Salir de Londres en autobús tomó cuatro horas. Una vez en la autopista iniciamos un viaje fragmentado y poco interesante. Llegamos a Lewes y llamamos a nuestros amigos, que nos dijeron que los esperáramos en el Lanesdown’s Arms, su pub local. Nos sentamos frente a una cerveza compartida, y al rato nuestro idioma atrajo la curiosidad de Brian, un local muy particular. Esta zona del sur de Inglaterra tiene fama de ser refugio de viejos hippies, y de tener la extrania combinación de precios altos (encarecidos por las escapadas playeras de los londinenses) y gente viviendo de la seguridad social. Muchos de los viejos soniadores –no todos- están en esa categoría. Brian había recorrido Europa a dedo en el inicio de los 80s. Al parecer en una hacinada casa en Creta en la que vivían 20 personas de 15 nacionalidades distintas, se había encontrado con un viajero argentino. Se deshojaba abril de 1982. El argentino lo miró y le dijo: “Fuck Galtieri!”. El respondió: “Fuck Tatcher!” y de allí en más se entendieron. Brian nos agradeció mil veces nuestra presencia en su pueblo. Le hacíamos recordar una parte de sí mismo. Nuestros amigos, Duncan y Una, llegaron y nos acompaniaron a la casa donde pasaríamos los dos días siguientes, que era la casa de los padres de Duncan.
Duncan aseguraba ser el jugador de criquet más diestro del pueblo, y para demostrarlo nos invitó a una partida al día siguiente, en la que los dos pubs más antiguos de la ciudad se enfrentaban. Hay que decir que para uno, acostumbrado a la velocidad del fútbol, el criquet, que aquí es deporte nacional, es un shock cultural. No sólo por su lentitud sino por los rituales que se le adosan. Ya camino a la cancha le pregunté a Duncan a que hora comenzaba el partido. La respuesta fue: “cuando se termine la cerveza”. Así las cosas, no parecía que fuéramos a asistir a una demostración de precisión británica. Al llegar, la cosa parecía un picnic victoriano aggiornado donde los amigos de los jugadores tirados al sol destapaban cervezas que eran ingeridas por los mismos jugadores. A la media hora, nos dimos cuenta que el partido había comenzado. Por momentos la gente aplaudía, pero para quien no conoce las reglas era difícil saber por qué lo hacían. Las posiciones de los jugadores eran las mismas que antes del aplauso. No había goles visibles, los bateadores le pegaban a la bola y se quedaban en sus puestos, y todas las consecuencias del bateo eran un tímido trote inconexo de un jugador (que nunca entendimos si era del equipo del bateador o del contrario). El criquet es incluso más popular que el fútbol en India y Paquistán, producto de la colonización inglesa. Cuando esos equipos juegan, es feriado en ambos países. Le pregunté a Duncan (que es profesor de historia) si ello no le parecía un típico intercambio británico, el robarse todos los recursos naturales de un país y dejar a cambio un par de deportes. “Sí – me respondío con una sonrisa- y aún estamos esperando el vuelto”. La sorpresa llegó cuando el marcador estaba definido y el equipo de Duncan invitó a Verónica a batear, cosa que intentó hacer tres veces. La platea recibió cada yerro con un aplauso.
No nos podemos quejar de la hospitalidad en casa de los padres de Duncan, aunque la cocina decorada con memorabilia de la coronación de la reina dejaba entreveer que les iba a molestar que el merlot siciliano se derramara sobre la alfombra hecha a mano, y ganadora de no se qué exposición. Al otro día del derrame salimos con Demian, un amigo ingeniero que a los 24 anios empezaba a mirar afuera del curriculum, rumbo al pueblo de Arundel, donde acampamos por dos días, en lo que fue un retiro espiritual de Londres. Luego nosotros seguimos hacia Gales, o eso creíamos. Primero nos frenó una combi Volkswagen que nos dejó en Southampton. Allí hicimos dedo en la autopista. Vero tenía la bandera de la paz enrollada como una pollera. En cinco minutos un patrullero nos mostró el camino a la estación de servicio más próxima. Allí fue otra combi Volkswagen la que accedió a llevarnos. El conductor se llamaba Sam y era oficial de la Royal Navy. Acababa de comprar su camioneta dos horas antes de levantarla y se dirigía a su casa en Plymouth, muy cerca de Cornwall. Y era una combi Volkswagen, un ícomo de la ruta, había que ir adonde su conductor fuera, así cambiamos Gales por Cornwall en nuestros planes. La charla con Sam es interesante. Sam había estado en la guerra del Golfo y en la de Afganistán. Ya son varias las personas de las fuerzas armadas que nos levantan. Todos parecen poder deslindar su vida profesional de su conciencia. Todos detestgan la guerra, lamentan las decisones de sus gobiernos, pero allí van cuando se los llama, a la guerra. Sam nos comenta que en Plymouth hay una manifestación contra la guerra. “Son abogados de Londres, gente lista que no sabe que hacer en su tiempo libre y se dedica a causar problemas” En ese “delivery del destino” llegamos a Ivybridge, un pueblito en el borde del Parque Nacional Dortmoor.
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