Sprint. A la carera. Di corsa, o como quieras llamarlo. Poner el dedo sobre Cuenca en el mapa, y carretear por Perú como si fuera un pasillo de nuestra casa. Con tal misión salimos de Sucre, adonde habíamos llegado machucados, zarandeados en camiones mendigados, ruidosos, sucios. Con estos antecedentes nos sorprende el moderno Suzuki Swift que nos levanta tras diez minutos de espera hasta Yotala: conduce un serigrafista que hasta el mes pasado imprimía las camisetas de All Boys en Argentina. En el peaje de Yotala el camión obligatorio de las rutas bolivianas. Desgajando las mandarinas acercadas por ambulantes vemos al altiplano encajar diametralmente en el horizonte. Chiri: frío en quechua. Quisiera un mate amargo y largo. Los hombres que veo acompañan a Dio sabe dónde burros que parecen tan cansados como ellos. Surcos vacíos tendidos como esperanzas, lineales cunas de la papa elemental.
En Potosí imploramos aire a 4060 metros de altura. Edificada a imagen y semejanza de la mina, los potosinos hormiguean en las galerías de su laberinto urbano de callejuelas tiznadas, abarrotadas de ofertas, de escudos de armas y balcones coloniales barajados junto a canastos de pan y carteles de “fotocopias”, “joyería”, “dólar 6,94” o “abogado”. Los abogados de la ciudad parecen refugiados o adivinadores clandestinos que atienden furtivamente a sus clientes desde sucuchos sin ventilación del tamaño de un kiosko. Nos abrigamos del caos en cafetines engalanados con la nobleza de gente humilde que usa sombrero.
Logramos entrar gratis a la Casa de la Moneda, donde la plata fundida y acuñada a golpe de martillo producía las macuquinas, el primer circulante metálico de las Américas que vino a sustituir el trueque directo de productos. Quizás entre estos monumentales muros hizo ajó ajó el capitalismo. De hecho, la inyección de capital con la que el Cerro Rico de Potosí abasteció a Europa durante siglos fue el parto del sistema de finanzas moderno. Ni todas las minas de Potosí son suficientes para obtener el amor de Dulcinea – puso Cervantes en boca del Quijote. Es da una idea del poder de una ciudad que llegó a tener 200.000 habitantes y 80 iglesias y a ser una de las más ricas del hemisferio occidental. La irónica sonrisa del mascarón de Baco en la entrada de la fortaleza ilustra el resto de la historia…
Pastores de llamas con sus tropillas agracian la carretera a Oruro. Camioneros paceños nos sorprenden: “¿Quieren que los lleve? ¡Los llevo!” Salvo en los bofedales de Challapata las llamas dominan el apaisado agro del altiplano caramelizado por el crepúsculo. El chofer se llama Noel y quizás por eso vamos volando, zinchados por renos invisibles o acaso camélidos. Oruro está envuelta en polvo. En Patacamaya nos bajamos. “Hay pollo ¿Qué desea?” Alitas para volar… Tomamos una celda de 15 Bs.
Como la frontera con el Titicaca está cerrada por los compañeros aymara que protestan contra la minería, debemos llegar a Perú haciendo escala en Arica, Chile. Compartimos la caja de un camión con una chica aymara que viaja a Sajama con su hija a visitar a su familia. Más de 50 camiones esperan en la frontera como monstruos estancados. A pie remontamos la fila, hacemos los trámites migratorios y nos subimos al último camión, un inmenso camión americano en cuya cabina entro parado, conducido por Luis. Cruzamos la cordillera de los Andes. El camión frena a descansar y nosotros con él poco antes de Arica. El chofer nos deja la cama de dos plazas. El Volvo es un hotel. Al amanecer llegamos a Arica.
Los mismos carabineros nos llevan hasta la frontera, y nuestra estadía en Chile dura menos de dos horas. Ingresamos al Perú que acaba de elegir a Humala como presidente. Papas rellenas almorzadas en el suelo en la terminal de Arica. Tres policías del grupo de operaciones especiales en un 4×4 nos catapultan hacia el desierto costero peruano por la Panamericana. Frenamos en el medio de la nada porque aparentemente el conductor encuentra impostergable regar a una virgen con un bidón de agua. Nos dejan en un peaje, y aleccionan al policía de tránsito para que nos embarque. Hacer dedo en Perú es muy sencillo, y a diferencia de Bolivia, nadie acostumbra pedir pasaje por el viaje. Aprovechamos la pausa para almorzar exquisitas paltas locales, en sándwich con una pizca de sal…
En dos minutos estamos en otra cabina junto a un camionero moreno un tanto loco, y con alguna similitud a un oompa loompa. Lau cierra con un portazo y él se altera: ¡Cuidado, puede estallar! ¡llevo dinamita!” Nos quedamos pasmados, porque espiando el retrovisor vemos claramente que el camión va vacío. El diagnóstico de psicosis pudo esperar hasta que una paloma defecó sobre el parabrisas y él grito: “¡Pelícano cagó! ¡pelícano cagó!”. Desde el cruce a Mollendo hipnotizamos esta vez un camioncito Nissan Condor de un joven llamado Wilson. Cargados con alcauciles, escuchando rancheras mexicanas y masticando caña de azúcar hasta Arequipa. La vida es random.
No en vano se nace en los pies de un volcán – es el slogan del orgullo local, que resiente el centralismo limeño, en referencia al Misti. Pero Arequipa también es locoto relleno, queso helado y cardúmenes de taxis Tico que parecen a fricción atropellando a los peatones entre iglesias y conventos de refinada piedra sillar. Nos recibe Daniel, un pata que tiene un café llamado Wah-Wah y toca el bajo en una banda. En Arequipa las monjas carmelitas del Convento de Santa Catalina perpetúan su clausura mientras sus congéneres laicas van de Shopping a Falavella. Laura y yo descansamos, disfrutamos un helado de fresa con chocolate, nos mimamos ante un desorbitado predicador de altavoz sobre la escalinata de la Iglesia de San Fransisco. Más allá de los estereotipos limitadores que redondean en la vida campesina, las cholas y las zampoñas, el Perú moderno se expresa en urbanizaciones para la clase media alta, en institutos de idiomas cada media cuadra, en pululantes cadenas de farmacias y en franquicias de Cine Mark o KFC, con un crecimiento económico anual del 7%.
El grifo (estación de servicios) llamado “Toda una vida” es el punto de partida obligado para quienes hagan dedo hacia Lima. Y hacia allá vamos, le hemos puesto zancos a nuestra alma. Primero en la 4×4 de dos ingenieros, luego en el Volvo de un radioaficionado que cargaba chatarra. Así llegamos a Camaná, ya de noche, con apenas energía para licitar precio en una hilera de chifas desiertos. Aunque es de noche, ambos acordamos seguir viaje mientras devoramos el pollo salteado. Un camionero que despreocupado se encorva sobre su menú en una mesa aledaña ni repara en el acecho del que es centro. El dice que va hasta Ocoña, son 57 km más, según mi mapa.
“A los 15 años yo también me fui a la aventura, a Puerto Maldonado, en la selva” – dice el José Luis, el chofer arequipeño a quien parece que le caemos simpáticos. Nos apadrina en la oscura noche panamericana, brindando el acoplado del camión para que acampemos sobre unas planchas de cobre. Hay novedades en el curso del capitán destino. El camión prosigue rumbo a Lima a la mañana siguiente. Somos invitados a reocupar nuestros puestos en la cabina. La madrugada es aún opaca y el Volvo parece estar creando la costa peruana con sus faros. La ruta va afilando acantilados, y agazapando balcones en sus curvas. Es como una plácida sinfonía de eternidad, erosión y belleza, que agotan hasta el infinito las posibilidades de combinación entre tierra y mar como un Kamasutra costero, todo con el velo casi afrodisíaco de la neblina, incitando a la distancia entre esos amantes cercanos y constantes. La arena es barrida por un viento invisile hacia la carretera. Hay tanta que justifica el neologismo en la señalética: “Zona de Arenamiento”. Vemos hombres recogiendo algas sobre la costa, y plantas de harina de pescado. En un poblado nos detenemos a desayunar un abundante plato de ceviche mixto, con mariscos, pescado y mote.
En Chaviña, José Luis reconoce a dos camiones detenidos en un comedor: son colegas de la misma empresa. Frenamos a saludar y pronto los tres hombres deciden seguir en convoy. Por supuesto, antes cumplimos con otra instancia de este tour gastronómico por el Perú. Enseguida piden dos platos más y nos sirven monumentales porciones de arroz con pescado frito (lorna) acompañado con Inka Kola. “Tienes que comer, no paramos hasta Lima” – dice uno de ellos. El otro me pregunta: “¿Bebes?”. Y yo, casi anticipando una invitación, me apresuro a afirmar: “Sí, cerveza” antes de entender que me preguntaban si Laura y yo teníamos wawas, hijos…. Hasta el pescado frito en el plato se ríe. En Palpa los apetentes camioneros se detienen por otro almuerzo, que tenemos que aceptar. La noche nos alcanza antes que Lima. Los tres camiones aparcan en una estación de servicio. Esta vez, José Luis nos cede la cabina del camión, con su cama de dos plazas, y se acomoda con sus colegas.
Mi amigo Rafael Seminario nos esperaba en su casa del barrio de San Borja, en Lima. Allí dirige un instituto de idiomas junto a Cintia, su pareja, y Virgilio, un perro vegetariano que juega con un pollo de juguete que chilla cada vez que lo mastica. Con Rafael se puede debatir sobre la génesis medieval del dinero y las finanzas y hasta sobre el origen del misticismo peruano. Aquí donde es donde la gente se deja adivinar el futuro en hojas de coca y acude a curanderos para que les escupan agua de rosas en su cara para “amarrarse» al amante deseado. Rafael piensa que la energía que genera la afluencia de aguas de los Andes hacia el Amazonas podría ser el origen de esa predisposición. Queremos conocer hasta el último rincón de Lima, pero tenemos que llegar a Cuenca antes del 21. Quedará para la vuelta.
Tras dos días de descanso en Lima salimos hacia el norte. Tumbes es la última ciudad, y nuestra palabra amuleto. Habiendo salido a las 4 p.m, llegamos a Chimbote a medianoche, en camión y escuchando boleros. Hacemos noche en casa de Juan Pablo, miembro de Couchsurfing, y partimos, contra nuestra voluntad, a la mañana siguiente. Antes, lo acompañamos a comprar flores. La iglesia local le encargó la confección de una alfombra floral de 3×5 metros. Recorremos cada mercado de esta ciudad que huele a harina de pescado. La prisa no nos impide disfrutar un hermoso almuerzo familiar. A las 2 p.m estamos haciendo dedo. Vemos un espectáculo circense cuando dos hombres intentan recuperar un chancho que se ha escapado de un camión. Uno de ellos acaba de bajarse de su moto y aún tiene puesto el casco…
Ese día iba a ser distinto. Aunque no avanzamos una barbaridad de kilómetros, conocimos a Jerry, un camionero de Pacasmayo, mientras hacíamos dedo en Trujillo. Nos invita a pasar la noche en su casa y conocer a su familia. Lo acompañamos a cargar a una fábrica de cemento y luego presenciamos el evento que es ver a la familia de un camionero regresar a su héroe. Palmas de niños agitándose desde una ventana. Livianos pasos de esposa por las escaleras de hormigón desnudo preludian el abrazo. Dos mochileros cansados suben a la nueva reencarnación de un hogar. Tania pone en la mesa dos platos de más, con arroz con pescado. El mejor agasajo es la sincera sonrisa por nuestra visita, pero el manjar blanco y las galletas de Cajamarca nos malcrían.
Jerry y su hijo asisten juntos a misa la mañana siguiente. Es el día del padre y nosotros salimos a la ruta. Pensamos que no habrá camiones en servicio este día, pero de casualidad encontramos uno que transporta oxígeno líquido. Nos deja en el peaje de Piura. Estamos cerca. Desde allí logramos abordar el lujoso Hyundai Santa Fe de una pareja de Miraflores. Así llegamos a Máncora, donde acampamos en los jardines de la Asociación Campesina de Máncora, rodeados de plantas y hasta con ducha. Al otro día ya estamos cruzando la frontera ecuatoriana.
Pasando la olvidable frontera de Huaquillas, Ecuador nos da la bienvenida con la automática irrupción del verde en el paisaje, con plantaciones de banana y el educado tono de su acento animado, musical. En Ecuador todo el mundo frena cuando hacemos dedo. Y lo hacen en 5 minutos. Uno puede saber que está en Ecuador cuando hay racimos de plátanos en la caja de las camionetas. Y ese es el caso del tercer vehículo que nos lleva. Tal status de ecuadoridad queda confirmado cuando un autobús comercial nos invita a subir hasta cuando le explicamos que no tenemos dinero. En la casa de una chata Nissan llegamos a Cuenca, a las 8 p.m. del día anterior del evento. Milagro conseguido: hemos trepado toda la Panamericana. Estamos exhaustos. Pero la causa es noble…
Que grandes! Que linda aventura a contra reloj. Se puede imaginar pero mejor es vivirlo. Felicitaciones por el post, Juan. Me fue muy entretenido 🙂
Gracias Lucio por el comentario!!