Nunca me gustó la idea de replicar en mis viajes la ruta de héroes, mártires o viajeros famosos. Primero porque creo que cada viaje es una constelación única e irrepetible. Pero fundamentalmente porque considero que cada viajero fue movido por un contexto o criterio propio a visitar algunos sitios y no otros, a completar la línea punteada de forma caprichosa y personal. Seguir la ruta de otro es casi como renunciar a la propia. Viajando por tierra desde Europa hasta la India me fue imposible no tropezar a intervalos regulares con ciudades construidas (o destruidas) por Alejandro Magno. Aquí en Sudamérica, se nos presenta la “Ruta del Che”, que sigue los últimos pasos de Ernesto Guevara en su frustrado intento de generar una revolución socialista en Bolivia. Al mirar los mapas acuso recibo de emociones violentamente contrapuestas. La simpatía que siento por el Che Guevara y su causa se mezcla en mis vísceras con la repulsión a los fetiches y a los íconos. Porque si el Che Guevara se tomó la molestia de tomar el fusil y cruzar el Chaco boliviano con su reducida y valiente escolta, es porque detrás de esa acción había un análisis de la situación del campesinado al que se pretendía liberar. Ahora, en cambio, las guías de viaje proponen al sitio como un paseo turístico a los mismos viajeros que pasan en predecible rayuela de Villazón a Uyuni, a Potosí-Oruro- La Paz- Titicaca, y que rara vez visitan las comunidades campesinas cuya opresión conmovía al Che. Con estos dilemas y pensamientos salimos a la ruta en Samaipata.
Esta vez hubo que esperar 45 minutos, vamos haciendo calzar nuestros sueños vagabundos en rutas cada vez más pequeñas. Como siempre un camión, el eterno Volvo F-12 de las rutas bolivianas, pero esta vez conducido por un personaje singular. Se llama Jaime y es de Tarabuco, pueblo famoso por haber emboscado al ejército español despachado para hacerlos súbditos de la corona, arrancando luego el corazón a sus cabecillas. Al abrir la puerta del camión ya había notado la calcomanía con el eterno perfil del Che reproducido en todo el planeta, con su boina y pelo al viento, sobre la pintura roja del Volvo. Ahora noto la hoz y el martillo tatuados en el antebrazo, y al escuchar a Jaime queda claro su posición política. Es la primera persona desde que entré en Bolivia que dice estar conforme con Evo Morales. “Con Evo hay más trabajo y educación” – asegura- y luego nos cuenta de esa vez que se fue a trabajar a Polonia como mecánico de barcos. “Allá en Europa están como en una jaula. En Bolivia, en cambio, nos gusta ser libres como pajaritos, puedes patearle el trasero a un policía que no te va a decir nada…”
Llegamos a un cruce donde compramos galletas a una alegre cholita que exhibe su vitrinita de madera con golosinas afuera de un comedor. El cambio a una ruta menor implica que esta vez debemos esperar dos horas para encontrar un camión rumbo a Vallegrande. No importa: con los personajes que estamos conociendo viajando a dedo en Bolivia, no podemos ni concebir la idea de subirnos a una flota. El viaje es lento, pues el inmenso camión americano va cargado de arena y debe clavar los frenos en cada curva en bajada. Llegamos así a uno de esos pueblos transformados en pintorescos por sus complejos de identidad, como lo indica su nombre: la ciudad Jesús y Montes Claros de los Caballeros de Vallegrande. Los naturales de Vallegrande parecen tener dos edipos importantes. Uno con los españoles, ya que la ciudad se declara orgullosa “hija de noble español”. El segundo Edipo es algo más confuso e intrigante, y es que el pueblo se denomina “México chico”, para la inicial confusión del viajero, y la permanente ignorancia de un sector de la misma población, que realmente cree tener una imposible ascendencia mexicana, y se dedica a cantar rancheras. El resultado de estas dos obsesiones combinadas es un montón de hombres de tez blanca y ojos claros forzando espesos bigotes y luciendo sombreros para estar a la altura de la estirpe. Tuve que detener a varias personas por la calle hasta dar con uno en su sano juicio que aceptó que las similitudes con la cultura mexicana, evidenciadas en la música, los sombreros y en la manera de preparar el maíz eran meras coincidencias.
Dejando del lado el humor, hay un Vallegrande un hito escondido, a donde nos dirigimos tras el almuerzo. Se trata de la lavandería del Hospital Señor de Malta, donde el cuerpo ya inerte del Che fue presentado a la prensa internacional para demostrar que el Ejército Boliviano había hecho bien los deberes dictados por papá Estados Unidos. El lugar no está señalizado, y parece más bien un incómodo honor para un pueblo conservador y orgulloso de su linaje colonial. En el centro del recinto están los piletones de piedra donde con cariño uno puede ver un altar. Los muros son una pancarta de solidaridad de los visitantes. Algunos son anónimos grafities, pero otros mensajes emocionan, como el de la brigada médica cubana que en 1997 localizó los restos del Che, treinta años después de que fueran enterrados junto a la pista de aterrizaje del aeropuerto local, que dice: “No porque te disimulen bajo tierra van a impedir que te encontremos, Che Comandante, Amigo…”
Gracias a otro camionero llegamos a Pucará, distante 60 km de Vallegrande, por un camino de cornisa grabado en la montaña. Mientras esperamos compramos a una señora gelatinitas de leche en vasitos plásticos descartables. Mucho mejor que darle nuestro dinero a Danone. En el camino cruzamos una comitiva de hombres y mujeres cargando guitarras y bancos. Vienen de una ambrosía, una fiesta en la que se toma leche recién ordeñada al pie de la vaca, en cóctel con singani o canelado. A medida que ascendemos noto que la vegetación disminuye y nos insertamos en un paisaje preandino. ¿Qué tipo de esperanza o estrategia habrá guiado al Comandante hacia un relieve tan árido y desprovisto de reparos para la actividad de la guerrilla? Me animo a decir que el Che llegó a Bolivia con más ilusiones que estrategias, quizás algo cegado por su brillante éxito en Cuba, quizá sin haber aprendido una lección tras el fracaso de sembrar la revolución en Congo. El Che ingresó a Bolivia afeitado, de incógnito, y estableció su base en la estancia Ñancahuazú, 250 km al sudoeste de Santa Cruz. Desde allí pretendió encender una mecha de rebelión entre un campesinado al que imaginó descontento y propenso a la revolución.
Cuando llegamos a Pucará, al pueblo lo cubría una densa neblina que apenas dejaba ver el perímetro de la plaza y algunas callejuelas empinadas. Es como si toda la zona hubiera quedado maldita por la tragedia de Ernesto. Tenemos mucho frío. Quisiéramos cenar algo contundente pero de pronto nos hemos dado cuenta los pesos bolivianos se nos están acabando y no hay donde cambiar. Dos misioneros norteamericanos nos niegan alojamiento. En un café llamado Varadero pedimos té, y su dueña Yuma –al escuchar nuestra historia- nos sorprende con dos tamales y luego toda una cena de cortesía. Contentos por encontrar esta generosidad entre las huellas del Comandante nos vamos a dormir, acampando en el patio de una pensión que tampoco nos quiere cobrar.
Nuestro plan es, por la mañana, llegar a La Higuera, a unos 15 km de Pucará. Es buscando el camino a esa población que tropezamos con la casa de Conrado. Fue mirar dentro sin causa aparente y ver las wipalas y el póster del Che junto al de Evo Morales. “Pasen, adelante..” – nos da la bienvenida este señor de 77 años, con elegante sombrero y ojos celestes. Su casa es como un pequeño santuario al Che. Resulta que cuando el Comandante andaba por los alrededores Conrado era un joven campesino que soñaba con unirse a su lucha. Por otro lado, no podía abandonar su ganado si quería seguir manteniendo a su madre y a su hermana. “Cuando fueron los combates finales yo ya quería unirme, pero había 400 soldados acampando alrededor del pueblo”.
Desde el punto de vista de Conrado el error del Che fue no haber dado a conocer sus ideas previamente. Cuando el llegó, sus ideas eran absolutamente extrañas al universo de creencias del campesinado boliviano. Hasta el día de hoy los campesinos bolivianos se sienten grandes hacendados, y pastan orgullosos sus cuatro vacas. Estos factores culturales parecen no haber sido tenidos en cuenta por el Che. En aquellos años Bolivia era gobernada por el dictador René Barrientos Ortuño, quien por supuesto estaba en directo contacto con al CIA, organismo que entrenó a un cuerpo de Rangers encargados de darle caza. Además, maliciosamente otorgó algunos derechos a los campesinos, y difundió el rumor de que los guerrilleros eran peligrosos y que asesinaban civiles. El presidente del Partido Comunista Boliviano le había prometido al Che –asegura Conrado- 2000 hombres. Pero al final sólo contó con sesenta. A pesar de estar aislado en medio del monte con todo un ejército movilizado para matarle, el Che se mostraba optimista, y en su última entrada de diario (el 7 de octubre de 1967) asegura que “todo marcha sin complicaciones”. Después del tiroteo final, el Che, herido de bala en la rodilla, cuello y hombro, fue trasladado a la escuelita de La Higuera, donde fue ejecutado. Su cuerpo fue trasladado en helicóptero al hospital de Vallegrande, para ser exhibido como prueba de que la leyenda del Che se había acabado. La historia dice que las mujeres locales, notando una asombrosa similitud con Jesucristo, cortaron mechones de su cabello como reliquias. Habiendo escuchado toda la historia de boca de Conrado, ya no sentimos necesidad de ir a La Higuera para sacarnos una foto con un monumento.
Caminamos hacia la ruta que regresa a Vallegrande. Nos sentamos en el suelo viendo pasar campesinos con sus vacas. Desde una casa, un anciano envuelto en su poncho nos invita a sentarnos en su puerta, al reparo del viento. Cuando me miró a los ojos, creí haber alucinado sus ojos celestes como firmamentos, iguales a los de Conrado. Se llamaba Isidoro. Contó que había tenido sus animales pero que había perdido todo. “Ahora no tengo nada, animales, tierra, nada…” Contó que había conocido al Che… “Era altito como Ud, ¡pero mejor puesto….! -y mi autoestima se devaluó- Fumaba unos cigarros raros, grandes, uno detrás de otros” Luego reparó en que sus mulas estaban muy bien ensilladas… “lindas para montar, perros, todo tenían”. Pasó entonces a hablar de sus dolores, que experimentaba al pararse o sentarse. Musitaba prudentes, lentas palabras envuelto en su poncho raído, que usaba desde hacia veinte años. En el hospital no lo atendían por no tener “papeles buenos”. Le pregunté si cobraba el bono para adultos mayores que creó Evo Morales, pero me dijo que para eso necesitaría un certificado de nacimiento. Aunque Isidoro no sintió allá por el año 66 ninguna necesidad de unirse a la lucha revolucionaria, yo conjeturo en silencio que si el Che hubiera cumplido su cometido, al menos tendría un hospital eficiente donde tratar sus dolores.
Busco en mi cabeza piezas del rompecabezas. Con la ventaja de la perspectiva, me parece extraña la estrategia del Che en un país como Bolivia, donde el introvertido, sumiso campesinado nunca propulsó una reforma social. Quienes tradicionalmente depusieron gobiernos fueron en cambio los mineros con sus dinamitas y los trabajadores de El Alto. También me parece casi metafórico que Ernesto Guevara haya perecido en el departamento de Santa Cruz, no muy lejos de Samaipata, quedando por la eternidad montado entre esos dos universos, el andino y el de las tierras bajas, como si se tratara de una eterna cicatriz en la historia boliviana. En un país donde se practica la challa, el agradecimiento a la Pachamama a través del sacrificio, simbólico o no, de animales, quizás la muerte del Che ha sido una inadvertida challa histórica. Me pregunto si los campesinos que a nuestro lado siguen desfilando con sus caballos delante de la puerta de Isidoro lo ven así. Ellos que con sus paradójicos ojos celestes contemplaron el fin de un sueño continental, mestizo, de todos colores, libertario.
¿Porque titularon por la Ruta del Che si de los más de 1.000 que recorrio el Che por Bolivia ustedes apenas recorrieron 60 y apenas un solo lugar donde estuvieron los guerrilleros Pucara que apenas fue lugar de paso y sin historia y Vallegrande donde solo llegaron guerrilleros y el Che muerto?
Porque, como dice el título, eso es parte de la ruta del Che. Y como sigue diciendo el título fe allí el fin de sus pasos. No nos interesaba hacer toda la ruta del Che, hubiera sido un embole galáctico, sino solo esos últimos pasos.
Hola Juan, mi idea es estando en La Quiaca cruzar a Bolivia.
Aun nose si ir desde ahi directamente a Laguna Verde en Bolivia.
O bien ir desde La Quiaca hasta San Pedro de Atacama y luego ahi si subir por Bolivia.
Desde La Quiaca, hacia donde me recomendarias ir a Bolivia.
Saludos
=)
Yo no me iría corriendo para la Puna, menos a ver una laguna 🙂 (pero son gustos). Me iría para el lado de Sucre, Potosí, etc!