Uspallata: una parada de camiones fashion.

Cuando nos despertamos, Steven se puso contento al ver que había helado, se le dibujó la misma sonrisa que le he visto cuando señala en el mapa una ruta imposible o cuando tenemos que caminar cuarenta kilómetros. Luego salió de la carpa mientras yo me quitaba la lagaña y lo escuché decir: “los perros muerden entre ellos”. Estaba medio dormido pero detecté la omisión del “se”, “se muerden entre ellos” le corregí. “Gracias” se escuchó desde afuera. Secamos la carpa y salimos a la ruta, de alguna manera la ruta quedaba arriba nuestro y hubo que subir unas escaleras. Aparecimos en un puente.

Tras 25 minutos nos frenó Manolo en su Renault Clio. Como una vez recorrió el sur a dedo, antes de casarse, ahora le frena a todo el mundo. Va a Uspallata a visitar a su madre, que es directora de un colegio privado. La ruta corre paralela a las vías del viejo “Libertador”, el ferrocarril que cruzaba a Chile, cuyo servicio será restaurado según rumores optimistas. La cordillera ya ha aparecido en todo su esplendor, su manto níveo se luce cuando no es velado por cerros más cercanos y menos altos. La ruta cruza varios túneles y pronto llegamos a Uspallata. Cuando se entera que planeamos seguir hasta Los Penitentes, Manolo nos cuenta de un hotel abandonado donde es posible dormir, anotamos el dato, la exacta ubicación, agradecemos y partimos.

Mi primera impresión de Uspallata es la de una parada de camiones. La segunda y la enésima impresión, también. Hay una gran rotonda en el cruce de la Ruta 7 y la calle principal, donde hay varias estaciones de servicio atestadas de camiones que esperan para cruzar a Chile. Sus choferes ansiosos preguntan por el precio del gasoil y por el estado del Túnel del Cristo Redentor, que da paso a Chile y que, cuando llegamos nosotros, estaba cerrado por nieve. En medio a este festín de acoplados, aceite y quejas, los turistas que usan Uspallata como base para visitar los centros de esquí acomodan como pueden su rutina relajada.

En lo más íntimo disfruto que los turistas se vean obligados a compartir espacio con los camioneros, quizás porque francamente hablando respeto más a los últimos que a los primeros. Porque los primeros salen una vez al año y se creen los dueños del camino y se quejan de la lentitud de los camiones y piensan que las rutas fueron hechas para su escapada anual a las leñas, mientras que los camioneros, al igual que los mochileros, vivimos en el camino.

Así, en Tíbet, el café restaurante que ocupa una de las esquinas de la rotonda, es frecuente ver a esquiadores brasileños y familias porteñas cogotudas rozando sillas con camioneros de todo el MERCOSUR. El nombre del café hace alusión a que aquí se filmó Siete años en el Tíbet, el film de Hollywood. Algunos elementos utilizados en el film, como los cilindros-plegaria (tar-choks, en tibetano, prayer wheels en inglés) decoran ahora el café. A mí me atemoriza la idea de pedirle estética prestada al Tíbet, primero porque Mendoza es en sí. Segundo porque no encontré ningún café llamado Mendoza en Lhasa. Y tercero porque en Tíbet me morí de frío, hambre, y pasan tres o cuatro camiones por día que, normalmente, no frenaban… Claro que no me molestaría volver a pagar un peso el litro de cerveza…

Nuestra idea era seguir viaje hacia Los Penitentes al instante. Allí teníamos el contacto de Crispo, un instructor de esquí amigo de Julián, nuestro anfitrión mendocino. Nos demoramos sin embargo unos minutos en el café Tíbet, donde charlamos un rato con una chilena exiliada en EE.UU. que se llamaba Paula y su amiga suiza, Marie, quien resultó ser ingeniera hidráulica igual que Steven. La coincidencia de profesiones nos sorprendió a todos, y Steven acaso tuvo la esperanza de que ello llevaría a algo más, pero la suiza respondió a todas las acotaciones de Steven con monosílabos y vacías sonrisas Girard Perregaux. “Ya tenemos la cena –dije utilizando una palabra sin duda superlativa para referirme al triste medio kilo de fiambre y pan que llevaba en una bolsa-. Si cambian de planes y vienen con nosotros compramos las velas”.Pero estaba bien claro que nos comeríamos el fiambre solitos.

En la ruta estuvimos cinco horas haciendo dedo sin que frenara un solo vehículo. Nos cansamos de ver pasar autos lujosos repletos de familias miedosas y felices con esquís en el techo. Había camiones, pero todos iban no más hasta la aduana, donde debían esperar hasta que abriera el paso. Ya cansados decidimos armar la carpa en una arboleda detrás del gran Hotel Uspallata, al que me gustaba llamar Upsa-lata, ya que su presupuesto sólo daba para iluminar dos de las letras de neón que formaban el nombre. El Hotel Uspallata está ubicado a un kilómetro del pueblo, al otro lado del río, en medio a extensas arboledas, entre las que se pierden sendas utilizadas para cabalgatas. Entre unos matorrales dejamos las mochilas, armamos la carpa y nos fuimos al Bar Tíbet a tomar unas cervezas hasta que fuera la hora de dormir…

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