Envuelta en una túnica negra en la que explotan tulipanes anaranjados, la mujer sonríe sin apuro y confidentemente. Parece observarme a través del lente con que la fotografío. Ha accedido al pedido sin problemas, a pesar de que acabamos de poner un pie en Akasha, su aldea. El desierto que la rodea es del color de Medio Oriente, pero su piel ya ostenta el color de África. Carga en brazos a un niño y otros tres posan delante de ella. Hay cierto orgullo de propiedad en su mirada. Quizás la prolija vivienda de adobe a sus espaldas, de contornos suaves, como si fueran una extensión habitable del paisaje, sea su casa, quizás no. Es irrelevante: lo que todos los nubios sienten apasionadamente propio es la tierra en la que viven y el modo en que la han hecho su hogar.
Estamos en una aldea a orillas del Nilo en el norte de Sudán. Desde el sur de Egipto, Laura y yo venimos atravesando el terruño que los nubios han habitado durante milenios, al margen de la moderna frontera inventada entre ambos países en 1956. Y como siempre en este blog, cada vez que piso patria de una nueva etnia o pueblo, es momento de una breve presentación.
Al igual que los kurdos y tantos otros pueblos que vagan por la historia, los nubios han siempre luchado por retener su independencia en una zona complicada y con vecinos poderosos. Por momentos, no les fue nada mal. Llegaron incluso a instalar su propia dinastía de faraones en el Antiguo Egipto y se hicieron temer. El imponente templo de Abu Simbel, en la frontera entre Egipto y Sudán, no era más que una demostración de colmillos, y su exagerado tamaño un intento de amedrentar incursiones nubias. Cuando Roma ocupó Egipto llegó a las puertas de Nubia. Tras medirse, ambos poderes lograron un acuerdo de paz. De este contacto florecieron reinos cristianos como Makuria y Nobatia, que gravitaban los lineamientos de la Iglesia Copta de Alejandría. La invasión árabe a la Nubia Cristiana de su contacto con el Mediterráneo, y recién entonces el Islam comenzó a ganar terreno. Yo no sabía nada de todo esto, y el enterarme que los nubios habían persistido con su cristianismo hasta el siglo XIV me hizo mirarlos con nuevos ojos. Durante todo el viaje, no hice más que indagar en su extraña identidad, ni hijos del África negra ni árabes, musulmanes pero alguna vez cristianos.
Sin embargo, el golpe de gracia que hirió de muerte la integridad de la cultura nubia fue la construcción de la Represa de Asuán, en 1964. Cuando el nivel de las aguas del Lago Nasser comenzó a inundar la zona, la UNESCO chilló y donó millones para un rescate histórico en el que templos como Abu Simbel y Philae, fueron desmantelados y reconstruidos en zonas seguras. Pero nadie protestó demasiado por el centenar de aldeas nubias que fueron inundadas para siempre. La ciudad de Wadi Halfa, con sus cines y mezquitas, quedó sumergida completamente bajo las aguas. Más que kilómetros cuadrados, los nubios habían perdido su cuna histórica.
La manera en que llegamos a Akasha dice mucho sobre la figura del huésped y sobre la función de las casas nubias. El conductor de la camioneta que nos deja en la aldea, sin dar explicaciones ni escucharlas, golpea la puerta de una casa que no era la propia, y se va, dejándonos como gatitos en una canasta, para no decir como peludos de regalo. ¿Estamos en un hotel? ¿Es la chica que aparece cubierta con un hejab colorido y la abraza a Lau y pregunta si queremos té la encargada de una hostería comunitaria acaso? Pronto nos enteramos que no, que estamos en una casa de familia. El maestro de Akasha, a quien conocimos en la entrada a la aldea, lo expresa sin misterios: “En Nubia te podés quedar en cualquier casa”. ¡Creo que me va a gustar viajar por esta zona!
Es nuestra primera experiencia en una casa nubia, y aunque la presencia del adobe me hace abrazar mis recuerdos viajeros del Noroeste Argentino, y hasta me hace recordar tés de cedrón compartidos con artesanos en Salta o Cachi entre otras huellas sensoriales calchaquíes, las casas de adobe nubias son objetos irrepetibles. Por fuera las rodea un muro, interrumpido por un pórtico alto, casi siempre de colores brillantes, que de ser posible mira al Nilo. Dentro hay patios cuyas arcadas dan paso a ambientes repletos de camas, porque las visitas, parientes y mochileros extraviados pueden aterrizar en cualquier momento. Los ambientes están desprovistos de ventanas, para optimizar la ventilación, lo que, en la casa que nos toca hoy, crea un circuito aéreo para una familia de golondrinas que ha hecho su nido sobre una de las vigas del techo.
Fuera, una mujer mayor separa, sobre un tapete y con inconsciente destreza, las piedrillas y la maleza del trigo recién cosechado. Mientras ofrendamos nuestras torpes manos al camino de la tierra más gente se congrega, llamados por el espectáculo de estos “hajawas” —extranjeros— inesperados. Si no hay turismo en Sudán, menos lo hay en las aldeas del norte. Un hombre alto, enorme, que a primera vista parece capaz de estrangularme, sostiene una criatura ligera como una pluma. Lo mece con un meneo lento y lo mira con una paz, que la tranquilidad que me transmite me exorciza por telepatía el estrés acumulado del viaje por Egipto. No se podrá arreglar el mundo, pero sí se puede separar el trigo en una aldea nubia.
Ibrahim, uno de los jóvenes, me invita a sumarme a un picadito. Pregunto por señas para qué lado pateo, y ellos deciden que para los dos lados. Así, como colchonero beneficiario de las extrañas leyes de ese potrero islámico convierto varios goles, en medio a un revoleo de turbantes y túnicas voladoras. Aquí lo que suena no es el silbato, sino el llamado a la plegaria de la mezquita local. Ambos equipos se van a pedirle puntería a Allah, y yo regreso a la casa donde Lau está conversando con las mujeres. Así es el futbol desglobalizado. Ibrahim resulta ser uno de los 23 hijos del dueño de casa, frutos de la unión con tres mujeres distintas. Nos ofrece una cena de ful, sardinas y pasta, y nos cuenta que esta es la segunda casa de su familia: la otra quedó bajo el agua de la represa.
Siempre siguiendo el curso del Nilo viajamos, en otra camioneta, a un pueblo llamado Abri, 50 km al sur, principal mercado para las aldeas de la zona, y aún así poco más que un ensamble de puestuchos de adobe, con mercaderes que ofrecen frutas en las cajas de sus camionetas mientras se espantan las moscas y herreros que moldean hachas a golpe de martillo con el metal al rojo vivo.
El rumor de que hay dos mochileros se ha corrido, y pronto tenemos enfrente a Megzub, propietario del Megzub Traditional Nubian Guesthouse, la única hostería del pueblo. Le explicamos que tenemos poco dinero y él responde:
– No somos como los egipcios, el dinero no lo es todo.
Megzub camina a pasos apresurados con su túnica blanca y dice enfáticamente “can” o “available”, mientras asiente con la cabeza y te mira fijo cada vez que preguntamos si es posible conseguir tal o cual cosa en el pueblo, sea un alargue o un camello. También piensa que le darán un millón de dólares por su Morris modelo 1946 si algún día lo lleva a Inglaterra, aunque por ahora se conforma con darle patadas para que arranque ese sobreviviente British en suelo africano. Megzub es, en esencia, un clavadista en los abismos del optimismo.
Pero también es una persona sensible, una noche lo encontramos canturreando melancólicamente en el porche de la hostería. Pensé que el réquiem era para el Morris, pero cuando le pregunto me dice que se trata de una canción prohibida, que se autor estuvo dos años preso por haberla escrito y que, insensible al encierro sufrido, lo primero que hizo cuando una vez liberado regresó a Abri fue subirse a una tarima y entonar su himno.
— ¿Y qué dice la letra? — pregunto, y Megzub traduce.
— Algo así como “Si nos quedamos en el desierto nos volveremos árabes” ¿Estás al tanto del tema de la represa?
Pienso que se refiere a la de Asuán, pero no. Me cuenta que el gobierno quiere construir una serie de cinco represas que, nuevamente, inundarán tierras nubias. Megzub piensa que detrás de la excusa de la necesidad de más energía, el gobierno, de mayoría árabe, está planeando un gradual genocidio cultural contra los Nubios, echándolos de sus tierras para que pierdan su identidad. Me sorprende encontrar canción de protesta en países regidos por la ley islámica, pero parece que el sentimiento de pérdida ha estimulado un renacimiento cultural y en la música se ha vuelto recurrente el tema de la tierra, que expresa la pena de quienes la abandonaron para buscar trabajo en Jartum o porque la perdieron bajo el agua.
Creo que Megzub adivina en mi cara mi interés por el tema, porque me toma de la mano al estilo musulmán, le pega una patada al Morris, y zarpamos por las calles de tierra de Abri rumbo a un fumadero de shisha. “Tenés que hablar con Figri” — me dice, ya delante del mismo Figri, un hombre menudo, bajito, cuyo excelente nivel de inglés me lleva a la conclusión detectivesca de que su puesto de dueño de un coffeshop maltrecho es la fachada de un activista.
— Me gusta este trabajo, aquí puedo hablar con la gente. Para muchos es la única oportunidad de enterarse de cosas que nuestros medios ocultan — me dice, señalando en el muro un afiche con la fotografía de cuatro jóvenes envueltas en cintas de luto, cerca de otros posters con ruinas y patrimonios nubios.
Parece que hace poco, cerca de Kajbar, en la tercera catarata del Nilo, el gobierno respondió con balas a las demandas de la población local de que se archivasen los proyectos de represas en la zona. A cada persona que se sienta y pidlose una shisha, Figri le pasa el parte diario. Ayer, el presidente Ommar Bashir advirtió que construirá las represas con acuerdo de los nubios o por la fuerza. Es una declaración esperable de alguien que dirige autoritariamente un país desde hace 30 años, durante cuyo gobierno Sudán recibió un misil —en 1998— como correctivo por dar asilo a Bin Laden y que tiene pedido de captura internacional emitido por la Corte Internacional de Derechos Humanos de La Haya.
Según Figri, las nuevas represas, combinadas, sumergirían buena parte de las tierras nubias que se salvaron de la Represa de Asuán.
— No les interesa la electricidad, lo que quieren es convertirnos en homeless, para que nos vayamos de la tierra, y así ellos puedan explotar el oro y otros recursos con empresas que pertenecen al círculo interno del gobierno. Es la segunda vez que nos pasa…
Y previsiblemente, Figri me relata detalles de la Hejira de 1964, como se conoce al éxodo nubio a causa de la inundación provocada por la represa de Asuán. En esa ocasión, las aguas implacables sumergieron el 50% del “irki” —palabra nubia que significa patria—, pero la gente fue indemnizada con 10 libras esterlinas. Los más jóvenes aceptaron entusiasmados la compensación ya que ese dinero les permitía casarse. Se subieron sin chistar al “resettlement train”, y debieron reírse de sus abuelos que, más conscientes, llenaron baúles con tierra para que salvaguardar las migajas de ese imperio de nostalgias que se resquebrajaba un poco más con cada siglo. Luego vuelve al tema étnico:
— Ellos son árabes. Como los nómadas, están programados para consumir los recursos de un lugar y marcharse a otro. En cambio nosotros, los nubios, somos apegados a nuestra tierra. En ella basamos nuestra cultura. ¡Y necesitamos nuestra cultura!
Figiri despotrica con la ira de quien espera justicia, me cuenta que Nubia es importante para toda la humanidad, que la Universidad de Berlín tiene un centro de estudios nubios, y yo sólo espero que el burbujeo de las shishas no sea un signo premonitorio de un nuevo naufragio. De pronto, ya no es sólo Figri el que habla ni Nubia la que se sumerge, sino el mundo entero. Se corporiza allí como entre sueños el recuerdo de nuestra convivencia con una comunidad shuar del Amazonas ecuatoriano amenazada por la mega-minería. Los recuerdo bebiendo con tozudez su chicha, aferrándose a sus últimas migajas de independencia, y obligados a aceptar el progreso de las carreteras. Veo otra vez a Pascual, su líder, lamentarse junto al río Mangoziza del envenenamiento de sus aguas y bosques:
— Deberemos ser mendigos en sus ciudades, dejar de pescar e ir al supermercado.
Y de pronto no es sólo Pascual, sino también Urbano Cardozo, de la Asamblea del Algarrobo de Andalgalá, Catamarca, quien monologa con fiebre. Aparece entre los sudaneses en una sobremesa onírica de uvas y membrillo, diciéndole a Figri que no todo está perdido. Le pone su pesada mano de ex marino en el hombro y le relata cómo sus colegas de barricada habían arrojado piedras con furia palestina contra los cristales de la Yamana Gold Company, diligente en borrar del mapa al pueblo para convertirlo en una gran mina a cielo abierto. Aquellos días, la cordillera olía a gases lacrimógenos, pero también a héroes, envalentonados por los ajíes catamarqueños. Figri es Pascual, es Urbano y es también Hans, incansable delator de las mafias madereras que clavan sus colmillos en los bosques de Transilvania, en Rumania.
— All Nubians are one hand — dice Figri, pero aunque quizás no lo sepa, Nubia es toda la humanidad.
A la noche miramos el mapa, y vemos que las aldeas junto al Nilo están cerca unas de otras, y decidimos recorrerlas un poco a pie, un poco a dedo. Cargamos unas cuantas mandarinas, agua, galletas y partimos. En Sudán, el Nilo da lugar a una franja cultivable más estrecha que en Egipto, y la vida es algo que se celebra en cada canasta de trigo o habas cosechada.
Los caseríos se vuelven cada vez más espaciados, pero siempre hay campesinos a la vista, que nos saludan desde el medio de un sembradío. Ya aprendimos que cuando dicen “Fondal” y se llevan la mano a la boca te están invitando a comer. Una antropóloga holandesa me contó su teoría de que como todo lo material es inestable, los sudaneses invierten en relaciones humanas.
Entonces la comida, el té ofrecido a cada instante se vuelve un dispositivo de secuestro momentáneo con el que los locales disponen del honor de tener al visitante en su casa. Muchas veces decimos que no porque sabemos que es imposible aceptar una taza de té sin que el convite se extienda al almuerzo, y ya que estás quedate a dormir acá que es muy tarde para que sigas avanzando. Otras veces aceptamos, porque caminar, mochila al hombro, en Sudán, es duro.
Más que cualquier distancia, el derrumbe moral te lo provocan los 43 grados de temperatura y la invasión de las nimitas —unas micro-moscas que una vez al año, por la floración de no sé qué palmera, copan el espacio aéreo. Parecen especialmente diestras en meterse en tus orificios nasales y oídos, que ya no te pertenecen. Los locales lo solucionan envolviéndose en turbantes o colocándose auriculares que llevan conectados a nada. Nosotros, en cambio, avanzamos dándonos resonantes cachetazos a nosotros mismos para ahuyentar al malón alado, lindo híbrido de autodefensa y masoquismo. Por eso cuando en una casa, no muy lejos de Abri, nos invitan a sentarnos un rato, decimos que sí.
Entramos a un patio donde se apilan una batería de bandejas y ollas, porque la familia festeja la llegada de un nuevo miembro y toda la aldea está invitada. Enseguida las mujeres toman del brazo a Laura y la llevan a conocer al bebé al compartimento de las mujeres, mientras yo soy invitado a unirme a los hombres de la casa, que ven pasar la vida mientras reposan en sus camas. En Nubia, lo más importante de una casa son sus camas, que hacen de silla, sofá e, incluso, de cama. El dueño de casa es pescador. Viste una túnica beige y un turbante blanco. Habla pausadamente y me hace las preguntas de rigor. Mis respuestas —argentino, escritor, santamente casado de la boca para afuera con la chica que está con tus mujeres— lo dejan conforme. Pronto una mujer que cruza la frontera interna de la casa sólo para cumplir con su deber trae la comida en una bandeja tapada por un disco de mimbre policrómatico. En el suelo, descalzos y envueltos en túnicas blancas ellos, todos comemos con la mano de la bandeja común. Al margen de cualquier combinación, siempre está presente el ful, una especie de guiso de habas, el principal cultivo de la zona. Como es fiesta hay, además, arroz.
El barullo, los estallidos de risas y el cuchicheo que vienen del otro lado del muro, donde están las mujeres, me confirma para siempre que los hombres somos mucho más formales y menos confidentes. Y eso que ni podía imaginarme las explicaciones que estaba teniendo que dar Laura a todo el tribunal femenino. Acá, en cambio, el tema era otra vez la represa.
El hijo del pescador, un niño de 11 años que soñaba con ser ingeniero en petróleo, dice “Odiamos a nuestro presidente”, y me pregunto si no tendré en las narices la mecha de una próxima guerra civil, como se dejó olfatear en mi viaje por Siria. Parece que el destino quiere que me informe y escriba sobre este tema, porque esa noche, cuando llega la hora de dormir, nos asignan una casa de la aldea, e imagínense mi sorpresa cuando de esa casa veo salir al viejo Figri, el dueño del coffeeshop revolucionario.
Figri nos da la bienvenida y nos presenta a su madre de 90 años. Compartimos la cena mientras nos cuenta que los abuelos de sus abuelos fueron quienes construyeron esa casa. Nos muestra la añeja puerta de madera desde cuyo picaporte nos observa una golondrina.
— ¿Cómo podría abandonar esta casa si mis palmeras, que tienen más de 200 años, me han alimentado a mí y a mis abuelos?
El Figri que había conocido en Abri me contaba hechos y datos de la problemática. Este Figri levanta el telón sobre su ira a un nivel personalísimo. Dice que cuando ve una estatua de Ramses se emociona, porque en él ve a sus abuelos. Se mofa de que el gobierno central quiere borrar la rica historia pre-islámica de Nubia a favor de una narrativa estándar pro-árabe e islamista.
Es curioso, porque Figri por momentos habla de los musulmanes en tercera persona, como si él fuera otra cosa. He visto a Figri postrarse en dirección a Meca, pero estoy cada vez más convencido de que está posando, en un país donde está prohibido convertirse a otra religión que no sea la de Mahoma. Parece el único que no se avergüenza de contarme que los nubios eran cristianos, y que con la llegada del Islam muchos escaparon al actual Sudán del Sur, donde continúan hasta hoy profesando esa fé. Supongo que lo atormenta la conciencia horrible de que el Islam les fue impuesto por los mismos que hoy los quieren echar de sus tierras, y no poder decirlo.
Salimos de la aldea bendecidos con un amuleto nubio, una calabaza seca que cuelgo de La Maga, mi mochila y aprovisionados con una bolsa de dátiles de las palmeras centenarias.
— ¿Cómo te puedo agradecer Figri?
— Me pagás cuando escribas sobre esto.
Seguimos mochila al hombro por el camino que serpentea suavemente caseríos dormidos. La vida transcurre puertas adentro. Una mujer y una niña arrastran hojas de palmeras con las que harán escobas. Una familia entera que cosecha habas nos saluda desde el campo. Más adelante el sendero desaparece entre dunas, arbustos pinchudos y casas abandonadas por los nubios que emigraron. Con todo el amor que le tengo a las caminatas, dos horas después desistimos y nos arrimarnos a la ruta para acelerar haciendo dedo. Además de que el camino se desdibuja, las nimitas nos vuelven loco. Figri nos regaló unas redes para protegernos, con las que parecemos novias o apicultores, pero se cuelan por sus mínimos intersticios. Y el sol, que viene cuajando la tierra desde paleolítico, nos pone odiosos.
Al fin una camioneta se apiada, al vernos intentar hacer sombra con un chal. Nos lleva hasta un tinglado en medio de la nada donde al menos tenemos reparo. Al bajarnos, nos regalan una sandía. Nuestra posición había mejorado, ahora le hacemos lero lero al astro rey, bajo un techito y con una sandía. Otra camioneta nos deja en la aldea de Wawa, famosa por sus casas pintadas con tinturas naturales, con sus pisos y muros que exhiben las huellas en relieve de los trazos circulares con que la espátula desparramó el adobe, trabajo que en Nubia hacen las mujeres. En Wawa le pagamos a un pescador para que nos cruce a la isla donde se encuentra el templo de Soleb. Cuando los egipcios conquistaron Nubia, dejaron templos a intervalos regulares como hitos de su dominio sobre la zona. Visitar un templo egipcio en Sudán no se parece a nada. Las columnas y pedazos de columnas caídas, repletas de jeroglíficos están ahí tumbadas en medio a los campos de habas y palmeras. Llegás como si fueras el primero, sin otros turistas ni vendedores de souvenirs. Embobados por esa sensación de descubrimiento decidimos acampar allí mismo.
Volvemos a la ruta para hacer dedo. En el refugio de turno hay, como siempre, unas vasijas cónicas llamadas “fuket”, con agua para el caminante, peregrino o automovilista en apuros. Basta con levantar la tapa y sacar agua con el jarrito que también te dejan al lado. El agua es un derecho, y a nadie se le ocurriría venderla. También hay una alfombra para aquellos que sienta unas ganas impostergables de orar. Antes de que salgamos a la calzada a extender el pulgar se baja el conductor de una camioneta a buscar agua, y accede de buena gana a llevarnos hasta Jelad, donde visitamos la Tercera Catarata, donde se construiría una de las represas.
Creo que lo que más me emociona de vagabundear —y ojo que para mí el término implica más una voluntad lúdica que una limitación monetaria— es cómo el viaje te une de forma efímera pero significativa los poblados de paso. Ni el caminante ni el autoestopista eligen dónde harán noche. Así fue que, huyendo de un policía estúpido que quería abordarnos a los minibuses de los que obtenía comisión nos subimos a la minivan de Mozamil. Le cierro la puerta corrediza en los dedos a nuestro perseguidor y le explico al nuevo amigo que queremos conocer el “irki”, palabrita mágica usada en el momento justo para agradar al que nos salvó las papas. Mozamil está volviendo a su casa luego de trabajar todo el día llevando pasajeros con la chata y nos invita a quedarnos con él, en una aldea que no está en mi mapa y se llama Sadinfenti.
Para Mozamil, su casa es un templo a la tranquilidad. Odia Jartum, y dice que los nubios pueden ir a trabajar a la NASA, pero siempre necesitan regresar a sus palmeras, a sus casas que son como madres de adobe, amortiguadoras de cualquier prisa mundana. Arrima dos camas al patio abierto y mientras lo hace yo recuerdo cómo en Paraguay el primer movimiento de ajedrez de la hospitalidad local era arrimar sillas para una ronda de tereré. Nosotros no hablamos nubio, y sólo nos podemos hacer entender en árabe básico, pero Mozamil domina el inglés. Al igual que Figri, Mozamil está orgulloso del origen complejo de los nubios. Es gracias a él que me entero de que la celebración familiar a la que nos invitaron en la primera aldea era una tradición arrastrada desde la era cristiana:
— Cuando un bebé nace, a los siete días lo llevamos al Nilo, se le ofrenda comida al río y toda la familia come luego en la casa.
Con eso me deja mudo. Aquello era, por un lado, un claro bautismo cristiano que llegó a nuestros días como un caballo sin el jinete del trasfondo, pero íntegro en su ritual. Las ofrendas de comida serían incluso de un pasado aún más pagano y sedimentario. Parte del ritual, aclara, es hacer al niño una cruz en la frente con agua del Nilo, o sea, una señal de la cruz con todas las letras, con ese río que será su elemento.
Quizás lo más interesante sucede cuando nos convida miel de dátiles. Sin que le preguntemos hace alarde de que mucha gente continúa con la tradición pre-islámica de hacer vino de dátil. Nos cuenta que sus abuelos enterraban vasijas enteras de ellos para dejarlos fermentar, y al fin toma posición y se las juega:
— Los islámicos me dicen que es pecado, y yo les respondo que sólo quiero llevarme un poco de alegría para el más allá.
Hasta el momento no me había dado cuenta que el nombre del pueblo, Sadinfenti, significa “palmera feliz”. Ahora me cierra todo, el desacato, el orgullo, y el vino. Entiendo que muchos nubios se desdoblen y hablen de los musulmanes como de otros. Es hora de dormir. En la aldea, no hay electricidad. En medio de la noche del desierto, con el arrullo del Nilo a pocos metros, Mozamil se autocorona con las estrellas que vigilarán nuestro sueño:
— I see stars like king.
Está también rindiendo homenaje a lo simple, tal como nosotros ahora veneramos el recuerdo que nos quedó de ese pueblo en serena resistencia. Recuerdo a ese hombre que en nuestro primer día en Akasha cargaba en brazos a una criatura y miraba en silencio el horizonte. ¿Podrá Nubia reclutar fuerzas de esa paz? ¿Podrá convertir a sus golondrinas en halcones y sus palmeras en centinelas infranqueables? ¿Encontrará en su vino de dátil una pócima para destrabarse sin culpas del lazo de la obediencia islámica, de ese Dios ajeno cuyo nombre fue construido endeblemente en el viento del desierto? No tengo las respuestas. Me conformo, lector desconocido, con que al mirar el planisferio sepas que allí en el norte de Sudán flota una raza trovadora de sus penas, y que aunque no los conozcas te permitas compartir mi indignación por las fuerzas que los amenazan.
Hola Juan Pablo le leído tus libros anteriores y ahora comencé África I me resulta muy interesante ..destinos totalmente desconocidos y que no voy a recorrer…tu libro me permite llegar tan lejos……un verdadero placer..
Lo disfruto mucho!!! Gracias!!!
Muchas gracias Diana! Sudán es uno de los países que tiene capítulos más bellos en ese libro. Gracias por leerme en papel!
Buenas, de regreso x mi viaje a Ecuador, una amiga q me hice allá, m manda de regalo su libro, el cual leí con entusiasmo y me sentí bastante identificada x el estilo de vida, solo que mis viajes no los hago publico!
Pero aguante viajar estando parado vaa uno a saber donde, a la espera incierta de algún alma bondadosa…!!!
Salud chicos!!! X mas kilómetros de conocimientos y bendiciones a cielo abierto
Que bueno que hayas disfrutado de nuestros libros! A fin de año sale el de Africa. Gracias por comentar!
Buenísimo el blog,me encanta como escriben vos y lau. Tenes un ojo muy avezado, de tanto andar, que me dejan carburando; por elemplo el Tema de las identidades, como se reconocen y como uno los reconoce. Un abrazo!
Abrazo Facu. Si, desenredar y encontrar la punta del ovillo de cada identidad es como el trofeo más preciado para mí, en esa búsqueda andamos, gracias por hacer el aguante!!
Hola. He llegado a este BLog buscando información en la red sobre los nubios.
Me ha encantado leerte y conocer de la vida de ese pueblo tan interesante. Que tristeza me da saber que el gobierno egipcio esté aniquilando su cultura y raíces.
Gracias por compartir tus experiencias en el camino.
Gracias Angelik por tu mensaje. El artículo es sobre los nubios en Sudán. Te recomiendo leer Africa el tiempo de los ritos, mi libro sobre esa zona, donde cuento detalles muy poco conocidos sobre la resistencia nubia. Lo consigues aquí.
me encanta espero conocerlo pronto
Hay que animarse solamente, es un lugar seguro y la gente, encantadora!
Gracias Juan, fascinante ! abrazo !
Abrazos desde Adis Abeba!
ESPLÉNDIDO RELATO es mi definición para esta crónica, los sigo desde hace un año más o menos. Cada vez que postean un nuevo texto digo: Bueno, ojeo un par de párrafos y el resto en la noche que vuelva a casa. Por supuesto, me quedo clavado una hora con la crónica, entre que la leo, la proceso, la entiendo y busco algún lugar en el mapa o la historia de los Nubios. Leer sus relatos no hace más que inspirar y enriquecer. Saludos de un ecuatoriano en Perú. Buenos caminos!!
Uy… vamos a intentar escribir más cortito entonces! jaja Hablando en serio, un honor que le dediques su tiempo a la lectura en esta época de 140 caracteres. Abrazo grande desde Etiopía. La próxima crónica, sobre Port Sudán (en la costa) ya está ecrita y la semana que viene la subo!
Profesor Villarino!! Te estaba por escribir lo mismo. Más cortito en fascículos con el diario del domingo porque me pasó igual que Ricardo, se me ocurrió ver por dónde andaban con una lectura rápida y terminé buscando en mapas y wikipedia más información de una historia que nadie o muy pocos saben. Se me quemaron las milanesas de soja!!. La verdad impecable como siempre. Si querés te cuento lo que por acá todos saben, parece que la hija de Nazarena Velez se está por divorciar. Abrazo, saludos a Laura
jajja No sé quien es la tal Nazarena! ¿Tiene un blog? Sí, así es nuestro estimado Toba, siempre me prometo escribir más cortito pero está más allá de mi: entro en trances de verborragia. Un abrazo desde Somalilandia, acabamos de cruzar la frontera y, oh si, aquí internet vuela!
Tremendo lo que contas Juan, gracias por compartirlo, y es increible como la palabra escrita atraviesa fronteras y miles de kilometros, el mensaje de resistencia nubia ya esta en el viento volando llegando a miles de lectores que gracias a ustedes compartimos el dolor, la impotencia y la esperanza. Saludos y más buenos caminos para ustedes!??
Gracias Stefi por hacerte eco de este mensaje en una botella flotando en el mar de internet. El peso de toda injusticia se hace más liviano cuanto entre más se comparte.
Muy bueno!!
El terruño, la cultura heredada , la identidad colectiva, la historia compartida de un pueblo que se ve y no siempre se reconoce, la raigambre amenazada por el «progreso» (terrenal e ideológico) que, a fondo de boca, deja gusto a erradicación étnica, una canción de protesta como himno de libertad; y en medio de todo eso, brazos y puertas que se abren por igual, con una sonrisa llena de dientes…
Yo creo que si, que el horizonte de adobe y desierto debe tener preparado algo bueno (no digo que llegue fácil, es sólo que prefiero los finales felices).
Gracias por despertar en los caminos esas pequeñas utopías que, cada tanto, creemos extintas.
Mis saludos, los de siempre.
¿Otra vez usted por este bar? ¿Qué le sirvo? ¿Sin espuma como siempre? jajaj Como te va, gracias por el comentario y aguante los finales felices. Como siempre, las viajes entrelazan luchas que evocan utopías. Un abrazo desde Etiopía, Africa profunda!
Un dedito de espuma y el vaso a medio transpirar…jejeje
(Cuando lo atienden bien uno se termina haciendo habitué del lugar)