En Herat, vida y bazar son sinónimos. Vendedores de ascéticas barbas acomodan mercancías mientras sus hijos gritan los precios con tono de soprano. Los carteles con ofertas le agregan exotismo al cuadro: para el occidental promedio, cualquier cartel en caligrafía arábiga evoca las mil y una noches aunque anuncie el precio del kilo de manzanas. Los panaderos sacan con palas de madera largas como remos los panes que minutos antes han adherido a los muros curvos de sus hornos subterráneos (hay que decirlo, en Herat los panaderos custodian la entrada al infierno). Una calle está consagrada a los vendedores de kebab, quienes asan las mínimas porciones tan cerca de las mesitas de los comensales que parecen querer fumigarlos. Un hombre exhibe Rolex falsos y rollos de euros y dólares manoseados dentro de una caja de vidrio. Otro vende sólo escobas que lo rodean como un bosque, y sonríe desde esa espesura mientras le tomo una fotografía. Cerca, hay lo que parece una orquesta mecanográfica, media docena de hombres con su mesita y su sillita en medio de la vereda, dándoles teclazos a viejas Remington negras. Son notarios públicos. ¡Y vaya que son públicos! En fin, alguien también vende mi estimada Zam Zam Cola, la sucedánea iraní de la innombrable global: podré llenarme el estómago de gas de manera políticamente correcta.
El bazar y, de fondo, la fortaleza construida por Alejandro Magno en 330 AC.
¿O acaso Usted necesita una escoba?