Nuestro camino de Cairo hasta el remoto oasis de Siwa, haciendo escala en el mítico puerto de Alejandría, fue un reencuentro con los ritos, penurias y regalos que implica hacer autostop en Egipto. Diez años atrás seguí esta misma ruta, por lo que cada punto del itinerario, además de generar o no nuevas anécdotas, despertaba recuerdos del cofre del archivo. Cuando en el hostel le comentábamos a otros viajero que nos movíamos a dedo, nadie se reprimía la sorpresa ni el cuestionamiento: ¿pero se puede hacer dedo en Egipto, ese país donde todos parecen querer venderte lo que tienen a mano, sea un paseo en camello o el haberte acompañado diez metros para mostrarte el camino a un templo?
La respuesta no es sencilla, y es verdad que viajar a dedo en Egipto implica sumar una complicación extra a la ya desventaja de la barrera idiomática. Sobre todo si se trata de salir de Cairo. Pero como sabrás, no hago dedo porque sea algo práctico (aunque en muchos países, es mucho más rápido, seguro y cómodo que abordar los hacinados buses locales) sino por las experiencias que permite. Tampoco lo hago para ahorrar dinero, prueba de ello es que a veces me tomo un taxi hasta la ruta que vale más que el pasaje completo hasta mi ciudad de destino. En este post no quiero hacer foco ni en Alejandría ni en Siwa, sino transmitir la minucia de la vida rutera para el mochilero que se le anima a Egipto. Estos son, caballeros, los regalos y sopapos que el Sahara nos legó.
Salir a dedo de una ciudad de 20 millones de habitantes requiere echarse encima hechizos de paciencia. Sabés que lo que se viene es una batalla. Nos bajamos del subterráneo en la última estación, cerca del inicio de la llamada “Agricultural Road” (para diferenciarla de una que cruza por el desierto) que une la capital con Alejandría. Desde allí, los locales nos contaron que había una terminal de minibuses, desde donde podríamos tomar algo hasta el próximo pueblo, ya fuera de la ciudad y desde ahí hacer dedo. Sonaba muy lindo el plan, hasta que descubrimos que ni la terminal era una terminal ni los minibuses, tal cosa. Lo que había eran patotas que corrían detrás de minivans Toyota diminutas, a las que la gente subían en movimiento y llenaban antes de que el vehículo se detuviese. En esta marea humana, intentamos tres veces conseguir un asiento, sin suerte. Incluso una vez tomé envión con la mochila puesta y me llevé puesto a un par, pero al llegar el chofer me dijo que los asientos delanteros (un lujo) los tenía reservados. No estaba sorprendido. En el país que levantó las pirámides, un semáforo o el simple hecho de hacer fila se habían vuelto cosas de otro planeta.
Decidimos que hacer dedo en medio del tránsito iba a ser menos traumático que conseguir asiento en esas minivanes infernales, y caminamos hasta la ruta. En el camino nos dimos cuenta que habíamos salteado completamente el desayuno e hicimos una parada en un puesto de jugos y licuados, de los que abundan por todo Egipto, señalizados por los sacos de naranjas colgados de su frente. Egipto es el paraíso de la alimentación económica. Por medio dólar, compramos un cóctel de frutas rebosante de cremas y frutillas. Cuenta como regalo. En mi primer viaje por Egipto, tomé tanto jugo de naranja que todavía recordaba cómo decirlo en árabe, “asir portokal”.
De ahí a la ruta, que nos vio regresar como hijos pródigos y nos perdonó. Ya después iba a sacar de nosotros lágrimas y sangre, literalmente, pero me estoy adelantando. En menos de dos minutos, un auto de líneas modernas, de una marca china que desconocía, se detuvo. Su conductor, Salah, era un ingeniero en sistemas y hablaba perfecto inglés. Nos lleva unos cuarenta kilómetros hasta Benha, su pueblo, nos compra dos latitas de jugo en el camino. Aunque el trayecto es corto, dura una hora, ya que en promedio viajamos a 10 km/h: somos parte de un gran embotellamiento de autos, minibuses que tocan bocina y carros tirados por burros que se desplaza a una velocidad viscosa. Al costado, no hay campos sembrados como imaginábamos, sino suburbios eternos de monoblocks que crecen donde antes había tierra cultivable. Allí en el Delta del Nilo, que por milenios representó la mayor parte de la escasa tierra fértil en un país desértico, Egipto se está asegurando el hambre futura de las próximas generaciones al canjear surcos por ladrillos. Parece no importar que el 90% de la gente habite el 10% del territorio, apretujados junto al Nilo: ellos siguen teniendo cuatro, seis, diez hijos por familia por la gloria de Allah.
Antes de despedirse, Salah sacó de debajo de su asiento una cajita mágica y extrajo un papelito. Lo abrió cuidadosamente y leyó:
“Regalo para los Acróbatas, tengo un departamento junto al mar en Alejandría que no uso. Si quieren les doy la llave”.
Bueno, en realidad no abrió ninguna cajita ni sacó un papelito, pero ese carácter de sorpresa desprendida del cosmos tienen los regalos del camino. Hacer dedo puede parecer un sacrificio pero es una inversión. Hoy, al menos, la ruta paga. Nos bajamos del auto con una llave. Como ya teníamos además una familia de Couchsurfing que nos esperaba, nos sentíamos ricos.
Pero todavía estábamos como a 130 km de Alejandría, la mítica ciudad fundada por Alejandro Magno durante su conquista de Egipto, en 332 AC. Para el macedonio, Egipto fue un breve detour de una campaña militar de diez años, en que alcanzó el río Indus —sin cruzarlo— y consolidó un imperio que, incluso después de fragmentarse, generó reinos misteriosos que siguieron perpetuando sus raíces helénicas. En Afganistán, los kushenitas agregaron formas griegas a su budismo, y esculpieron los colosales Budas de Bamian (dinamitados por los talibanes en 2001). En Egipto, Alejandro Magno dejó a cargo a Ptolomeo, uno de sus generales, y éste fundó la dinastía Ptolemaica, el último linaje faraónico de Egipto.
Sí, no puedo escribir una hoja sin irme por las ramas de la historia. Perdón, sigamos con la ruta. El siguiente vehículo fue un pequeño camión Hyundai. El tipo no sólo no hablaba inglés, también se mostró poco entusiasta de entablar una conversación básica en árabe. Pero al menos nos sacó del cinturón periurbano de Cairo, con sus basurales con gatos muertos como montículos de alguna nueva religión devota del reciclaje. Nos dejó en un cruce de rutas donde muchos egipcios más hacían dedo, aunque con la expectativa de subirse a un taxi compartido. Pronto detuvimos a otro camión, más grande, conducido por un camionero más parlanchín y su ayudante, a quien no le entendíamos una sola palabra, pero se bajó a comprarnos tés y galletitas de coco. Era todo algarabía en esa cabina, e incluso le tiraba besitos a Laura cuando yo miraba para otro lado.
Ese camión nos dejó en las afueras de Damanhur. Ya atardecía y nos tomamos una minivan a Alejandría. Llegamos de noche, un hombre local nos llevó de la mano hasta el bus urbano correcto que nos llevaba al punto de encuentro con Pancién, nuestra anfitriona de Couchsurfing. Preocupado, el hombre nos dio su teléfono para que le avisáramos cuando llegásemos, un gesto que se repetiría a lo largo del viaje.
Alejandría nos recibió como si fuéramos de la familia. Pancién, una chica de 22 años que debió convencer a sus padres de que un hombre entrara en su casa (venía alojando sólo chicas), orquestó una hospitalidad exquisita al mejor estilo egipcio. Su casa estaba en las afueras, y aún la estaban terminando de construir, con la ayuda económica de una hermana que vivía en Arabia Saudita. Los pisos eran enormes y apenas provistos de mobiliario, con áreas centrales vacías interrumpidas por columnas sin revestir. En la cocina, compartimos numerosos almuerzos y cenas con esta familia maravillosa. Para dar una idea, los desayunos podían consistir de queso blanco, pan árabe que calentaban directamente sobre la hornalla antes de servir, omelettes del tamaño de un sol del que todos “picábamos” usando trozos de pan como cubiertos, aceitunas, y felafel preparado con especias y hierbas molidas. Para nosotros, que veníamos de diez días en Cairo contentándonos con comida para llevar, y bebiendo té de karkadé en nuestra habitación de hostel de pintura descuajada, todo esto tenía un reconfortante aroma a hogar.
Supongo que uno viene a Alejandría a ver cosas que ya no están allí. Aunque la ciudad tiene una costa elegante sobre el Mediterráneo y retiene cierto glamur de la belle epoche, la adrenalina de visitarla proviene de las dos maravillas de la Antigüedad que supo alojar: el gran Pharos de Alejandría (del que proviene la palabra faro) y la Biblioteca de Alejandría, al mayor cuna del saber del mundo antiguo. El primero guió a los navegantes por diecisiete siglos, pero no resistió el terremoto de 1303. Sobre sus cimientos, y usando parte de sus restos, los mamelucos construyeron un castillo, que hoy es el adorno perfecto del paseo de los viernes de los alejandrinos. Pancién y su familia nos llevan a visitar el castillo, que se llama Qaitbey, y nos compran algodones de azúcar, y bebemos té, y los niños de otros pasean en caballos alquilados sacudiendo sus nucas con cada cambio del paso equino. Pero cuando les pregunto por qué se destruyó el faro me dicen “¿El qué? Ah, sí, ese faro. Ni idea, le preguntaremos a mi papá que quizás sabe algo”. Era la respuesta que obteníamos cada vez que preguntábamos algo sobre la historia.
Para los egipcios modernos, el hecho de que el Egipto antiguo cautive a los extranjeros es todo un misterio. No entienden qué venimos a ver. En lo profundo de su corazón, la historia comienza con el Islam, y los jeroglíficos son dibujitos infantiles que unos bárbaros hacían en los muros de sus templos paganos. De las dos formas de destrucción, entre los terremotos y antorchas y el olvido, la última puede ser la más irreversible. Del faro quedan reproducciones de la época en la Basílica de San Marco, en Venecia, y su perfil en algunas monedas antiguas. Me gusta pensar que es tan poderoso que, aún sin estar, es capaz de guiar y convocar a los nómadas que “navegamos” en su antigua zona de influencia. Además, todos los faros modernos llevan, en su nombre, un secreto homenaje al primer Pharo.
La otra joya ausente de la ciudad es la Biblioteca de Alejandría, también fundada por los ptolomeos. Llegó a acumular todo el conocimiento humano de su época, almacenado en 700.000 pergaminos. También se generaba nuevo conocimiento. Aquí Euclides calculó por primera vez la circunferencia de la tierra y Eratosthenes fundó nada menos que la geometría en esa confusa época en que Egipto era una continuación de la lucidez de la Antigua Grecia y los imperios fomentaban el saber. La biblioteca se fue perdiendo en partes, primero fue víctima de un incendio cuando los romanos atacaron al Egipto de Cleopatra. A lo que quedó le metió antorcha el cristianismo. Sin embargo, aquí la historia si intenta subsanarse. En 2002, y con fondos de la UNESCO, se construyó una nueva Bibliotheka Alexandrina en estilo futurista. Contiene dos millones de libros y está abierta al público. Uno de los regalos del desierto fue, una tarde entera, hacer de ella nuestra oficina y trabajar, desde allí, con nuestros blogs.
Tras cuatro días con la familia de Pancién, nos mudamos por dos días más al departamento prestado por Salah en Agami, sobre la costa. Aprovechamos para caminar por la playa y reencontrarnos con nuestras rutinas de tardes de trabajo ininterrumpido en nuestros blog y textos que algún día serán nuevo libro. Allí, tomamos una minivan (0.35 USD) hasta el poblado de Abu Sir, a 45 km, donde teníamos un dato que no aparecía en ninguna guía de viaje: allí, solitario, centinela, había una réplica del Faro de Alejandría hecho en la misma época que el original para adornar la tumba de un noble. Tenía 20 metros de alto y estaba hecho con el mismo tipo de roca, e idéntico esquema de base cuadrangular, torre octagonal y segmento superior circular. A doscientos metros, están las impresionantes ruinas de Taposiris Magna, otra ciudadela griega. Me pareció extrañísimo que no fuera una atracción turística más famosa, siendo un retoño contemporáneo del celebrado Pharos. En su base, almorzamos sándwiches de mortadela, un singular tributo mochilero a los griegos, acto de dandismo pobre-bonzo y otro regalo del desierto.
De regreso en la ruta, una minivan de las que llevan pasajeros hizo lo que hacen todas: bajan la velocidad y te pasan tocando bocina para ofrecerte el viaje. Como es imposible explicar que hacemos dedo, terminamos, como siempre, diciendo que no tenemos dinero. Entonces el tipo nos hizo una seña que subiéramos lo mismo. Cargamos las mochilas y fuimos con él hasta Hamam, donde frenó para buscar más pasajeros. Mientras, me contó al estilo dígalo con mímica, que en el desierto había gente que viajaba 40 días alimentándose de la leche de sus camellos. (Y de pronto, la mortadela de nuestro picnic-magno me pareció caviar). El tipo me lo explicó con señas, diciendo la palabra camello en árabe “gamal” que la entendí, y después ordeñando en el aire unas ubres imaginarias. La gente, cuando quiere, se entiende.
Pasamos por El Alamein, donde en 1942 hubo una feroz batalla de tanques entre los Afrika Korps del general nazi Rommel “El zorro del Desierto” y las fuerzas aliadas de Montgomery. Todavía hay un cementerio militar dedicado a los caídos, en el que me tocó acampar en mi paso por aquella misma ruta en 2005, con debido permiso de Magdy, el beduino que cuidaba el sitio. Viajar dos veces por la misma ruta es la mejor prueba de la aleatoriedad del camino. Esta vez me tocaba ver por la ventanilla lugares donde antes había hecho amigos. Viceversa, en 2005 ni me percaté del impresionante faro griego.
Esta vez, en vez de hacer noche en el camino, la ruta quiso que conociéramos a Tarek, quien iba a Siwa en su camión Mercedes, adentrándose 300 km en el Sahara. Laura temía que Tarek fuera uno de esos camioneros pesados que le guiñan un ojo por el espejito, pero el hombre era todo un caballero. Cada diez minutos le preguntaba si no necesitaba más calefacción, le ofrecía estirar las piernas y dormir en la cama detrás de los asientos donde se había acomodado, le volvía a preguntar si no quería té, agua o cigarrillos. Podíamos conversar porque Tarek aún recordaba algo de inglés del bachillerato. “First woman in my truck, before only my wife” —nos aclaró, y pronto nos mostró fotos de su mujer e hijas en el celular, junto con las de unos dibujos de Mickey y Pluto. Le pregunté si los habían hecho sus hijas, pero admitió sonrojado: “No! I do them! I love cartoons.”
En una estación de servicio en la circunvalación de Marsa Matrouh frenamos a cenar. Tarek bajó del camión, sacó una garrafa, y cocinó omelettes. Como si estuviéramos en una casa, y al estilo de un buen anfitrión egipcio, dispuso de platillos con aceitunas, tomates y queso blanco. La hospitalidad, para un egipcio, no depende de una casa, es un abracadabra que se improvisa. Antes de comer Tarek oró en la mezquita. Era completamente de noche. Llegamos a Siwa, 300 km después, a eso de la medianoche.
Siwa, más que un pueblo, es un milagro. En medio del Sahara, de pronto aparece este oasis de 300.000 palmeras y 70.000 olivos. Hasta que se construyó la ruta de asfalto en 1982, hasta aquí sólo se llegaba en caravanas de camello, y el asentamiento, poblado desde tiempos milenarios por beduinos que hablan, aún hoy, un dialecto bereber llamado siwi, siempre fue otra cosa dentro de Egipto, demorando seis siglos su conversión al Islam. Lo que amo de Siwa es la forma elemental con que está unida al desierto, con su ciudadela de adobe del siglo XII desgranándose un poquito más con cada lluvia, con sus casas sostenidas con troncos de palmeras como vigas. El desierto también dicta la moda: todos los hombres se protegen del polvo del desierto con túnicas —galabiyyas— y turbantes. También admiro que un lugar tan escondido haya sido famoso ya en la Antigüedad: los griegos tenían perfectamente ubicado el sitio, famoso por el Oráculo de Amún, dios que los griegos equiparaban con Zeus. Lo primero que hizo Alejandro Magno cuando invadió Egipto fue desviarse hasta Siwa para consultar el oráculo para confirmar que era hijo de los dioses, legitimando así su conquista y su derecho a gobernar Egipto. Las ruinas del oráculo siguen existiendo a pocos kilómetros del pueblo.
Caminamos por el entramado del pueblo antiguo. Muchas casas están en ruinas, deshabitadas, pero otras esconden familias. Una niña de doce años llamada Muma nos invita a pasar a su casa. En un cuarto donde sólo hay alfombras nos sentamos ampliando la ronda que ya existe, donde su madre cose y sus hermanas, ataviadas con vestidos policrómaticos, nos observan recostadas sobre almohadones, llevándose la mano a su boca entreabierta y atónita. Nos invitan el té, que sirven vierten en pequeños pocillos desde lo alto con una tetera azul. Pronto llega una bandeja con arroz, aceitunas y rábanos. Luego nos invitan a conocer su granja. En un carro tirado por burro y conducido por un niño de diez años, todas las hermanas y nosotros nos adentramos en el corazón de Siwa, por una red de polvorientas carreteras que atraviesan jardines de palmeras. Nos frenamos a probar dátiles en el camino y, una vez allí, los niños nos muestran sus cultivos de chauchas, lechuga y radicceta. Me vuelve la esperanza cuando alguien muestra con orgullo los frutos de la tierra. Ese día, sí señor, fue otro regalo del desierto.
También fue un regalo nuestra primera duna. Mientras que en Siwa nos quedábamos en el Palm Trees Hotel, de cinco dólares la noche para dos personas, noble pocilga si las hay, otra noche acampamos a orillas mismas del Great Sand Seas, no muy lejos de una duna, donde viendo escurrirse la arena por entre nuestros dedos entendimos lo intrascendente del asunto de ser humano. Saludé en esos granos de arena a Cambyses II, general persa enviado a destruir el oráculo de Amún, cuyo ejército entero desapareció entre estas dunas.
El camino de regreso no estuvo privado de historias. Habíamos logrado embarcarnos en un camión que regresaba a Matrouh, sobre la costa, pero los milicos de uno de los tres checkpoints nos obligaron a bajarnos. El oficial argumentó que no era seguro que viajáramos en ese camión y que, además, demoraríamos como cinco horas. No nos dio chance a retruque. Prometió que pronto nos abordaría a un transporte más rápido y nos ordenó sentarnos junto a su puesto. Al lado había tachos de aceite pintados con los colores de Egipto, y yo trataba de imaginarme a un Chavo del Ocho musulmán que nunca podría comer tortas de jamón salir del mismo para postrarse ante Meca. Al lado había un soldado con una ametralladora que no sacaba el dedo del gatillo, amotinado detrás de un escudo blindado. Los milicos chismosean, ríen y fuman cigarrillos en medio de la carretera. Los únicos otros vehículos en la carretera son más camiones militares. No pasando ni el loro, los milicos nos piden disculpas por la demora, se sacan una selfie con nosotros, y nos vuelven a embarcar ¡a un camión idéntico del que nos bajaron!
Llegamos a Marsa Matrouh de noche. Los hoteles son baratos, pero sé que no dormiré tranquilo si antes no intento buscar una forma alternativa. Son las 8 pm y nosotros paseamos nuestra sonrisa por los bazares en busca de la alquimia exacta y antiquísima que cambia sonrisas por techos. Desde un local que vende zapatos y turbantes nos llaman dos jóvenes. Al poner un pie dentro, el dueño, Taha, me cede su té recién servido, me pone un pucho literalmente en la boca y nos invita a sentarnos. Le cuento que tenemos una carpa y le pregunto donde podríamos armarla. El saca un celular último modelo, abre la aplicación del Traductor de Google y escribe en árabe. Miro ansioso la celda donde aparecerá el resultado en español:
“No hay problema el departamento mi hermana completamente encerada. Pueden quedarse”
Imaginamos que es un defecto de la traducción, que no nos vamos a encontrar a la hermana del beduino depilándose en medio del living. Agradecemos. Nos suben a una camioneta, el departamento queda lejos y, como esquivamos varios controles policiales, se alarga todavía más, hasta que para nuestra sorpresa llegamos a las puertas de un barrio privado. Taha compra más pizzas de las que podemos comer, e invita unos amigos. Uno de ellos es Abdala, que usa una larga túnica blanca y el turbante a lo libio y se sienta de piernas cruzadas en pose sibarita a mostrarnos fotos de sus caballos en un Iphone 6. Una pizza y media después ya estamos en confianza y me confiesa que se dedica a traficar hachís a Libia por huellas del desierto que sólo los beduinos conocen. Lo hace de madrugada, esquivando helicópteros del ejército egipcio y una condena de 25 años de prisión. Ser mochilero te pone frente a personajes impensados. Taha, AbdeRahman y Abdala todavía nos llaman por teléfono para saber si estamos bien, aunque ni ellos hablan inglés y nosotros apenas árabe.
De Marsa Matrouh a Cairo sucede el cachetazo. Un pibe en una camioneta nos lleva sin escalas. Son más de 500 kilómetros. Ya le aclaramos que no tenemos dinero. Debí haber sospechado que no había amistad sino interés en su mirada algo roedora, esmirriada. Llegamos, de noche, agradeciendo estar vivos tras el vértigo fantasmagórico de la autopista Cairo-Alex, con sus camiones sobrepasándose entre mototaxis en contramano. Cuando estacionamos en las afueras, junto a una parada de minibuses, el tipo dice la palabra nefasta: “Money”. Como muchos egipcios, cambia el trato sobre la marcha y espera con ingenuidad que uno se va a sentir intimidado.
Lau se baja primero, yo la sigo, pero el timador me agarra de la campera. Intento zafarme dando un par de pasos largos. Voy a ser sincero. Creo que el pobre activó la violencia acumulada que me reprimí frente a las noventa y nueve pasadas. No hay que subestimar la capacidad de respuesta de un hombre que carga una mochila grande. El peso se traduce en fuerza de empuje, sos un tractor. Hay de pronto un miedo inesperado en sus ojos cuando lo acorralo contra la pared más cercana y le grito a un volumen en que nunca me había escuchado: “Get away!”. El hombre reacciona apretando sus uñas contra mis manos que lo sostienen, me las clava. Sigo haciéndolo retroceder hasta su camioneta a punta de audio, ya sin tocarlo. Con la calentura del momento ni noto la pequeña herida.
Lau ya está gritando “Police! Police!”. Pero los que llegan son otros locales que primero le creen al oportunista. Corremos perseguidos, ahora, por una patota. Nos subimos a un minibús que está en marca, pero aún no sale: nos alcanzan. La patota reclama justicia: ¡entreguen a los dos extranjeros que no le pagaron al taxista! Aparece un hombre mayor que gracias a Allah habla inglés y hace de mediador. Traduce lo que le decimos: que no es ningún taxista, que se hizo el piola. Que le dijimos que no teníamos dinero y él accedió a llevarnos igual. La patota ahora nos cree a nosotros y pide disculpas. El minibús parte hacia el centro de Cairo. No todo es color de rosa en un viaje por Egipto. Las emociones son tan variadas como las especias de sus bazares. Está en uno saber decantar, perdonar, y enfocarse en los regalos — más que en los sopapos— del camino.
JUAN, UN RELATO ESTUPENDO! GRACIAS INFINITAS!!!!!
De nada!!! Gracias por comentar!
Hiciste que el corazón se me arrugara, luego se enterneció, bajo mi ritmo cardíaco, se acelero, y después casi se para del susto! No imagino siquiera lo que sera sentirlo en carne propia.
Amo tus relatos, por momentos, me hacen pensar que soy una debilucha mental, que le paraliza la idea de levantar el dedo por primera vez en un país menos áspero (Noruega).
Gracias por ser una fuente enorme e incansable de inspiración. Gracias por despertarme del letargo donde me encontraba. Gracias por ser, estar y escribir. Y finalmente, gracias por ser parte de mi sueño.
Waw, que lindo comentario. Te agradezco cada palabra. SObre el tema del coraje, recuerda que cada viajero tiene un tiempo de maduración distinto. No me refiero a la maduración como personas, que es harina de otro costal, sino al perfeccionamiento del estilo personal de viaje. Autostop en Noruega? Ya lo intentaste? Tuve buenas experiencias en ese país. Si vas al menu del blog donde dice «Vagabundeos» ahí está la lista de países, busca Noruega y lee las crónicas y seguro te animas! UN abrazo! Gracias por comentar!
Ya me leí casi toda la pagina completa… soy mexicana, jamás he viajado en un plan fuera del turismo convencional, mis paseos no han pasado de México y Estados Unidos; mi cultura no es muy fanática de los viajes y mucho menos de dejar todo lo que dicta la sociedad para cometer la locura de irte a viajar por el mundo.
Y pues nada, después de un año de haberlos encontrado (A ti y a Laura y a unos cuantos viajeros mas), tome la decisión de dejar atrás la vida cómoda que conozco y el trabajo rutinario, pero sobre todo, dejare atrás mis miedos!!
Así que como podrás leer, soy completamente virgen.
Mi novio y yo, hemos formado un proyecto de viaje de dar la vuelta al mundo a dedo, inspirados en ustedes. Así que este próximo Octubre tomaremos un avión sin fecha de regreso, y será Noruega quien nos de la bienvenida a este nuevo estilo de vida.
Una vez mas, gracias infinitas. Abrazo fuerte desde México!
Un orgullo haber sembrado la curiosidad por el viaje como experiencia social en ustedes. OJalá disfruten de cada día, cada amanecer, de la celebración de la humanidad que es la hospitalidad ofrecida por extraños…. Abrazo grande!
Excelente relato Juan! Gracias por acercarnos este Pedazo de mundo y sus experiencias tan variadas y movilizantes! Un placer leerlos!
Juan,
que grandes. Sus historias me hacen viajar y me emocionan desde este escritorio y esta ventana desde la que hace un par de meses veo cada día los mismos tejados.
Había leído el post de Laura sobre Siwa, pero leer la historia de cómo llegasteis hasta allí sin duda no tiene desperdicio. Verte hacer dedo en esa autopista donde parece que uno tiene más posibilidades de que le atropellen que de que alguien pare. Salir de las ciudades, si son grandes, siempre son una odisea. Para mí a veces lo ha sido y cuando por fin lo he conseguido, me pregunto realmente cómo lo he hecho porque a veces las combinaciones de bondis o transportes parecen tan inciertas que uno no sabe ya si le van a llevar en la dirección correcta o al revés.
Desde luego que haciendo dedo hay regalos y sopapos, pero mientras solo sean sopapos y haya regalos, todo está bien. Desde luego que unas llaves para un apartamento cerca del mar no sientan nada mal y la sensación de sentirse en un hogar ante un plato de comida casera vale el sopapo y más.
Situaciones desagradables las hay, por suerte tu altura ayuda a intimidar. Pero siempre hay una salida ante esas situaciones, o al menos eso quiero pensar.
Sois toda una inspiración. Gracias por compartir las historias y por animar a los demás a confiar en el mundo y en sí mismos. Hoy miro atrás y pienso que historias como esta que hoy cuentan me llevaron a atreverme a salir a la ruta y hoy, estoy totalmente agradecida por eso.
Un abrazo y a seguir disfrutando,
Andrea
Gracias por comentar Andrea! Seguramente, hay que exponerse al camino en toda la posible amplitud de la expresión, y bancarse los sopapos para luego disfrutar los regalos jeje A ver cuando nos cruzan los caminos!
Me encantó Juan. Lei vagabundeando en el eje del mal, y te puedo decir con mi opinion de estudiante de letras que progresaste en la escritura. Me hiciste reir y por ahora, deje la mitad del articulo para seguir disfrutandolo despues. Hace poco viaje a dedo por Misiones (accion que me inspiraste a hacer con tu libro) y lo que si pensé, nunca pensaste usar un paraguas para hacer dedo, al mejor estilo mery popins o Michael Jackson ? Jajja no se si tendras tiempo de ponerte a contestar estas cosas, igual veo en tu foto de portada que el sol te supo dar duro y parejo como a mi en este ultimo viaje. La prox protector solar si o si y paraguas posiblemente con moonwalk .
Gracias Matías por tus palabras, me alegro que se note una mejoría, hay mucho esfuerzo y búsqueda por detrás de la pantalla. Lo del paraguas, la verdad nunca se me ocurrió, si llueve evito hacer dedo o pregunto en las estaciones de servicio! Un abrazo!
Excelente relato, sólo te fallo el dato de Euclídes, ya que no fue el sino Eratóstenes quién midió la tierra. Saludos desde México
hermoso post !!! Gracias..sigo viajando con ustedes!!!!
Un abrazo desde Sudán, Naty!
Son lo más del mundo, mi regalo es poder leerlos 🙂
gracias por tanto!
Gracias Stefi!!! 🙂
Nuevamente por acá, y nuevamente el placer de leerte Juan. Esperadísima, por lo menos por mi, esta parte de su viaje (no se si lo tendrás presente de anteriores post, pero soy de los que bancan muy fuerte tus cuelgues con referencias históricas a cada paso del camino, je).
En este tramo Africano de la aventura, se nota más todavía como se complementan y se articulan tus relatos con los de Laura y como, un mismo lugar con «casi» los mismos ojos, ven y advierten diferentes cosas.
Como siempre, saludos y buenas rutas!!
Qué bueno escuchar eso! A veces tememos repetirnos! jajja Pero la idea es justamente esa, complementarnos. Por cierto, acabamos de subir al blog una propuesta para quienes quieran recibir una postal desde Africa, estás invitado!
Hermosa experiencia, en el Egipto milenario, que el universo los protega, abrazos!!!
Me encanta leerte Juan Pablo. Tus aventuras y las de Laura me impulsan a viajar. Ahora, voy a pasar una semana a Marruecos. Y en julio el plan es irme a Asia con mi pareja. ¡Tengo un montón de ganas de hacer dedo! Y de leerte me entran más jajaja Qué fuerte lo que has contado del piso que os dejaron y también la confrontación con el chico que os llevó hasta El Cairo. Menos mal que os echaron un cable.
¡Buena energía desde Sevilla!
¡Saludos!
Fernando Sanabria
Sí, todas experiencias intensas, sea de forma positiva o negativa, Egipto pone a prueba tu temple y capacidad de manejar extremos…. Muchísima suerte con ese viaje Fernando!
excelente post, como siempre. son muy valientes, en cada palabra me transporto a los distintos destinos que ustedes transitan, sus lineas tienen la capacidad de transportar al lector al rededor del mundo 🙂
Abrazos Flor, gracias por tan lindas palabras!
Atrapan con sus relatos a todos los que tenemos el bichito viajero siempre esperando algun camino. Lo mejor para uds Siempre !!!
Me encanto todo lo q leí he imagine! Sigan buen viaje!
Gracias! 🙂
que linda anécdota!! una lastima que les haya pasado lo del oportunista pero me imagino que no embarra para nada la gente linda y las buenas experiencias que tuvieron!! sigan confiando que les va a ir bien!!
los voy siguiendo chicos, un dia tmb quiero hacer lo mismo en Africa asique me sirve muchisimo sus experiencias!! buenas rutas les mando toda la buena energia!! saludos desde Argentina!!
El saldo es más que positivo!! Africa tiene eso, es un continente intenso, real, no un escenario preparado para el turismo… Seguimos en contacto!
Adrenalina pura! vivir en movimiento. Felicidades.
No pude dejar de leer hasta devorar cada palabra. Me encanto, las emociones se desbordan en todo el texto. Gracias por escribir relatos tan auténticos y llevarnos a viajar con ustedes.
Gracias Gaby por el aliento y por comentar, bienvenida al blog!
¡Muy bueno! Aprendí más de historia, ¡gracias! Nos vemos en el camino y sino pasen por casa cuando quieran (combinamos cuando vengan por Uruguay). Buena travesía, abrazos, Mariana.
Uruguay, que lindo, que nostalgia. Recorrí parte de tu país hace algunos años, y siempre quise volver!
Simplemente excelente el relato, me mantuvo en ascuas….. Que de aventuras viven unos mochileros como ustedes, osados y atrevidos. No se si creen en Dios, pero desde esta parte de Venezuela, un saludo y un que Dios los acompañe y proteja en todos sus caminos ……
Gracias por esa linda energía desde tierras venezolanas, que también recorrimos (hay posts en el menú de países)
Como siempre, muy interesante. Gracias por escribir!
Gracias por el aguante del otro lado de la pantalla!