsis de dos horas y tres cervezas de duración quejándose de sus padres, que sólo iban a aceptar que presentara a un novio si era buen devoto de Shiva e hijo de ricos comerciantes de Bombay.
En un momento no pude evitar preguntarme qué hacía compartiendo el Año Nuevo con una mujer que había conocido cuatro horas antes y que creía en 33 millones de dioses. La primera enseñanza era que cuando estás realmente solo, los roles que antes creías sacros están vacantes para cualquiera. Algo había cambiado desde aquella primera Navidad en el extranjero en el Sinaí: quizás no podía escapar a mi especie tanto como proclamaba.
Las fiestas son un algoritmo, una métrica de la celebración, un compás preciso. Se llame Navidad, Carnaval andino o Hannukah, son sólo excusas nominales bajo el paraguas de la religión de turno. Lo cierto es que, un par de veces al año, los humanos le pedimos permiso a nuestras propias creaciones abstractas para emborracharnos en tribu, para hacer un cierre y barajar de nuevo. La inmensidad sería insoportable sin estrellas y el tiempo un declive pavoroso sin un par de jaranas renovadoras.
Cuando conocí a Laura, pronto me dejó en claro que para ella era muy importante pasar las Fiestas con su familia. Habíamos planeado una vida nómada juntos pero, siempre que fuera posible, y fue una especie de pacto, volveríamos a Argentina para el ritual. Cuando en 2010 comenzamos el viaje que derivó en Caminos Invisibles y tras recorrer Patagonia y llegar a la Antártida, regresamos a dedo desde Bariloche hasta San Nicolás para asistir al lechón reglamentario. Siempre lo recordaremos porque salimos a la ruta con un cartel que decía “A casa para Año Nuevo”, y en quince minutos frenó un camionero, bajó la ventanilla, y nos preguntó “¿Dónde es casa?» y nos dio la buena nueva de que nos podía llevar los 1600 kilómetros hasta el cruce de entrada a la ciudad porque él iba a descargar a Rosario.
Recién escribiendo esto me doy cuenta de la metáfora: acababa de llegar en camión –no podía ser de otra manera- a una nueva etapa de mi vida. Eran las primeras fiestas que pasaba con la familia de Lau, y me asombró la bienvenida instantánea, siendo que de alguna forma para ellos todavía era el hippie de pelo largo que aparecía en la tapa de un libro sobre viajar a países en guerra, una luz roja en el tablero, el que se “llevaba” a la Nena a viajar a dedo por el mundo. Desde esas trincheras de sospecha iniciales en adelante, todo fue acercamiento. Ellos fueron entendiendo que viajar era nuestro trabajo y que no íbamos a terminar viviendo debajo de un puente. Yo, por mi parte, también entendí que no era necesario ser un Lobo Estepario, y que podíamos hacer infinitos viajes largos y a la vez pivotear con Argentina para compartir las Fiestas con esa familia que, hoy, ocho años después, es ya mi familia.
Cuando llegamos al norte de Sudamérica, sin embargo, estábamos demasiado lejos para volver y demasiado pobres para pagar un billete de avión. Depositamos nuestras esperanzas de ambiente familiar en una invitación de Couchsurfing de Venezuela, pero esa resultó ser la Navidad menos Navidad de todas. Era finales de 2011 y Venezuela estaba, como siempre, en llamas. Nuestra familia anfitriona en Maracaibo acababa de sufrir un asalto y, literalmente, no quisieron ni salir a la vereda a observar los fuegos artificiales. Dentro de la casa, si bien habían preparado una variedad de platos típicos, en ningún momento todos se sentaron a la mesa al mismo tiempo ni brindaron, sino que cada uno picó algo parado en la mesada mientras otros miraban televisión y otros conversaban por teléfono en una habitación contigua. Me fui a dormir sintiendo que había faltado algo. Y sin embargo, lo peor estaba por llegar.
Apenas dos días después, viajando de noche hacia Barquisimeto, nos robaron a nosotros. La mochila de Laura desapareció del techo del camión en que viajábamos, en alguno de los controles de policía o gendarmería. Laura había quedado con lo puesto y con el pasaporte en la mano (justamente, por los repetidos controles). Esa noche dormimos en una comisaría, y a la mañana siguiente, Laura con sus pertenencias en una bolsa de supermercado, emprendimos el regreso a Colombia, donde nos habían invitado a pasar Año Nuevo. Nuestros anfitriones eran Carolina y “el Mono” (como le dicen en Colombia a los rubios), y no sólo nos aceptaron como refugiados durante casi un mes en su casa en Bucaramanga, sino que hicieron una colecta entre sus amigos para que Lau tuviera ropa para seguir viaje.
Aquel 31 de diciembre en la “Isla del Mono”, como llamaban a esa vieja casa habitada por bohemios en medio a un barrio en que los edificios crecían como hongos, fue uno de los mejores que recuerde. No faltó ron, música electrónica y ritos prestados como comer doce uvas seguidas para la buena suerte. Las calamidades, a veces, sirven para redescubrir que cuando estas en apuros, el mundo se puede convertir en tu familia.
La última vez que las fiestas nos sorprendieron viajando fue en África. Estábamos cruzando el continente a dedo desde Egipto a Sudáfrica, y diciembre nos encontró en Ruanda. África nos había dado su buena dosis de shock cultural, en países como Etiopía o Somalilandia, y tanto Lau como yo queríamos algo que se pareciera a casa para las Fiestas. Pero claro, África no es el Sudeste Asiático y los pocos viajeros que uno cruza suelen ser turistas de safari, gente que llega y parte en avión, muchas veces sin salir a la calle y sin bajarse del Land Cruiser.
Esa Navidad de 2016 encontramos a nuestra “familia” del camino de casualidad. Buscábamos dónde poner nuestra carpa y el jardín de una iglesia nos había parecido buena opción. Cuando golpeamos a la puerta nos atendió un seminarista camerunés, bastante sorprendido, y sin preguntar a ningún superior nos permitió entrar. El sacerdote había salido por unos minutos, y cuando llegó se encontró a los dos mochileros argentinos descansando en su patio. Primero, pensó que éramos alguna clase de refugiados e inspeccionó nuestros pasaportes con detenimiento: la frontera entre Ruanda y Congo no era el lugar más normal del mundo para dos mochileros. Pero cuando la sospecha se disipó y entendieron nuestro viaje, fuimos automáticamente invitados a pasar la Navidad con ellos e incluso los ayudamos a decorar la iglesia.
Había perdido la cuenta de los años que hacía desde que no entraba en una iglesia, pero el episodio me enseñó hasta qué punto el significado religioso puede estar disociado del ritual en sí de la reunión. No me imagino dos personas más distintas a mí que esos religiosos, y sin embargo sincronizábamos esa necesidad de contacto sugerida por el calendario. La sorpresa fue cuando el seminarista, después de la cena, sacó un whiskey de algún armario y con el perdón de todos los dioses se puso a cantar Celine Dyon a capella.
Lo que me gusta de pasar las fiestas en el extranjero es la misma aleatoriedad que disfruto de viajar a dedo, la imposibilidad de predecir el dónde, y que todas las ciudades del mundo tengan un número de la rifa y que sea el camino el que decida cual será mi familia las próximas fiestas. El Sinaí, Cairo, Laos, Bucaramanga, un pueblo de Ruanda a orillas del Lago Kivu. Lo único que tienen en común es estar enhebrados por la pirueta de un viajero. El sentido como siempre, aparece y se transforma con la perspectiva, cada vez que un elemento se añade a la serie, cada vez que nos hacemos a la ruta.
Gracias por compartir son los mejores lo recomiendo
Gracias por tu comentario!!
hola juan como estas ,soy fernando de catriel rio negro, por donde andan con lau en este momento? para cuando su próximo libro de su viaje por áfrica. desde ya muchas gracias por compartir sus vivencias con el resto de la gente.y por ser el trampolín de otros para iniciar su propia aventura por el mundo.
Estamnos a full con la escritura del libro, creo que saldrà a la venta, o preventa, en noviembre. Gracias por comentar!!
Me encantó esta frase, aplicada a la vida en general «La primera enseñanza era que cuando estás realmente solo, los roles que antes creías sacros están vacantes para cualquiera»
Hermoso post Juan! Qué raro debe ser pasarlo con alguien que ni siquiera sabe que existe la festividad que vos querés celebrar o que usas de excusa para reunirte.
Nosotros acabamos de pasar las fiestas en Nueva Zelanda. Navidad la celebran el 25 y no el 24, estabamos en un hostel con europeos y asiáticos, a las 10 de la noche todo había terminado. Yo sentí que había faltado algo y era esa desesperación que nos agarra a las 11:55 para buscar la sidra y abrirla sin sacarnos un ojo, y abrir las garrapiñadas y los pan dulces y pelearnos por los minutos que marcan los relojes para saber si ya se puede festejar o no.
Y hace 2 años nos agarró en la Guyana Francesa y nunca un couchsurfer significó tanta comida gourmet.
Abrazo y buenas rutas!!
jaja Total! Un ritual de las 11:55 !! Guyana Francesa es un reducto de gastronomía europea en medio al dominio de las arepas y la mandioca jejej
jajaja y feijoada!!
Hola,
Feliz Año 2019!! No puedo resistir la tentacion de decirte que somos un par de viajeros españoles por Latinoamerica desde hace 5 años y curiosamente con una Renauleta de Bucaramanga!!! que compramos tras un año haciendo dedo desde Mexico hasta Panama.
Por cierto acabamos de entrar en Argentina y hemos celebrado las fiestas navideñas en Yala (S.S de Jujuy) en un camping arropados por una familia argentina degustando un exquisito asado de pierna de lechon a la parrilla!!!!!
Quizas quepa la posibilidad de conocernos algun dia.
Un fuerte abrazo para los dos
Esas son las experiencias que valen! Gracias por compartirla, y qué bueno que conociera a esa familia!
Hola Pablo ! Estaba esperando con tremenda expectativa un post nuevo para animarme a hacer mi primer comentario luego de largo tiempo siguiendo el blog. Particularmente en este tema, yo vivi algo similar pero en otro ambito. Mi familia siempre fue de juntarse los 24/12 y hacer asados descomunales con litros de cerveza, anana fizz y helado de por medio, aparte de los turrones y pan dulce del orden.
Anios con esa rutina marcada por cada vuelta a nuestra estrella mas proxima. Sin embargo, la familia de mi novia es mucho mas acotada a celebrar ellos solos y con mucha mas sobriedad. Al principio me costo un monton superar la barrera de pasar unas fiestas solo con mi novia (y ahora con mi hija) pero ahora me es, como a vos, mucho mas natural y hasta liberador sacarse el yugo de «lo que hay que hacer «, entrecomillado. No mas problemas sobre quien lleva que para comer o que para tomar, o como hacemos para volver por el poco transporte, o con que familia pasamos.
Paso con la familia que formamos.
Y soniamos con hacerlo, como ustedes, rodeados de gente empapada de otra cosmovision radicalmente opuesta en las antipodas literales o figuradas desde donde escribo, Uruguay, para nunca hartarnos del hermoso y opuestamente coherente mundo del que somos parte. Parte sin influir, parte sin imponer, parte sin juzgar. Simplemente, parte.
«La inmensidad seria insoportable sin estrellas «. Gracias por tanto Pablo, y muchisima fortuna en todos los caminos secundarios que tengan el honor de ser alfombra de tus pasos y los de Laura, que por los 5 continentes han pateado. Un fuerte abrazo del otro lado del Atlantico.
PD Muero por un post de Somalilandia!
Gracias por el comentario!!! Celebro la coincidencia en este punto. Como vos decís, incluso termina siendo más natural y el ritual, a veces, una obediencia forzada. Sobre Somalilandia tengo pensado escribir un post con consejos prácticos y datos curiosos, en algún momento de este años. (El esfuerzo principal, este año, será el libro de Africa). Abrazo!
Muchas veces los rituales terminan siendo obediencias forzadas, y supongo que por definicion no permiten nuevas interpretaciones de los mismos lo que, en mi modesto entender, los termina reduciendo a dogmas. El ser humano generico siempre amo patear el tablero para subordinar al resto posteriormente, por eso amo tu gesta personal y la de Laura, que es patear el tablero abriendo la puerta del final del set de grabacion que es este Truman Show que rige nuestras vidas, para contemplar la diversidad desde los ojos locales, libres de prejuicios y repletos de sentido.
Estare esperando ansioso el libro de Africa, Juan! Si no es mucha indiscrecion, pensas recorrer tambien el Africa del Atlantico y el golfo de Guinea? Un fuerte abrazo y muy buenos vientos!
Hola Santi!! Si, en algún momento quisiera hacer el Oeste de Africa!! Pero ahora el desafío es terminar de escribir el libro del viaje anterior!