En la misma estación de servicio donde nos despedimos de José buscamos algún vehículo que siga con rumbo sur y se suba a la balsa que cruza el Estrecho de Magallanes rumbo a Tierra del Fuego. En media hora, encontramos junto a los surtidores un novísimo camión Mercedes Axor de una conocida empresa de transportes. ¡Seis en el dado! Alejandro, su chofer, nos lleva rumbo a Río Grande. La peripecia se inicia empero con un gran contratiempo, en la frontera argentina, a Alejandro le exigen un comprobante de examen psicofísico que sólo puede bajar de Internet. En el complejo aduanero (llamado con mucho optimismo puesto de integración, aunque se sabe que aún hay campos minados no muy lejos del camino) no hay acceso a la red. Conforme la costumbre argenta, las instituciones del país le ponen trabas al laburante interno. El Cyber más cercano está a 60 km, en Río Gallegos, de donde venimos. Alejandro desengancha el semi y pega la vuelta, prometiendo regresar en hora y media. Nosotros nos miramos las caras, no nos queda otra. Esperamos sentados sobre una máquina de rayos X que la aduana utiliza para monitorear cargas sospechosas. Ningún camionero nos quiere llevar, a pesar de que estamos bien vestidos y las mochilas están a la vista. Hay dos factores. Primero, muchos camioneros tienen miedo a lo que uno pueda transportar en la mochila. Segundo, a los camioneros en general no les gusta ser observados por otros camioneros mientras acceden a llevar mochileros.
Cuando ya estábamos contra las cuerdas vemos el camión de Alejandro, veloz sin la carga, carretear hacia el puesto fronterizo. Lo vemos entrar envalentonado, con los codos abriendo acaso alguna puerta de saloon imaginario. Le entrega el papel faltante al gendarme y salimos volando. Hacemos los trámites de migraciones de la República de Chile, y a los pocos minutos estamos en Punta Delgada, listos para abordar la “balsa”, como se conoce lo que es en realidad un ferry capaz de llevar media docena de camiones. Hay una cola de vehículos esperando que la embarcación llegue y tienda su rampa. Un perro gordo, cuya barriga se balancea con cada paso, va de auto en auto, y se detiene a ladrar frente a cada ventanilla lo suficiente para que le tiren alguna galleta. Cuando su extorsión acústica surte efecto, camina hasta el próximo auto, casi lamentándose de que no sean los autos los que se detengan frente a donde él ladra. Me acerco hasta la orilla del Estrecho de Magallanes y toco el agua helada y revuelta. Recuerdo que éste fue el único paso conector entre los dos océanos hasta la construcción del Canal de Panamá en 1914. Para entender la relevancia, basta recordar que las cargas valiosas despachadas entre Nueva York y California antes del tendido del ferrocarril que uníría ambas costas debían embarcarse hasta aquí y volver por el Pacífico hasta destino para evitar cowboys y malones.
Ya de noche llegamos a San Sebastián, el puesto fronterizo chileno que da paso para volver a entrar en la República Argentina. Como esperábamos el puesto estaba cerrado, por lo que Alejandro estaciona su camión frente a la “Tercera Comisaría El Porvenir” de los Carabineros Chilenos. El camión tiene una sola cama, y aunque pensamos acampar, Alejandro se baja con el mapa de nuestra expedición (con el que siempre hacemos dedo), golpea la puerta de la comisaría, y le explica toda nuestra historia al comisario, hasta convencerlo. De esta manera, terminamos durmiendo en una enorme pero vacía casa de madera que los carabineros utilizan como depósito. Con cálidos pisos, la casa es confortable pero algo tenebrosa, y Laura agradece que haya luz eléctrica. Sobre un enorme escritorio se encuentran antiguos registros, manuales de instrucciones para telegrafistas, cocinas portátiles y teléfonos antiguos. En otro cuarto hay un abundante acopio de monturas y bolsas de mijo. El sitio está a medio camino entre granero y museo. Apoyado sobre la pared y dentro de un cuadro, un viejo marino inglés se fuma una pipa, y nosotros arrojamos al suelo los almohadones del sofá que serán nuestro colchón.
Laura intenta dormirse aunque se masoquea asociando todas los extraños objetos a su posible protagonismo en manos de un sádico de película de terror. Yo concilio el sueño con la felicidad de estar durmiendo en cualquier lado. En las últimas dos semanas nos la pasamos en cómodas casas de amigos o lectores que nos esperaban con los brazos abiertos y las habitaciones de huéspedes listas. Considerando la paliza que le dan al Señor Celsius por estas ventiladas latitudes, hemos adrede evitado acampar con bastante éxito. Hoy en la estación de carabineros chilena de San Sebastián, sin embargo, redescubrimos el gusto de estar a merced de la sabia ruleta de la intemperie.
Por la mañana, Alejandro nos despertará golpeando la ventana, y subiremos al camión donde ya silba la pava para el mate… En las rutas hay cosas que no cambian: el último Mercedes y la pava primordial. Entonces recordamos que era el día del censo nacional, que contabiliza a los habitantes que pasaron la noche del 27 de octubre en el país. Como módica rebeldía involuntaria, estos viajeros han gambeteado el recuento, y estarán omitidos de las estadísticas por los próximos diez años. Esto lleva a otro dilema: a los que viajamos y pasamos un mes en cada país ¿en que columna nos suman?