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QUIEN VIAJA HACIA PAISES QUE NO EXISTEN TERMINA ASILADO JUNTO A UN GATO EN ODESSA


Un título tan raro como fue este tramo del viaje. Hubo un único motivo para haber cruzado Rumania de sur a norte y Ucrania de norte a sur hasta Odessa: ingresar a la República de TransNistria, un engendro de cotillón con fachada de paraíso socialista y bajo fondo de trafico de armas que se encuentra dentro de Moldova. El plan: tomar un tren hasta cerca de la frontera, cambiar a una ruta menor que cruce a Moldova y rezar para que los guardas sean parte de la farsa y no tentáculos del poder central moldavo. El hombre que hablaba inglés de turno, y que me acompanió hasta la estación de tren, era un miembro de los servicios de inteligencia que pronto declaró su admiración por Verónica Castro. Yo pensaba que el fanatismo por la farándula televisiva latinoamericana se limitaba a Rumania: en cambio encontré un poster de Rebelde Way en venta en un puesto ambulante de Odessa.
Me baje del tren en Rozdilna, donde un Lada conducido por un hombre enorme que hubiera precisado un Audi fue presa fácil cuando la barrera del tren detuvo el tráfico por un instante. En la frontera la fila de vehículos medía varios centros de metros. Autos con misteriosas patentes de Moldova regresaban a su país, algunos cargados con bolsas de cereales, una bizarra cruza entre una situación del siglo XXI y una medieval. En la frontera me hicieron pasar a una oficina dónde dos guardas empezaron a interrogarme. El parche en su uniforme indicaba que en efecto eran Moldavos “oficiales”: estaba perdido. Miraron el pasasporte, me preguntaron dónde estaba mi visa moldava, y me mandaron de regreso a Ucrania, para gran diversión de los guardas ucranianos que me habían sellado mi salida de ese país 20 minutos antes.
Así las cosas estaba otra vez en Odessa alrededor de las 9 pm. Esta vez sin un techo, como en Vilnius, me acerqué a unos músicos callejeros, y conocí a Dimas, un ruso de Ekaterinburgo. “Eso es en el medio de Siberia” – me explicó con cierto orgullo. Y es verdad, al cristiano Mogolia le queda más cerca que París. Por eso mismo nunca se preocupó por recorrer el exótico Oriente: acaso porque eso es casa. Músico percusionista, y autostopista compulsivo, no tenía destino. En vano le pregunté hacia dónde seguían sus pasos. No sabía. No quería saber. Sólo tocaba los timbales. Conocía el mate y cuando cebé unos amargos dijo: “Uau… una calabaza original!”. En eso llegó su amiga, la duenia del depto, con un gatito que había rescatado de la calle. Nada mal, empezar el día recorriendo boulevares cuasi parisinos con un miembro del servicio de inteligencia para terminar por la noche compartiendo asilo con un gato.

Era hora entonces de regresar a Rumania para luego seguir a Estambul. El tiempo apremiaba, con la visa de Siria venciendose el 17/11. El cruce cercano más evidente era hacia la ciudad rumana de Galati, desde Reni en Ucrania. En el camino pasé por Izmail, una ciudad junto Danubio dónde una docena de jubilados con banderas comunistas y altavoces se reunen bajo la estatua de Lenin basicamente a llorar su utopía. Caminé 10 kms hasta la frontera rumana. El guardia ucraniano me pregunta adonde voy. A Rumania, respondo. Entonces sucedió algo increíble. El guarda ucraniano me pidió mi visa moldava. Pero no voy a Moldova, le expliqué. El hombre rió, tomó mi mapa y posó su dedo sobre tres lineas que confluían. Tenía razon: era una triple frontera, y la ruta atraviesa un kilometro de Moldova. Un kilómetro. Así las cosas mis opciones era abordar un barco que salía desde Reni hacia Bulgaria, por 50 dólares, o bordear por Segunda vez Moldova y entrar a Rumania en la frontera norte. Eran 800 kms. Saludé al guardia y empecé a caminar en sentido contrario, por el paisaje más aburrido que ví en mi vida. La zona del delta del Danubio es Parque Nacional de la Monotonía, es alli donde triunfan las dos dimensiones. Tenía la sensación que en cualquier momento llegaría a Pehuajo. Para tanto. Las naciones con problemas de presupuesto no deberían desguazar sus portaviones, deberían donarlos a Ucrania. A Moldova. A Ucrovia. Juguemos con su nombre a ver si se ofende y se pone colorada (y entonces el paisaje cambia).

Para alcanzar el norte de Ucrania decidí tomar otro tren, comprar el boleto me tomó media hora. La mujer de la boletería parece enojarse porque no hablo ruso, y me pide mi pasaporte con la delicadeza de una carcelera. El tren me deja en la ciudad de Vinnitza, donde luego de pasar una noche en casa de Vitaly, miembro de Hospitality Club, seguí a dedo, cubriendo 320 kms en el primer día. Los playeros de la estación de servicio de Cernivitsi, a 40 kms de Rumania, se agarran la cabeza cuando digo que vengo de Argentina, y aunque inicialmente me miran como si fuera una llama o un polígono irregular, terminan invitándome la cena. Se involucran al punto de ponerse a hacerle dedo a los camiones con patente rumana o búlgara. Por la noche me alojan en un cuarto para empleados. De la pared cuelgan overoles rojos y amarillos. Una cama plegable es mi lecho en esa fría noche.

El día siguiente encontré temprano un camión con destino a Bucarest, la capital rumana. El camionero se llamaba Florian y conducía con dificultad debido a la coincidencia de la parábola volante con la parábola buzarda. Aun así ilustró, golpeando el volante con sus punios, el ritmo de marcha con que las tropas de Vlad Tepes intimidaban al invasor turco.

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Así llegué a la capital rumana, una vez la perla del Expreso de Oriente, ahora testimonio de la megalomanía de Ceausescu, quien en su afán de crear una capital socialista acorde a sus suenios demolió medio centro histórico doz docenas de iglesias y monasterios incluídos para construir la Casa del Pueblo, el segundo edificio más grande del mundo. En Bucarest me esperaban Petre y Mihai, miembros de HC. Luego de dos noches salí corriendo rumbo a Estambul…

Novedades de esta semana: mi reloj dejó de funcionar misteriosamente. Para reemplazarlo compré un reloj ucraniano de 1 dolar en el que todas las cifras titilan. Siempre. Aunque uno las ajuste. Turquía no cobra visa a ciudadanos argentinos, por lo que “el azul” se va a vengar su rol de morador de bolsillo. Con pasaporte italiano, en cambo, debería pagar 15 euros.


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Acerca del Autor

Juan Pablo Villarino

Desde el 1 de mayo de 2005 recorro el mundo como mochilero para documentar la hospitalidad y la vida cotidiana de los destinos más insólitos a través de mis crónicas. Escribo libros de viaJe para contribuir a la revolución nómada.

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