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 ODA LENTA AL ATARDECER EN LA AUTOPISTA

Este es un intento de entender por qué, cuando llega esa hora naranja y estoy aún en la autopista, sin saber si llegaré a destino o si acamparé en el próximo pueblo, no me siento estresado, sino que me preparo para una fiesta…

A Riki, la barba espesa, colorada, que enmarcaba cada una de sus frases, y de la que por lo general colgaba una pipa, le quedaba oportuna. Uno no se permitía pensar que de semejante estampa de filósofo pudieran llegar a salir veredictos erróneos. No, Riki –profesor universitario devenido amigo- te tiraba la posta.

Si la sabiduría personal no alcanzaba, tenía toda una biblioteca peligrosa al alcance de la pipa. Daba un manotazo certero y el que hablaba ya no era él sino Jung, Kerouac, o Buda. Todos, desde la misma barba.  Y yo -y algún que otro amigo carroñero de certezas- escuchábamos con mentes blandas y sedientas de armas que nos pudieran ayudar a abrir un boquete de sentido a nuestras vidas, que fuera más allá del éxito profesional que se nos prometía.

Cuando el panorama de salir a viajar por el mundo era todavía una sortija sostenida por dioses burlones, y aún no existían blogs en internet que pudieran inspirarme, necesité de maestros de la vida analógica. Uno de ellos fue Riki y creo que fue en su casa que escuché por primera vez sobre el concepto budista de satori, es decir, el momento en que te das cuenta que sólo existe el presente, y que el pasado y el futuro son una ilusión, al igual que todo el mundo físico.

Yo no era budista pero tampoco boludo, y el satori era un salvavidas demasiado oportuno que abracé sin dudarlo: una apología de la despreocupación por el devenir en una época en que consideraba pausar la carrera universitaria para vagabundear sin currículum por el mundo. A la definición de diccionario, Riki le había agregado que el satori era una experiencia cumbre, un momento de autorrealización y armonía plena con el entorno.

No sé por qué – o tal vez sí- pero en mi caso, esos momentos de jalea cósmica, de felicidad privada, los suelo encontrar cuando me sorprende el atardecer mientras hago dedo en una autopista, sobre todo, en las europeas.

Un par de años antes, en la soleada Puglia, en el Sur de Italia. A plena luz del día las condiciones son óptimas, pero la diversión, como siempre, empieza cuando se apaga la luz.

Hace poco, visité las Islas Feroe, viaje del que ya he posteado en este blog y del que aún les debo varios episodios. De regreso, el avión me dejó en Copenhague al medio día. Tenía que llegar a Hamburgo, 350 km al sur, donde tenía reservadas dos noches de hostel.  Considerando el tiempo que uno pierde saliendo de cualquier ciudad capital, las chances de que me agarrara la noche en la ruta eran reales: estaba feliz.

No hubo caso, por más que rescaté a La Maga (mi mochila) de la cinta de equipajes de un tirón llegué a la puerta del aeropuerto a las 12.45 pm. A los recién llegados los esperaban con un cartel con su nombre, con un taxi reservado, por lo menos con un abrazo; a mí, sólo la ruta. Según el mapa de mi teléfono la autopista hacia el sur no estaba lejos de allí, pero después de 10 minutos de marcha llegué a un punto muerto donde no había banquina para peatones y tuve que regresar. Merodeé el estacionamiento hasta que encontré un grupo de italianos en una Ducato que iban hasta un hotel cercano. Entre porcas miserias, madonnas y Maradonas me dejaron en el estacionamiento de un hotel cercano. Todavía estaba muy lejos de la autopista que debía tomar para ir hacia el sur.

Un pakistaní ingeniero en software frenó en cualquier parte, donde un danés jamás lo hubiera hecho, con el semáforo de la avenida a punto de ponerse en verde y yo dando brincos que se verían épicos en cámara lenta para meterme en el Peugeot entre bocinazos. Es casi imposible salir de una ciudad grande a dedo sin romper media docena de reglas de tránsito, recibir otras tantas miradas indignadas y perderse por lo menos una vez.

El pakistaní cooperó todo lo que pudo, sorprendido de que conociera su país, pero me dejó del lado equivocado de una autopista que iba, además, a otra parte. No sé si se puede estar en peor situación. Hasta el círculo de Google Maps, mi alter ego digital, sangraba su aura azul, en la dirección errónea y me pedía una solución desde la pantalla.

Me ajusté bien el cinturón de la mochila, me até los cordones y miré a mi fijamente mi objetivo: la banquina de enfrente. De un salto crucé el guarraid de la autopista, y me asaltó la imagen de que lo mío era algo así como una olimpíada de trasgresiones viales, una especie de venganza latina a esa Escandinavia perfectirijilla. Pasarse de mano en la autopista no es moco de pavo. Sus carriles sin direcciones selladas, inapelables. Los autos no pueden dar giros en U, no hay dónde. Los peatones no pueden acercarse más que a sus rampas de acceso. Allí, la línea blanca que te separa del tránsito gradualmente desaparece: el ser humano es una molestia en el mundo urgente de la autopista. Pero si no cruzaba iba a terminar en Oslo.

Pude ver la cara de espanto y la expresión boquiabierta del único testigo de mi gracia sudaca, un marroquí que frenó su viejo Volkswagen para llevarme. Ya se habrán dado cuenta, casi todos los que frenaban eran extranjeros, una constante que se mantiene desde mi primer viaje por rutas nórdicas en 2005.

El danés, el sueco, el noruego, no pueden concebir que un tipo que camina por la ruta tenga algo más que malas intenciones, no les cierra, con lo barato que están los Volvos, pisan el acelerador. Los que sí frenan son los turcos, palestinos, iraníes, chilenos y cualquier otro inmigrante, porque la situación les recuerda algo que cabe en la maleta de cualquier refugiado: la capacidad para la solidaridad.

El marroquí no hizo ninguna objeción a mi imprudencia vial, quizás porque venía de una nación hereje de fronteras, acostumbrada a saltar del otro lado de cualquier Peñón de Gibraltar que se interponga. Me dejó en una gran estación de servicio. ¿Hora? 3 pm. Preguntar en los surtidores a los conductores que cargan nafta si te pueden llevar equivale a un tiro desde el punto de penal en el fútbol. Hubo aún así tres o cuatro intentos fallidos (notablemente una familia obesa cuyos cinco integrantes desde los seis a los cuarenta años dijeron que no con sus caras dibujadas por Botero, al unísono) encontré a Puk, o como se escriba.

Puk, lentes de marcos finos, rostro afilado, camisa azul planchada, sonreía casi como si fuera otro pakistaní, pero era danés. Acababa de vender sus acciones en la empresa de Project Management que había co-fundado. ¡Soy al fin libre. Empieza una nueva etapa! – me dijo, mientras yo desplegaba el mapa sobre el capó para descubrir que tan adorable personaje tomaba, en realidad, una ruta que me desviaba 150 km, dirigiéndose primero hacia el oeste y pasando por Odense y Kolding antes de bajar haca Alemania. Era de manual: debía rechazar el tramo y seguir hacia el Ferry de Puttgarten. Puk notó mi dilema y me recordó que quizás llegaba cuando el ferry, que va y viene entre Dinamarca y Alemania cada una hora, había partido, y perdía de todos modos el tiempo que creía ganar con esa opción.

El interés de Puk en llevarme en un país donde pocos más frenaban me terminó de convencer, y me subí: sentí que había una conexión y que el encuentro, esta vez, tenía sentido más para él que para mí. Tiempo de devolverle al camino. ¿Qué era lo peor que podía pasarme, que me agarrara la noche en medio de la autopista?

–          He viajado a dedo yo mismo –dijo-  por eso te doy la bienvenida a bordo.

El Mercedes de Puk aceleró y cruzamos entre anécdotas uno de los puentes más largos del mundo, que une las islas danesas de Zelandia y Funen. Los enormes pilares que tensaban los cables de suspensión, de más de 200 metros de alto, no sólo conectaban las islas de la dispersa Dinamarca, sino que ahora levantaban el telón para el encuentro de dos hombres, perfectos desconocidos quince minutos antes. Un carril ferroviario debajo de la autopista y molinos productores de energía eólica que emergían como flores del Mar del Norte completaban el cuadro. Los daneses habían construido un mundo casi perfecto pero igual, sobre él, atardecía.

Treinta años atrás, Puk había navegado desde Dinamarca hasta Tahití en un velero junto a otros activistas, para exigir la detención de los ensayos nucleares en la isla. La experiencia que ganó lo había convertido en gestor de proyectos culturales y, por decantación, había descubierto su talento para gerenciar cualquier tipo de proyectos. La vida no anuncia sus planes veinte años antes; ni la ruta adelanta los suyos dos horas.

La camisa planchada en el último día de oficina, el puente, el mochilero, los ciclos, todo conjuraba. De pronto sentí que a los ojos de Puk yo representaba el idealismo de su pasado, al que ansiaba retornar ya descascarado de oficina. Empezaba a atardecer. La luz residual del sol destellaba suavemente, como un oro gastado, entre nube y nube y era claro que en un par de horas sería de noche.

Puk estacionó cuidadosamente en una rotonda a las afueras de Odense, el Mercedes abrió su puerta como el ala protectora de un ave que posa a su polluelo en tierra segura, y quedé otra vez sólo con la autopista. ¿A quién me mandaría ahora la ruta?

Entonces frenó el agricultor orgánico inglés. Sonreía desde el interior de su auto cubierto de polvo. Aclaró con mucho ímpetu que él antes era una persona normal, con oficina y todo.

– Pero un día, poco antes de cumplir los cuarenta,  me desperté sobresaltado a medianoche y la frase “algo va a cambiar” salió de mi boca, sin que pudiera pensar lo que estaba diciendo.

A seguido, vagó por Europa haciendo woofing durante dos años hasta que enamorarse de un terreno que le dio la posibilidad de transformarlo con sus propias manos.

Ese hombre tenía la sonrisa de quien se ha eyectado eficientemente de una realidad que lo hacía infeliz, y que incluía los alimentos transgénicos y el aseo personal exagerado. Me explicó que los desodorantes eran cancerígenos porque contenían aluminio y que esperaba que su cambio de vida pudiera sobrevivirlo y trascender a las próximas generaciones. Tanto para él como para mí, como para el conductor anterior, los viajes habían sido un eslabón necesario para comprender su misión en la vida: sus semillas eran mis libros.

Let the game begin.

Me dejó en una rotonda cerca de Kolding que resultó ser un pésimo lugar. Ya estaba en la península de Jutlandia pero eran casi las 9 pm, no había mucho tránsito y me restaban 250 km hasta Hamburgo. Comencé a amigarme con la idea de que no llegaría. Me quedaban medio paquete de galletitas de chocolate y dos dedos de la botella de whiskey que me había salvado de la hipotermia en las Islas Feroe. Como en las autopistas europeas los autoservicios están abiertos las 24 horas, eso no me preocupaba. (Acá podés leer más sobre cómo alimentarse en Europa con bajo presupuesto).

Después de veinte minutos me di cuenta que esa rotonda sólo era usada por el tráfico local entre Kolding y su área industrial:  la mitad de los conductores vestían uniformes y overoles. Me volví a calzar a La Maga, con resignación, y caminé en busca de un mejor sitio. Sentía que me movía a velocidad medieval a las orillas de ese mundo eficaz donde todos llegaban a su destino a bordo de maravillosas piezas mecánicas.

Cuando finalmente encontré una bajada directa a la autopista, ya pocos vehículos emprendían viaje. Era la hora del regreso para casi todos. Apoyé otra vez la mochila, saqué las galletas, miré a mi alrededor, vi los carteles que ya anunciaban Flensburg, la primera de las grandes ciudades germanas e intenté entender por qué me sentía tan feliz a pesar de que me estaba quedando varado a 250 km de mi destino.

Era como si la luz residual activara el éxtasis, el satori del que me hablara Riki. Sentía que los aspectos más mundanos de la autopista tenían una belleza pictórica. El metal  plegado de sus guarraids, los carteles verdes con las distancias, el trazo de las luces de los automóviles que me pasaban como espíritus apresurados. Era extraño pero me sentía en casa.

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En sus bordes crecían cardos y arbustos achaparrados que daban flores discretas que nadie plantaría en su jardín. Era la frontera entre las aspiraciones supersónicas del hombre –el culto a la velocidad, la ordenación a su antojo del paisaje, la necesidad de certeza expresada en las precisas distancias del cartel – y la estática naturaleza en su forma limítrofe pero igualmente abandonada a su propio ritmo. Caminaba, como un equilibrista, por esa línea invisible, a préstamo de un lado y del otro.

Quizás gracias a esa levitación existencial entre ambas fuerzas opuestas –el tao de la naturaleza y las reglas de la sociedad- sucedía la impunidad que me hacía bailar solo en la banquina.La felicidad siempre sucede en los márgenes”, escribí en algún capítulo de Caminos Invisibles porque desde tiempos inmemoriales, distintas tradiciones de viajeros –los wandervogel alemanes, los bardos medievales, los crotos de las Pampas- han contemplado la prisa del mundo desde el costado del camino como Diógenes desde su tinaja. Tal vez la posibilidad de constelar con ejemplos tan libres me encendía el pecho, llegando a ser esto más importante que llegar o no a destino.

Mientras filosofaba conmigo mismo seguía estirando el pulgar ante algún que otro camión que bajaba a la autopista. Había aceptado que hasta ahí había llegado y comenzaba a pensar en un sitio para acampar entre esos arbustos o en regresar a los suburbios de Kolding para pedir permiso para hacerlo en algún jardín. En eso vi pasar una liebre a toda carrera y perderse en los matorrales del otro lado del guarraid. “Hasta las liebres viajan más rápido que yo” – pensé. La liebre me hizo dar cuenta que además del simbolismo de los márgenes –en la autopista y en la sociedad-  estaba el tema de la velocidad. Era quizás ese contraste entre la función de la autopista y la pausa peregrina de mis pasos el que producía la magia.

Recordé entonces el concepto de slow travel, hoy algo manoseado. El slow travel pasó de ser una toma de judo al paradigma del turismo tradicional, una inversión de valores en que la lentitud se volvía una ventaja para conocer en profundidad un sitio, a ser una especie de hedonismo despistado y descomprometido: caminar por una ciudad sin rumbo y sin entender un pomo lo que estás viendo. He visto ese punto de vista en muchas webs del hemisferio norte. Volviendo a mí, no sé si había algo más slow que caminar al lado de una autopista, porque como dijo Cortázar, los objetos que fueron diseñados para moverse, al estar quietos, tienen un aire doblemente inmóvil.

Y fue así que terminé redactando en mi mente esta oda lenta a la autopista. Sentí que todos esos autos con su prisa le habían chupado la energía como insectos metálicos, pero nadie le había dedicado un mimo, un verso.

slow travel

Hasta Google me dice que pruebe trabajando….

Cuando ýa me creía estancado un Opel pegó un frenazo y dio marcha atrás hasta mi posición. No iba lejos, pero se ofrecía a llevarme a una estación de servicio donde podría hablar con los conductores. Ya todos los autos venían con las luces altas, la noche ya era más que una hipótesis. Camino de prisa hacia los surtidores, donde acababan de detenerse dos mujeres. Quizás aún tenía chances. Subite, me dicen. Madre e hija, danesas, amantes de la navegación a punto de irse de vacaciones en su propio yate a las Galápagos me llevan en su Volvo hasta otra estación de servicios.

Estaba de vuelta en movimiento, dando zancadas de gasolinera en gasolinera. Como me dejaron en una estación retirada de la autopista y con tránsito era local, caminé hacia la bajada y me puse a hacer dedo debajo del alumbrado público.

Ya era completamente de noche, pero aun así frenó un veinteañero que manejaba sin soltar la lata de cerveza (recordé mi único accidente de tránsito, justamente con un conductor ebrio en Dinamarca, 13 años antes). Intenté llamarme a juicio pero terminé destapando la lata. No íbamos lejos, y la terminé en la siguiente estación de servicio, en Padborg, a sólo 3 km de la frontera alemana. Eran, según consta en el screenshot de mi teléfono, las 10.30 pm.

Al horno.

Que sea lo que Baco quiera.

La esperanza polaca.

Hamburgo estaba directamente en línea recta, pero no lograba encontrar un tramo largo. Todos volvían a sus casas e iban sólo hasta el pueblo siguiente. Hasta que vi la patente polaca. Conocer las siglas que identifican a cada país en la franja azul de las patentes europeas es clave para saber a dónde puede dirigirse un vehículo. De pronto para mí Polonia fue sinónimo de esperanza. El conductor se había ya bajado a desenroscar la tapa del tanque y su copiloto enfiló hacia el minimercado, donde lo intercepté:

–          Hola, buenas noches, ¿por casualidad están viajando hacia Hamburgo?

–          ¡Vamos a Gdansk!

Estaba salvado, Arthur y Adam –alias “esos benditos polacos”- volvían a sus casas luego de un arduo día instalando molinos generadores de energía eólica, buena metáfora de mi misión imposible de llegar esa misma noche a Hamburgo, saltando de auto en auto, uniendo las viejas urbes hanseáticas a lo pobre. Pero mis desafíos no habían terminado, si bien los polacos me llevaron 170 km hasta Lübeck, allí tomaban la ruta costera que los llevaría al Báltico. Quedaba a sí a tan sólo 62 km de Hamburgo.

Corrí hacia la Bahnhof (estación de trenes) pero ya era medianoche y el próximo tren partía a las 4:17. Pero qué importaba, ya estaba en Alemania. Caminé para saludar a la Holstentor –la antigua puerta medieval de la ciudad, donde ya había estado en 2001- con Atom Heart Mother de Pink Floyd, en los auriculares. La primera pista de ese álbum siempre evocó para mí alguna noche lluviosa como aquella en algún lugar de Europa del Norte, con una moto ochentosa acelerando sobre adoquines que reflejan la luna.

Luego me metí en un bar cualquiera frente a la estación, a beber buena cerveza y a brindar con extraños –y, a la distancia, con aquel psicólogo loco que me convidaba conceptos como caramelos prohibidos- por todos los encuentros que caben en la desactivación de una autopista.


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Acerca del Autor

Juan Pablo Villarino

Desde el 1 de mayo de 2005 recorro el mundo como mochilero para documentar la hospitalidad y la vida cotidiana de los destinos más insólitos a través de mis crónicas. Escribo libros de viaJe para contribuir a la revolución nómada.

12 Comentarios

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  • me emocione mucho con este texto!! estoy viajando a dedooo por el sur de argentina y fuaa… vaya q puedo sentir lo loco y hermoso q es hacer dedo ! son este es un texto qme llega en el momento justo. gracias muchas gracias! ojala me leas cuando tenga mi blog. jaja abrazoosss!

  • Hola!

    Te escribo, creo que por vez primera, pero siempre los leo a Lau y a vos.
    Nací en Uruguay, y estoy a punto (escasos meses) de arrancar un viaje a dedo por el mundo -como ustedes- con mi novio, y a medida que el tiempo pasa, los sentimientos encontrados se asoman: melancolía y ansias.
    Ya realizamos un mini-viaje “work holiday friendly” a dedo a Ushuaia, pero ahora se viene lo grande, lo que implica renunciar a varias cosas, para dejar entrar otras. Y a cambios grandes, grandes sentimientos.
    Cuando la melancolía y el miedo parece que le quieren sacar el lugar a las ansias y el amor a lo incierto, es cuando respiro profundo y entro a sus blogs. De esa forma, recupero la cordura y el miedo huye, espantado ante tanta fuerza.

    Esta entrada tuya es otra bocanada de lo bello que puede llegar a ser vivir de lo incierto, y del satori, como decía el muchacho de la barba pelirroja. No conocía el concepto, pero ahora que me lo enseñaron ustedes, creo que va a ser un tema recurrente por las autopistas neuronales de mi cabeza, y hacerle compañía al “Carpe Diem” que me enseñó el profesor Keating.
    Dá también a pensar cómo una misma situación puede ser tan diferente para distintas personas, como pudimos ver en nuestro mini viaje anterior, y como vos reflejás siempre tan bien en tus post.

    Me encanta como la ruta provoca esa filosofía en el caminante, y pienso, que más allá de conocer gente que nos abre la cabeza, esos momentos dentro de nuestra mente son igualmente muy iluminadores.

    Abrazo, y espero ponerme las pilas y comentar mas seguido en sus blogs a partir de ahora ¿ta?. Es como una pequeña retribución, como de la que hablás vos que hay que darle a la ruta de vez en cuando 🙂 .

    P.D.: yo te iba a escribir para avisarte que en la palabra “punto” cuando hablaste del señor que paró con el semáforo en verde, te comiste la “n”, provocando una palabra un tanto… ejem… pero al final, mis dedos escribieron antes que todo eso. Supongo que era inevitable.

  • Mas allá de que cada vez que leo un relato sobre autopistas que pasan lento (aunque pasen rápido y sea uno el que avance lento) vuelvo en mi cabeza involuntariamente a los autonautas de Julio, y de que vuelva a celebrar como siempre tu particular forma de ver y describir esos detalles que para la mayoría sólo son decorado; lo que más rescato esta vez es el sincericidio y la pacatería de Don Google al mandarte a laburar jeje…

    Más ó menos presente por acá, pero siempre atento a tus pasos. Abrazo Juan!

  • Hola!

    Te escribo, por vez primera, pero siempre los leo a Lau y a vos.
    Estoy a punto de arrancar un viaje a dedo por el mundo -como ustedes- con mi novio, y a medida que el tiempo pasa, los sentimientos encontrados asoman: melancolía y ansias.
    Ya realizamos un viaje a dedo a Ushuaia, pero ahora se viene lo grande, lo que implica renunciar a varias cosas, para dejar entrar otras. Y a cambios grandes, grandes dudas.
    Cuando la melancolía y el miedo parece que le quieren sacar el lugar a las ansias y el amor a lo incierto, respiro profundo y entro a sus blogs. De esa forma, recupero la cordura y el miedo huye, espantado.
    Esta entrada tuya es otra bocanada de lo bello que puede llegar a ser vivir lo incierto, y del satori, como decía el muchacho de la barba pelirroja. No conocía el concepto, pero ahora que me lo enseñaron ustedes, creo que va a ser un tema recurrente por las autopistas neuronales de mi cabeza, junto con el Carpe Diem que me enseñó el profesor Keating.

    Me encanta como la ruta provoca esa filosofía en el caminante, y pienso, que más allá de conocer gente que nos abre la cabeza, esos momentos dentro de nuestra mente son igualmente muy iluminadores.

    Abrazo, y espero ponerme las pilas y comentar mas seguido en sus blogs a partir de ahora ¿ta? . Tomalo como una pequeña retribución, como de la que hablás vos que hay que darle a la ruta de vez en cuando 🙂 .

    P.D.: yo te iba a escribir para avisarte que en la palabra “punto” cuando hablaste del señor que paró con el semáforo en verde, te comista la “n”, provocando una palabra un tanto… ejem… pero al final, mis dedos escribieron antes todo eso. Supongo que era inevitable.

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