MISTERIO Y POCO TRÁNSITO EN LA “RUTA DE LOS CHARRUAS”


Baldomir y su señora nos llevaron unos 20 kms en la camioneta, hasta un pueblo llamado Morató. En el camino a Baldmir le sorprende que en Argentina también haya ñandúes. Antes le encomendaron al policía local que nos encontrara transporte, si alguien llegara a pasar por ese paraje olvidado. Con unas galletas de campo que compramos (Ah, ¿son del país de los Kirchner? –preguntó el almacenero) y dos milanesas que habían sobrado de la cena de ayer almorzamos, recostados sobre las mochilas en la fantástica incertidumbre de un cruce de caminos de tierra. En frente a nosotros hay una iglesia cerrada. Una manada de vacas van y vienen, cruzando la ruta desolada a sus anchas, pero siempre manteniendo cierta distancia de los intrusos.




Tiene que pasar una hora para que se detenga una camión. El hombre nos lleva hasta dos kilómetros antes de un pueblo llamado Tiatucurá. El parece estar tan perdido como nosotros. Va a buscar un ganado a un campo para luego llevarlo a Salto, pero tiene que pedir orientación por teléfono: estos caminos sólo los conocen los locales. Le preguntamos por qué algunos carteles señalan Ruta de lo Charrúas. “Yo siempre me pregunté lo mismo” – responde. Día más tarde nos daríamos cuenta lo terrible que es que un uruguayo desconozca la respuesta a nuestra pregunta. Quedamos nuevamente a pie y caminamos hacia Tiatucurá, pueblo que vemos a lo lejos. A nuestro lado, antes del alambrado, vemos montones de piedras que parecen apiladas allí por obra del hombre. Paula dice que una tiene forma de cara. Ella sugiere que puede haber servido a los Charrúas como índice de algún depósito de armas o alimentos. Y casi por sentirnos un rato arqueólogos espiamos entre las piedras gastadas. Lo que no estaba en nuestras expectativas era divisar, entre las fisuras, el contorno inconfundible de una caja. Envuelta en una hoja metálica con avisos fúnebres impresos, y rodeada con una vuelta de alambre, se presentó como un misterio absoluto. De la caja salían toda clase de bichos lo que, junto a los visos fúnebres, nos hizo pensar que se trataba de restos de algún animal muerto, o incluso de un humano. Los avisos fúnebres databan de 2006, y era inexplicable que hubieran sido impresos en metal. La caja era de madera, y por algunas de sus tablas sueltas, pudimos ver restos de un panal de abejas. Al parecer, era una caja de las usadas para apicultura. Claramente eso explicaba los insectos. Pero jamás entendimos qué extraña ritual había llevado a alguien a enterrarla entre piedras y envolverla en metal. Si algún lector tiene idea…
En Tiatucurá el comisario nos pidió los documentos, y volvió a mencionar eso de la población flotante. Viven 59 personas. Volvemos a hacer dedo en un cruce de tierra. Muy cerca del arroyo Salsipuedes, donde tuvo lugar la matanza de los últimos charrúas. Al lado, el cruce que va a Arbolito. Esperamos 3 horas. Pau juega a asustar las vacas, que gradualmente vuelven a sus lugares cuando ella deja de acercarse. Pasa una mujer en una doble cabina. Le hacemos dedo con esperanza, pero ella hace un gesto despectivo con la mano, siendo la encargada de hacernos saber que en Uruguay también hay gente maleducada. Como parecía que nos íbamos a quedar allí todo el día comenzamos a hacernos amigos del tipo que vivía en la única vivienda del lugar. Mi idea era comprarle pan o algo de comer para evitar regresar al pueblo. Para acampar, había una pala mecánica.



Al final frenó una camioneta de un administrador de una estancia que estaba en Clara, otro pueblo mínimo. Con aire acondicionado galopamos a través de esa llanura ya huérfana de sus Charruas… Cruzamos el arroyo Salsipuedes, hito histórico donde el General Rivera emboscó a los últimos charrúas. Ese moretón olvidado de la historia uruguaya pasa casi desapercibido por la ventanilla de quien no esté prevenido. Un vacío late en silencio, apenas un vado pantanoso a una distancia sideral de Montevideo, Punta del Este, Colonia o cualquier otra localidad considerada hoy representativa del Uruguay.


La camioneta nos dejó en el cruce con una ruta principal, la ruta 5, que lleva a Tacuarembó, cuando el sol ya era una mínima rodaja vencida por el horizonte. Por primera vez estábamos haciendo dedo en una ruta de asfalto en Uruguay. Era para tener expectativa, porque mientras la hospitalidad es más o menos predecible en zonas rurales, todo mochilero sabe que el asfalto no sólo permite acelerar a los vehículos sino que también acelera el ritmo de vida de los pueblos que enhebra. Igualmente, la luz residual no nos alcanzó para poder medir la hospitalidad uruguaya en asfalto bajo condiciones normales. Por el contrario, tuvimos que arrimarnos debajo de un poste de alumbrado para ser relativamente visibles. Autostop nocturno, con el acompañamiento de la orquesta de estómagos vacíos de Juan y Paula, con retorcijones en re menor. Reclutando en un almacén un paquete de galletitas, pasamos a esgrimir sonrisas irreales a conductores invisibilizados por el horario y la velocidad. Pasaban pocos autos, a decir verdad, para ser una ruta nacional troncal. Tuvimos que aceptar que las rutas del interior uruguayo están prácticamente vacías. Tras 55 minutos de espera nos frenó otro camión VW Worker, y dos horas más tarde estábamos llegando a la casa de María del Carmen, nuestra anfitriona de Couchsurfing en Tacuarembó.

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