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Una ciudad, un punto anónimo en el mapa abstracto, significa poco hasta que pasamos por allí con nuestra mochila, y se transforma en un cúmulo de texturas, de hojas de otoño o de mármoles romanos, de aromas a guisos o té especiado. Después de las huellas, la mochila está llena… No tengo un plan para este post. No debería decirlo. Tengo, a lo sumo, un puñado de postales sensoriales fecundas, a flor de recuerdo. Las voy a ir despertando…
Llegamos a Plovdiv a dedo, a bordo de un Fiat Marea de un pibe que venía escuchando Nightwish, y nos llevó la mitad del camino. Hacer dedo en Bulgaria es bastante más complicado que en Albania, Kosovo y los Balcanes Occidentales, lo que sumado a la temperatura cercana a cero hace que de vez en cuando nos tomemos un tren para completar el trayecto, como esta vez. Llegamos muy tarde para llamar a nuestro contacto de Couch, por lo que aprovechamos la excusa del buen protocolo para merecer un hotelito barato pero con un colchón incuestionable.
La mañana en el hotel se extendió, porque nos encaprichamos con visitar Transnistria, una república separatista dentro de Moldavia. La figurita difícil del mapa europeo. Y hubo llamadas a embajadas, cálculos de calendario, todo sobre la cama dos plazas transformada en sala de operaciones, mapa de Europa del Este extendido….
Al mediodía conocimos a Marín, nuestro anfitrión. Era diseñador de muebles y vivía en un loft del que nos prestó una llave. Marín piensa que Plovdiv es la capital europea de los gatos gordos. Que él piense eso, que viva donde vive —y como vive— certifica la fama de Plovdiv.
Porque todo país tiene una capital y una segunda ciudad que le hace sombra en cuanto a arte y bohemia. Plovdiv es precisamente eso, la sombra tremebunda del lado frustrado de Sofía, su alter urbis artista. Como si existiera esa expresión.
Algunos llaman a Plovdiv la París de los Balcanes. Creen fervientemente en sus cafés bohemios, en su aureola de galerías de arte desparramadas en el centro histórico, el Stariot Grad. Hay que ver la mirada de los café-bebientes para saber si un sitio es bohemio, hay que asegurarse de que estén bailando ante ideas insensatas, de que carguen guitarras y enormes celos como en vía crusis.
Que los artistas estén vivos, y no sean bustos de bronce. Como Dimitar Kirov, pintor de 80 años que pateó la escena del arte abstracto en los París de los sesentas, donde llegó a retratar a Dalí. Los galeristas parisinos, al ver su talento, lo invitaron a radicarse, pero él siempre regresó a Plovdiv, donde sigue fumando habanos junto a su mujer, una bailarina 44 años menor. Esos personajes dan vueltas por Plovdiv.
Almuerzo callejero de arroz con trozos de cerdo salteado en un fastfood chino, y seguimos recorriendo. Es otoño y hay muchos capotes, paraguas y hojas como fuegos tibios que empapelan empedrados y cubren los automóviles como en un contraataque. Escucho violines que vienen de una escuela de arte. Las casonas búlgaras del siglo XIX crecen sobre nuestras cabezas, se arquean con vigas hermanas de la niebla.
Plovdiv fue una ciudad tracia antes que romana. Cuando comenzó a caldearse la independencia, fue motor y corazón del revival nacional. En Sofía había aprendido que Bulgaria había logrado su independencia gracias a la Guerra Turco-Rusa (1878). Lo que no sabía es que ésta no había sido automática, y que toda la zona de Plovdiv había pasado a ser una región autónoma dentro del Imperio Otomano, que fue conocida como Rumelia Oriental, y que duró hasta 1908. Rumelia deriva de Roma. Así llamaban los turcos a sus posesiones europeas, que habían estado alguna vez bajo la soberanía romana.
No sé a cual de mis genes dementes le debo una deliberada sensibilidad a todo lo que sea del siglo XIX. Por eso, no me iba a quedar en la calle sacando fotos. Por monedas, entré a la Casa Hindliyan. El centro de Plovdiv tiene una decena de casas-museo, cada una importante por diversos motivos. Algunas pertenecieron a pintores, otras a escritores´. Rebozan de bibliotecas antiguas y mobiliario suntuoso. La que yo visité pertenecía a Stepan Hindliyan, un riquísimo mercader que la construyó (en 1835) y decoró para reflejar el alcance del imperio comercial. Así, su despacho estaba adornado con murales de paisajes naive de Constantinopla, Venecia y Alejandría. Las Shangai, Nueva York y Tokyo de la época.
El otoño también reduce la luz solar, y a las cinco de la tarde ya está oscuro y una llovizna —que el contexto transforma en melancólica— nos arría hacia la casa de té junto a la mezquita Dzhumaya. Beber una taza de taza de té turco con cardamomo acompañado de una porción de torta de chocolate, mientras afuera llueve y adentra suena un piano. Es mi recuerdo de Plovdiv.
O uno de ellos. Porque a la noche Marin nos invita a un restaurante local (abajo en los datos prácticos, les paso precios y coordenadas). La instrucción: darse una panzada de comida típica. Y lo bueno que para esto, en Bulgaria, no hay que gastar mucho dinero. La decoración y la complicación de los platos me hizo temer la súbita bancarrota. Veamos. Vytarno Meze (lengua de ternero e hígado de cerdo, en salsa de vino blanco con cebolla, ajo, limón, canela y menta silvestre. De entrada salames caseros (babek) y un gran jarra de vino tinto. Por suerte, al final todo accesible al bolsillo mochilero.
Marin cuenta que los búlgaros se resisten a abandonar sus mañas gastronómicas, por más Panda Fastfood y pizzas al paso que la globalización haya traído. Su madre todavía prepara lyutenitza —deliciosa salsa de pimientos, ahumados, un manjar…— Todos los años compra 150 kilos de pimientos y hace para toda la familia. “Es algo que sólo hacen las abuelas” – dice Marín.
Es que Bulgaria es un país de abuelas y recuerdos rojos. Marín, aunque es joven, también recuerda cuando al país lo gobernaba un régimen del color de los pimientos. Cuando sólo se podían comer bananas o naranjas en navidad, y de los 12 a los 18 era obligatorio vestirse de color rojo. Todo bajo la atenta mirada del abuelo Iván, como le decían a Rusia.
Al otro día nos vamos en tren, hacia Veliko Ternovo con la idea de, en el camino, visitar Buzludzha, un plato volador comunista abandonado en medio de la estepa (cuando escriba sobre esto me van a creer). Las boleteras de la estación no hablan una palabra de inglés. Cuando preguntamos por el siguiente servicio, escribieron en un papelito “13:27” y lo deslizaron por la rendija. Nunca dije que hubieran sonreído. Las boleteras han resultado ser más resistentes que las estatuas de Lenin. El día que me tome un tren en Bulgaria y me atienda una esbelta y angloparlante universitaria, Europa del Este habrá desaparecido en todo su grisáceo, claroscuro y levemente anacrónico esplendor.
Muchísima gracias por el blog tan detallado, iré en dos semanas y pienso ir a todos los lugares recomendados.
Buenísimo Michel. Y luego regresa al blog para contarnos cómo te fue y compartir algún dato actualizado! Un abrazo!
Siempre me ha resultado interesante leer las impresiones de la gente de afuera sobre mi país, es una forma de verlo a través de ojos ajenos, de forma imparcial. Al mismo tiempo me maravilla conocer las leyendas que suelen inventarse algunos compatriotas a la hora de hablar sobre el pasado reciente de Bulgaria. Yo soy de la generación de los 60 y por consiguiente mi niñez, adolescencia y juventud pasaron en la época del socialismo (¡Ojo! En Bulgaria nunca llegamos a vivir en el comunismo, lo que hubo fue un Partido Comunista que había usurpado el poder, que son dos cosas diferentes). En fin, volviendo al tema. Pues, que yo recuerde, de los 12 a los 18 años nadie me obligó vestirme de color rojo. Lo que sí era obligatorio era vestir uniforme para ir a la escuela (era de color negro que luego cambiaron por azul), y parte de ese uniforme hacían la pañoleta azul, para los alumnos del 2º grado de la enseñanza primaria, y la roja, para los del 3º al 8º de la secundaria. En la preuniversitaria ya no se usaba la pañoleta.
Muchas gracias por tu valioso aporte!! Muy interesante!!
Muy sutil lo del «contrataque!».
Juan, el estadio romano fue encontrado hace poco? me llamó mucho la atención que le hicieron una estructura con restaurante como para aprovechar el espacio (supongo) sin embargo dejaron en un segundísimo plano el anfiteatro, las piedras son las originales de esa época?
Saludos!
Si, las piedras son las originales. Lo de los restaurantes, imagino, fue una forma de integrar la zona a un espacio público, más que buscar un uso eficiente en términos de metros cuadrados… Y quizás también hubo un poco de especulación inmobiliaria. Fue descubierto en los años 70.
Gracias por la respuesta Juan!
Saludos!