Ojos eternos. Kirmun, Afganistán.
Confrontado a la cíclica fatalidad de la vida en las acerrojadas montañas del Hazarajat, este criador de cabras contempla la única calle de su aldea. No hay resignación, pero tampoco evento en este refugio de la atemporalidad.
El heredero motorizado. Sinaí, Egipto.
Un grupo de beduinos observa la moderna carretera que hoy atraviesa el Sinaí, otrora escenario bíblico. La estampa milenaria del camello convive a diario con sus suplentes contemporáneos, como el jeep que acaba de darme un aventón.
Colores prohibidos. Varanassi, India. (Autora: Laura Lazzarino)
Aún en el corazón del hinduismo, la minoría musulmana conserva su sobriedad, en contraste con el entorno estridente de la cultura residente.
La abuela beduina. Desierto Sirio.
Como un sistema de identificación infalible el tatuaje facial de la abuela del clan da cuenta de su estado civil, hijos y nietos.
El hijo del camionero. Gilgit, Pakistán.
La ternura que no se abre camino hacia los titulares de la CNN.
Antes del archivo. Bamian, Afganistán.
Estas niñas afganas le solicitan al mochilero pelilargo que les tome una fotografía. En algunos años más, el recato y la etiqueta islámicas les prohibirán tal libertinaje…
La ruta central. Afganistán.
Mil kilómetros de caminos de tierra. La decisión más difícil de mi vida. ¿Llegaré vivo a Kabul?
En la calle. Gilgit, Pakistán.
En un mercado, la gente se coloca naturalmente frente a la cámara como previendo la fotografía que vendría.
Sin edad. Dowlat Yar, Afganistán.
El clima intempestivo deja su impronta en el rostro de esta niña de siete años, que acude a la “escuela al aire libre” de su aldea.
Babel en tu cabeza. Zakho, Kurdiatán Iraquí.
Con movimientos que combinan gentileza con velocidad, este grupo de kurdos juega a las damas sobre el pavimento. Ya no hay que temer los ataques de los helicópteros de Saddam…
Noche y pensamiento en Teherán. Irán.
En la capital de la República Islámica, la disidencia fluye como un río subterráneo. Prefiero retratar la tensión de sus noches y protegerlos de la persecución política.
Té en el Hazarajat. Afganistán.
Descendientes de las hordas invasoras de Genghis Khan, los hazaras viven en relativo aislamiento en un laberinto de valles y montañas. En sus casas de té descanso. No sé en qué siglo estoy. Afganistán te da eso.
Turbantes a caballo. Chaghcharán, Afganistán
Ajenos a las gambetas de Messi en el Camp Nou, los afganos siguien midiendo su valentía y destreza en los campeonatos de bushkashi. La única misión: lograr la posesión, no de una pelota, sino de una cabra degollada.
Una sonrisa para tu agresor. Chaghcharán, Afganistán.
En los cementerios militares, los niños conciertan su fantástica alquimia, y las máquinas de muerte se redimen convertidas en juguetes.
La tormenta de las seis de la tarde. Chaghcharán, Afganistán
Con sorprendente puntualidad, el desierto castiga los asentamientos humanos instalados en su territorio. En Afganistán la épica es algo de todos los días.
El camello de Alí, Algún oasis en Egipto…
¿Quién le contagió la simpatía a quién?
Los rostros de la voluntad. Afganistán.
Con todo en contra, los maestros rurales se esfuerzan en impartir la educación en un país donde la noción de futuro es tan volátil como la arenisca del desierto.
Contrabandistas de esperanza. Islam Qaleh, Afganistán.
En mi primera noche en el país, atormentado por el temor a un secuestro, pernocto en la vivienda de esta familia, con mi navaja bajo la almohada. Cuando me despiertan con el desayuno preparado, aprendo una gran lección sobre la confianza.
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