
Primero nos lleva una camioneta de la Muncipalidad de San Andrés de Giles, que llevaba una secadora para la lavandería del hospital. Es un buen hombre, nos cuenta que Cámpora era de su pueblo, y que él llegó a trabajar 500 hectáreas de soja, pero ahora le quedan sólo 15. Le debía plata al banco y cuando estaba a punto de saldar su hipoteca una granizada le destrozo 260 hectáreas. Esas son las cosas que no entiende el gobierno, dice. Parece que las granizadas son peronistas.
En San Andrés de Giles esperamos una hora. Pasan camioneros que levantan los brazos como si el mundo se estuviese terminando frente a su parabrisas. Dos monjas en una pick up miran para otro lado. Nuestro cartel dice «JUNIN», pero parece que dijera el nombre de otra galaxia.
Un Renault 18 frena más adelante y asi no lo vemos. Maneja una mujer que también lleva a su hija adolescente y a una amiga de esta. «¿No todos los días les frenan tres mujeres , no? Nos dejan en una estación de servicio donde dos hombres en un Fiat Duna nos llevan hasta Chacabuco, casi sin dirigirnos la palabra. Atardece sobre vacas amontonadas alimentas con alimentos balanceados.
Cuando ya buscábamos donde acampar cerca del acceso a Chacabuco, un camión de la bodega Galán, tripulado por Héctor, acepta llevarnos hasta Rufino, provincia de Santa Fe. Era un Mercedes 1521, y estaba apuntando al oeste como un felino hechado que pronto se alzará para seguir andando. Héctor nos habla de los piratas del asfalto. A un comañero suyo le robaron hace dos años. Lo encañonaron desde un auto veloz que se le puso a la par y después lo tomaron como rehen. «Nunca había viajado tan rápido» – había dicho. «El velocímetro marcaba 250 kmh» Y obviamente no pudo identificar el auto, que debió haber sido algún bólido imprtado. Terminaron tiroteándose con la policía, y una de las balas le dio en las costillas al amigo de Héctor. Ninguno de los 3 patrulleros pudo alcanzar al auto. En un cruce desconocido lo liberaron, entregándole dinero para un micro y un pañuelo para que se tape la herida. En el 1521 vamos volando. Es obvio que vamos descargados, porque pasamos Scanias y otros camiones más modernos. Héctor nos cuenta que el sábado tiene la final del campeonato de fútbol inter-bodegas. En la parrila de Rufino cenamos vacío, por $20 cada uno, y después armamos la carpa cerca de la estación. Steven trajó una carpa túnel para dos personas que es un lujo, y su clásica bolsa de dormir roja con la que se podría ir tranquilamente a la Antártida.
Antes de meternos en la carpa boludeamos afuera. El agua de la canilla de la estación sabe horrible y compramos una botella para pasar la noche. Steven saca su MP3 comprado en Paraguay por $99. «Debe ser chino» – dice. Con suerte, le digo. Conjeturamos que debe haber sido hecho por monjes birmanos a fuerza de latigazos. El sonido no proviene de componentes electrónicos sino del fantasma del monje capturado en el artefacto. Steven recuerda los días en que perseguía a Martine, su ex novia, por las callecitas empedradas de Delft. Una noche, su bici no tenía luz, y la de ella no tenía frenos. Si la escena hubiera tenido lugar en Argentina, ninguno de los dos se hubiera alarmado, pero un poco por hacer el viaje más seguro y un poco para seducir a Martine, Steven le había tendido la mano. «Ahora somos un sólo vehículo» – le había dicho, con la luz de ella y los frenos de él. Yo en cambio recordé una borrachera en Museum que me hizo transitar de los labios de una chica llamada Suyuri, hija de japoneses, muy ansiosa por irse de viaje de egresados, al departamento de una actriz chilena con preciosa cara yokoonesca llamada Inari. Nunca le había dicho a ella que tenía cara de esquimal pero sí que había un pueblo en Finlandia que se llamaba como ella. Pero es un palabrerío típico de dos hombres sin nada que hacer más que dormir en una carpa en una estación de servicio en Rufino. Por eso importábamos alegrías con el memoria.