Si te hablo del genocidio uigur … ¿te suena de qué te estoy hablando?
Me refiero a campos de concentración, vigilancia por Inteligencia Artificial, esterilizaciones masivas, destrucción de cascos históricos de las ciudades, prohibición de la práctica religiosa, imposición lingüística… ¿Brutal, no?
Tal vez ya sepas algo de lo que les está ocurriendo a esta minoría étnica uigur en el Xinjiang, la provincia de mayor tamaño de China, situada en la parte más occidental del país. No es tan diferente a lo que ha sucedido y sucede en el Tíbet.
Yo no lo supe hasta que pisé la región. Y lo que allí vi me acongojó.
P.S.F vive por y para viajar, e intenta ayudar a que otros lo hagan. Es organizador de las Jornadas de los grandes viajes, podcaster de viajes y autor del blog Un gran viaje, escritor (¡Te odio, Marco Polo!; Cómo preparar un gran viaje; ¡Turista lo serás tú!), editor y guía de viajes. En 2005 viajó por la Ruta de la Seda durante 8 meses y en 2010 cruzó África de cabo a rabo durante un año.
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Entrar en Kashgar y el Xinjiang chino
Visité Kashgar, la mítica ciudad de la Ruta de la seda, por primera vez en 2005. En aquel viaje, que empezó en Estambul, recorrí entera la región del Xinjiang visitando otras ciudades como Yarkand, Khotan o la capital de la región, la moderna Urumqi. Desde 2015 he regresado a Kashgar cada año acompañando grupos de turistas en un viaje de tres semanas por Asia Central, entrando y saliendo por Kirguistán.
Es triste y doloroso comprobar los cambios que se van produciendo año tras año, siempre a peor, siempre apretando más a la población local.
Un gradual genocidio uigur es algo que se palpita desde la primera frontera que atraviesas. Además desde ese primer momento sientes que no eres bien recibido por las autoridades chinas. Como si les molesta que estés ahí.
Los controles de acceso al país por esa región son, sin dudarlo, los más exigentes que he sufrido nunca. Y cada año, peores. Registros recurrentes de los equipajes, revisiones constantes de los pasaportes y de las autorizaciones a lo largo de 5 interminables controles, repetidos escaneos dactilares y faciales, preguntas absurdas, requisamiento de libros “sospechosos” o mapas…
Y en 2019, en un giro de tuerca, la novedad es que te instalaban una app en el teléfono celular para escanear en busca de archivos maliciosos o sospechosos, revisar en tus contactos… no sea que tuvieras conexiones o mensajes indeseados a su juicio. Una app, que por cierto, los uigures deben instalar en sus teléfonos cotidianamente.
Pero nosotros somos simples turistas, de paso. No me quiero ni imaginar cómo debe ser vivir allí y sufrir lo que se vive en esta región.
Buscando excusas para justificar el genocidio uigur
La excusa del control desmedido y la represión contra los uigures es el fundamentalismo y terrorismo islámico. Es cierto que las décadas de 1990 y 2000 hubo varios atentados y algunas revueltas populares pero, sin justificarlos, eran un grito desesperado de una población que ya por entonces estaba siendo humillada, menospreciada… y en proceso de eliminación.
Sí, estaba sufriendo en sus carnes una limpieza étnica de manual.
La última atrocidad conocida son los campos de concentración en los que intentan reeducar a centenares de miles de uigures, seguramente la violación de derechos humanos más grave de este siglo. Tal vez hayas leído o escuchado algo de ellos, pero se habla poco: nuestros gobiernos miran para otro lado cuando se trata de denunciar o reprochar algo a la todopoderosa e intocable China.
El Gobierno chino dice que se tratan de “campos de reeducación voluntaria”. La realidad es otra: allí se les detiene ilegalmente durante meses, para imponerles los valores culturales de la etnia dominante en China, la Han; quieren anular sus creencias religiosas (son musulmanes sunís), sufren maltrato físico y psicológico, esterilizaciones forzadas… y, ya de paso, son explotados laboralmente en lo que llaman “formación profesional”.
¿Su “delito”? Ser uigures. Ser musulmanes. Vivir en una zona que de repente tiene mucha importancia para el Gobierno. Más adelante volveré a esto.
Estos campos de concentración no son algo menor: se estima que las autoridades chinas han llevado allí ilegalmente a un millón de los 12 de uigures que viven pacíficamente en esta región. ¡Casi un 10% de la población! Sin juicio, sin pruebas, sin informar: familias rotas que desconocen el paradero de sus hijos, padres o abuelos, pues fueron secuestrados sin ninguna orden de detención ni explicación alguna.
Eso también se nota en la ciudad de Kashgar y, supongo que por extensión, en todas las de la región: decenas de negocios han cerrado forzosamente porque alguien de la familia del tendero ha sido acusado de algo y ha sido enviado a un campo de concentración, me contaba con miedo y por lo bajo el guía local (quien, por cierto, ha cambiado su nombre de Ibrahim a uno neutro, que no denote sus creencias religiosas).
En el Xinjiang, si eres uigur, no solo tú puedes pagar. También tus familiares. Una amenaza y una realidad digna de la mafia.
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Kashgar, cruce de caminos en la Ruta de la seda
Entre el siglo II a.C. y el XVI d.C., Kashgar un día fue una ciudad importantísima de la Ruta de la Seda por su ubicación estratégica. Parada obligada de comerciantes justo antes (o después) del desierto del Taklamakán (al este), o las enormes cadenas montañosas del Tien Shan (al oeste) y el Hindu Kush (al sur). Sus bazares fueron famosos en el mundo entero, así como su multiculturalidad.
Para muchos viajeros tiene un aura mágica como Samarcanda o Tombuctú y llegan a ella con la imagen romántica de una ciudad oasis caravanera. La decepción es enorme. Porque los modernos rascacielos, torres residenciales, grandes avenidas, centros comerciales o atascos distan mucho de lo que pensaban que encontrarían: una pequeña y tranquila ciudad laberíntica, de calles de tierra, casas de adobe y artesanos uigures comerciando con sus productos.
Esa debía ser la Kashgar de mediados del siglo pasado. Poco o nada queda de ella.
Porque además de la previsible y razonable modernización y expansión de la ciudad, su corazón ha sido arrasado desde el año 2000. El casco antiguo, en el que vivían desde hace siglos los uigures, ha sido progresivamente derribado y reconstruido de una manera tan burda que no es sino una caricatura de lo que un día fue. El casco antiguo de Kashgar (y supongo que también de Yarkand o Khotan) es hoy en una especie de decorado: una ciudad con casas y uigures desalmados.
Así, hoy en día cuesta encontrar alguna casa de adobe, de las que fueron pasando de padres a hijos, generación en generación, que formaban parte de su historia y su cultura. Que era su patrimonio material y espiritual. En las últimas dos décadas han sido derruidas y reconstruidas de maneras fantasiosas, sin respetar la apariencia original. El Gobierno chino adujo que en caso de terremoto (la zona es, en efecto, sísmica) o de incendio, podría suceder un desastre en vidas humanas. Que era imprescindible renovarlas.
Es una motivación razonable, pero cualquiera que haya visto la evolución de la situación sabe que eso son excusas, y que en realidad forma parte del genocidio uigur: eliminar sus casas y forma de vivir tradicional es otro paso más para aplastar su cultura.
No negaré que esto ha supuesto que las familias tengan acceso a agua corriente, gas natural, alcantarillado, calles asfaltadas… Sí, esto ha sido una mejora, pero se podría haber logrado también intentando mejorar y preservar, en vez de arrasar y reconstruir, sin si quiera preguntar o negociar a los interesados.
El casco antiguo de Kashgar
Lo cierto es que el casco antiguo, sitiado y cada vez más reducido por el avance de los edificios modernos, conserva la apariencia de medina árabe que tanto me cautivó en mi primera visita. Sus callejones estrechos, serpenteantes y casi laberínticos, vertebran esa zona residencial de casas bajas (uno o dos pisos lo más). Una zona de calles tranquilas, peatonales, en las que juegan los niños mientras las madres se sientan en la sombra a charlar. Las puertas siempre abiertas de las casas permiten intuir los patios centrales en cada casa, detrás de cortinas en las puertas. Y en lo alto de las casas palomares, una tradición que aún no ha sido prohibida.
Con todo, si no conocías cómo era antes, puede llegar a gustarte lo que ves. Pero si has visto cómo ha cambiado en estos años, te recuerda a un parque temático: todo es falso, forzado. Y uno solo puede sentir tristeza.
Por si fuera poco, se van abriendo en sus calles teterías y cafés “cuquis”, instagrameables, abiertos por chinos procedentes del este del país, para el cada vez mayor turismo local que ya inunda la región, en busca del exotismo que ya no existe en sus ciudades. Decenas de tiendas de productos para turistas han brotado en algunas zonas, como en la Puerta del Oeste (recientemente reconstruida, como la muralla de la ciudad, de la que no quedaba ni rastro hace unas décadas, todo para darle un aspecto mágico y fotografiable). La cerveza está fácilmente disponible para satisfacer al visitante, en estas zonas en las que solo viven uigures musulmanes… ¡A la reconstrucción se ha unido la gentrificación y mercantilización turística, tremenda regresión!
Y por si fuera poco, y totalmente fuera de lugar, decenas de banderas rojas con estrellas amarillas ondean en muchas de las calles, como un recordatorio intimidatorio de dónde se está en realidad. ¡uigures, turistas, esto es China no se os olvide!
Tradiciones que se desvanecen
En ese proceso de limpieza de los cascos antiguos, ya no se ven burros transportando gente o mercancías por el centro: ensuciaban demasiado. Los puestos callejeros de venta de alimentos y mercadillos callejeros han sido prácticamente eliminados, siendo concentrados en dos o tres zonas, convertidos en mercados folclóricos, turísticos, casi burdas caricaturas de ellos mismos.
Por suerte en ellos aún se pueden ver cómo se elaboran los tallarines frescos (laghman); degustar su sabroso cordero asado (desde sus entrañas, cabezas o partes más carnosas); comer huevos duros asados sobre ascuas; o refrescarse con el doug, un helado a base de hielo picado mezclado con yogur y miel; todo acompañado del omnipresente pan, la base de la comida uigur, hecho en las panaderías a pie de calle y cocido en hornos tandor.
Lamentablemente, el sistema capitalista, la industrialización y el avance de la producción mecanizada están haciendo desaparecer los artesanos que un día eran tan frecuentes. Antes era posible encontrar trabajando en decenas de tiendas-talleres a herreros, cuchilleros, ebanistas, luthieres…. Hoy hasta los uigures acuden a los grandes centros comerciales de la ciudad moderna a comprar. Su mundo tradicional se desvance.
También cuesta encontrar aquellos carteles dibujados a mano en los que se mostraban a los analfabetos los negocios que había tras la puerta (dentista, joyero, masajista…) o a mujeres cubiertas con tupidos velos marrones: han sido prohibidos. En breve intuyo que será complicado ver carteles en su idioma, escrito en alifato (alfabeto árabe), o hablarlo en público.
Por suerte, aunque moderno, el bazar aún sigue vivo y vibrante, pudiendo comprar allí desde lavadoras y ropa, a frutos secos y cortinas y vajillas para el ajuar de la boda. Es casi terreno exclusivo de los uigures, como el bazar dominical de los animales, que se sacó del centro de la ciudad hace décadas, y que sigue siendo un punto de encuentro social entre ganaderos y comerciantes de las diferentes etnias que pueblan la región (uigures, pero también kirguizos, tayikos, kazajos, entre otros). La esencia uigur sobrevive en lugares así.
El miedo como herramienta de control
Para tomar el pulso a las ciudades hay que caminarlas y, al hacerlo, sorprende la cantidad de cámaras de vigilancia que hay, en cada esquina, tanto en la ciudad vieja como en la nueva, o en los semáforos, dotadas con sistemas de reconocimiento facial por inteligencia artificial. Ostentosas comisarías han brotado en cada barrio, y no es infrecuente cruzarse con patrullas de policías fuertemente armados recorriendo las calles.
Por si esto no fuera suficiente, los uigures (y solo ellos) deben pasar por controles policiales para cruzar de un barrio a otro, en el que deben escanear su documento de identidad. Algo que se repite al salir o entrar en la ciudad: por eso son frecuentes grandes colas y atascos en los accesos a Kashgar, en los que los uigures (y extranjeros en este caso) deben identificarse en máquinas de reconocimiento facial.
Se trata de que la población se sienta y sepa que es constantemente observada. Que no se pueden mover libremente.
No extraña, por lo tanto, saber que desde hace dos o tres años piden identificación para entrar en las pocas mezquitas que siguen abiertas. Han clausurado decenas de estas (se ve fácilmente por el candado en la puerta, pero también porque han derribado sus minaretes) y en las pocas que permanecen abiertas al público, enormes banderas chinas presiden la entrada. La mezquita Id Kah, el corazón de la ciudad vieja, ahora se puede visitar por orden gubernamental sin cubrirse la cabeza o en minifalda (como hacen las turistas chinas), lo que representa una nueva muestra de desprecio hacia las tradiciones religiosas musulmanas. ¿Qué será lo próximo, obligar a entrar en ella sin tener que descalzarse?
Y es que si bien la propaganda del Gobierno chino presume de la diversidad étnica del país (se reconocen 55 etnias, además de la Han) el respeto por ellas no es tal. Se busca la eliminación del diferente. En el Xinjiang sin tapujos, pero también en el resto del país.
Cualquier viajero verá que los uigures no tienen nada de “chino”, de esas características que asociamos a la etnia Han, la mayoritaria. Los uigures tienen fisionomías de trazas turcas mongolas y centroeuropeas. Son altos y morenos, de piel oscura, ojos apenas rasgados. Ellos con bigotes (las barbas han sido prohibidas, el Gobierno entiende que era señal de fundamentalismo); ellas con pobladas cejas, sin depilar y cuerpos voluminosos.
Su estética me recordó a la que vi en fotos y películas de los años 30 o 40 en Europa, con boinas y chaquetas ellos; las mujeres con un toque zíngaro: con pañuelos de colores sobre sus cabezas caídos hacia atrás y recogidos por detrás del cuello; blusas coloridas y faldas hasta la rodilla con volantes ocultando sus piernas detrás de medias densas (para disimular el color verdadero de la carne y los pelos no depilados). Y oro, mucho oro, en el cuerpo y en los dientes.
La nueva Ruta de la Seda no es la solución, es su problema
El Xinjiang (que quiere decir Nueva frontera) no siempre perteneció a China. Antes se la conocía como el Turkestán Oriental. Durante los siglos XIX y XX pasó por periodos de colaboración y protectorado, hasta que finalmente fue anexada a China. Sin embargo, desde la llegada al poder del Partido Comunista Chino en 1949, el gobierno chino se ha esforzado por colonizar a todos los niveles esta región: económica, social y culturalmente, estableciendo lentamente el genocidio uigur.
La represión se ha potenciado en las últimas décadas, desde que se descubrieron grandes cantidades de gas y petróleo debajo del desierto de Taklamakán, y muy especialmente desde la llegada de Xi Jinping al poder en 2013. La zona cuenta con abundantes recursos minerales pero, sobre todo, tiene una importancia estratégica enorme, pues forma parte del nuevo proyecto estratégico del Gobierno Chino, la nueva ruta de la seda.
Ellos le han llamado Belt and Road Initiative o One Belt, One Road. Y es que China quiere diversificar sus vías de exportación, para no depender solo del tráfico marítimo, especialmente en el comercio con Europa y Oriente Próximo.
Y eso solo será posible si tiene el control total de la región, en la que han decidido invertir cantidades ingentes de dinero en infraestructuras. La idea es trasladar aquí miles de empresas del este del país, para producir y exportar desde aquí directamente y poder exportar directamente a Europa por tierra ahorrándose la larga ruta marítima por el Estrecho de Malaca, por mares potencialmente complicados como el Mar del Sur de China, el Índico o Mar Rojo, zonas de riesgo por piratería o bloqueos.
Esto, como era previsible, ha ido acompañado de un proceso de colonización en toda regla. Desde los años 1950, la población Han ha pasado de ser un 6% a un 60% en estos días, enviados por el Gobierno desde regiones del centro y este de China.
El presente para los Uigures no es bueno. El futuro pinta peor. La hipocresía de la mayoría de los gobiernos de este planeta, hace que para mantener unas buenas relaciones económicas con China, miren para otro lugar, no atreviéndose a condenar los abusos que, a día de hoy, se siguen produciendo de manera constatable.
Está claro que los Uigures tienen los días contados. Nadie se va a atrever a pararles los pies al Gobierno chino. O, cuando se intente, puede que ya sea demasiado tarde.