Mi cuarto en la pensión Nagin Asia, donde me hicieron una buena rebaja gracias a Hamid, el recepcionista. El me prestaba la portátil que se ve en la foto. Sobre la cama, abierto, el mapa de Afganistán. Eran días de ansiedad antes de decidir que ruta tomar…
Hamid (centro) es un estudiante de química que habla inglés con elegancia y me presta su ordenador portátil para cumplir con mi corresponsalía. Durante mis tres días en Herat hemos trabado una de esas amistades con fecha de vencimiento propias de los viajes. Hemos pasado noches conversando, y él me ha contado sobre su infancia en Irán, donde su familia se exilió para escapar de las guerras civiles. Odio Irán –decía- En mi primer día de escuela, a los seis años, la maestra dijo que si había en clase algún afgano que levantara la mano. Desde ese día en adelante me hicieron sentir distinto. Hasta ahí no podía más que estar de acuerdo, pero luego conversamos sobre la situación de la mujer.
A Hamid le gustaba explicar didácticamente su punto de vista con un ejemplo llamado “El escenario del caramelo”. Para él, un hombre que tiene muchas mujeres en su vida termina perdiendo su capacidad de asombro ante la belleza femenina. Es como empalagarse con caramelos – afirmaba como todo un playboy. ¿Y qué hay de la mujer que tiene muchos hombres en su vida? – le preguntaba yo, pero Hamid no tenía una respuesta porque, si en el Islam el vicio masculino es condenable, el vicio femenino es directamente inimaginable. Me hizo pensar que las mujeres musulmanas la debían tener muy fácil a la hora de engañar a sus maridos gracias a la naturalidad con que estos aceptaban que la mujer era una criatura demasiado santa para sentir deseo. Por eso, según él, tenías que esperar a que las nubes se abrieran y un rayo de sol iluminara la frente de la mujer de tu vida, y luego había que ir a preguntarle a su padre, y luego simplemente tenías que llevártela a tu casa, porque lo que interesaba era la opinión de su padre, no de ella…
La perspectiva de Hamid sobre gustos, a pesar de su cultura y educación, estaba, como la de todos los hombres musulmanes que conocí, influida por la imagen que de Occidente que muestra el cine masivo de Hollywood. Si pudieras elegir, ¿con cuál te quedarías? -me preguntó una noche, a la vez que su tono de voz me sugería la respuesta que él creía correcta- ¿Con una mujer con su cabello cubierto por un velo, tranquila, inocente, y silenciosa… o con una payasa que se ríe a carcajadas y que con un vaso de cerveza en la mano se tira encima de cualquier hombre? Me tentó contarle que, cuando era estudiante, más de una vez era yo el que andaba con el vaso de cerveza a las carcajadas tirándose encima de cualquiera chica. Pero callé. Pero esos son dos extremos –protesté en cambio, pero sin dejar de reír por el pensamiento autocensurado- No todas las mujeres occidentales son payasas, también las hay tranquilas y fieles, y también he conocido a muchas chicas musulmanas que, bueno, eso del velo y la santidad…