Esta Oda a Odessa es una reflexión sobre la paz y el entendimiento humano entorno a una anécdota personal durante mi paso por Odessa en 2005. Ojalá circule y llegue a ojos de quienes justifican esta guerra con retóricas desde el sofá de su casa, a quienes la declaran desde sus despachos. La paz para la humanidad depende más de quienes toman vino barato sobre las baldozas.
Aunque nieva sin piedad sobre sus cabezas y, quizás también, sobre sus futuros, dos hombres apilaban bolsas de arena alrededor de un monumento en la ciudad de Odessa, el puerto más importante de Ucrania en el Mar Negro y la única ciudad grande del sur aún no tomada por los rusos.
Una presentadora de noticias de la BBC explicaba, con el mismo tono con que hubiera anunciado el pronóstico del clima, que la ciudad esperaba el ataque ruso de un momento a otro y que los locales estaban ansiosos por proteger a los símbolos de su identidad,
Algunos monumentos, rodeados de cartón y cinta de embalaje, tenían el aspecto de momias. Otros, todavía en bronce vivo sobre pedestales blindados cual trincheras, parecían comandar ellos mismos la resistencia. Y quizás lo hacían.
Yo había perdido todas las fotos de mi paso por Ucrania en 2005, al inicio de mi viaje en autostop por tierra desde Irlanda al Sudeste Asiático, pero reconocí de inmediato lo que mostraba la BBC: el perfil imponente de la Casa de la Opera de Odesa, las escalinatas de Potemkin, y una elegante línea costera gracias a la cual algunos llaman a Odessa la perla del Mar Negro.
Voy a admitirlo: mi encuentro con Ucrania no había sido muy buscado, más bien una rápida incursión de último momento cortando camino hacia la República Separatista de Transnistria. No conocí Kiev, sino apenas los pueblos a mi paso y un par de capitales provinciales, pero sí hice dos noches en Odessa.
Como es usual en mis viajes, no tenía ningún alojamiento reservado. Pero lo que en ese momento era un default logístico, hoy, es la base empírica de mi empatía.
No tener hotel me ayudó a identificar lo difícil que sería conjugar una guerra si las decisiones dependieran de la gente común, del que vende naranjas, de la maestra de grado, del camionero.
Escribo esto a pedal puro de memoria sin asistencia de fotos (perdidas) ni libretas (en algún depósito junto con la mitad de mi existencia).
Yo caminaba por el centro de Odessa en busca de una señal. Me paraba en esquinas para ver si alguien me hablaba, me sentaba en los bancos de las plazas, daba vueltas por el bulevar y subía y baja las escaleras Potemkin, donde ahora se tienden banderas ucranianas en protesta por la agresión rusa.
Ya era de noche, eso me acuerdo, porque La Maga (mi mochila) ya me pesaba, pero de alguna manera no me preocupaba dónde dormir. Ya llevaba seis meses por Europa del Este y nunca había faltado la conexión humana que proveyera un techo.
Entonces lo vi. En realidad, primero lo escuché. Un fá suspendido y nostálgico me advirtió de su presencia, tocando la guitarra sobre una manta afuera de un centro comercial. Hubo una especie de reconocimiento de cejas alzadas y leves movimientos de la cabeza, una contraseña entre desertores, como si su guitarra y mi mochila ya fueran garantías de acuerdos básicos alcanzados a priori.
Se llamaba Dimas, era ruso, y recorría Europa como músico callejero. Me invitó a sentarme. “Soy de Ekaterimburgo” – me dijo. ““Eso es en el medio de Siberia” – me explicó con cierto orgullo.
Recuerdo que eso me impactó. Ekaterimburgo estaba más cerca de Mongolia que de París. Odessa, para mí, ya resplandecía bajo cierto exotismo, pero para él, al contrario, se trataba de la puerta de Europa, y me hablaba de Berlín como yo a él de Ulan Bator.
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Así y todo, encandilados por antípodas, coincidíamos en la pasión. Dimas era un autostopista compulsivo, no tenía destino. En vano le pregunté hacia dónde seguían sus pasos. No sabía. No quería saber. Sólo tocaba los timbales. Conocía el mate y cuando cebé unos amargos dijo: “Waw… ¡una calabaza original!”. Y yo miré nuevamente a mi mate, pero mis ojos fallaron en verlo como calabaza.
Le pregunté a Dimas si tenía alguna idea de dónde podría dormir esa noche. Entonces le dio una última pitada a su cigarrillo ruso de siete centavos el paquete, apunto al cielo con la última bocanada fabril de humo y me dijo que lo siguiera. Estaba durmiendo en lo de una amiga ucraniana, me explicó, y ella seguramente no tendría problemas de alojar a un segundo vagabundo.
Caminamos por calles cada vez menos céntricas hasta llegar a un monoblock en un barrio de estudiantes. Pasaba chicos y chicas con bolsas de supermercado repletas de botellas, parecía haber una fiesta en cada piso. Dimas sacó otro cigarrillo y nos quedamos esperando en el estacionamiento. Tenía el pelo largo debajo de un gorro de lana con bonete, y la sonrisa amable y vivaz en una cara enflaquecida por su dieta de artista.
Daryna le dio tiempo a Dimas de rasguear melodías que apuntaban más a su corazón que a mi discernimiento, le tronaba a la guitarra melodías folclóricas y se había puesto algo melancólico. La amiga de Dumas apareció como al tercer tema. Tenía lentes de marco de pasta, un tapado que parecía comprado en una feria americana y una expresión beata. Era ucraniana, había conocido a Dimas cuando este tocaba a la gorra en la puerta de la universidad donde ella estudiaba psicología.
Me saludó como si me esperara, aunque whatsapp no existía y se acababa de desayunar de mi existencia. Había caído en paracaídas en el living de su casa y eso a ella le parecía lo más normal del mundo. Me indicó donde estaba la cocina, el sofá donde dormiría y la ducha.
Luego bajó un gatito pardo y bastante cachuzo que había llevaba alzado y nos dijo: “Hoy no van a dormir solos, miren lo que encontré en la calle”. La hospitalidad y vocación de refugio de Daryna no sólo traspasaba las nacionalidades y acogía juglares rusos y mochileros argentinos, también se extendía a otras especies.
Esa noche, en Odessa, mientras compartía asilo con un gato y un músico callejero ruso, no tenía manera de saber que tenía delante una muestra de la permeabilidad de la empatía y el entendimiento humano. Aún no habían sonado los tambores de la guerra y quienes habitábamos las calles de Odessa no prestábamos atención a los pasaportes ni a los genomas.
Promiscuidad fuera de juego entre rusos, ucranianos, argentinos, felinos, todos relacionados sin hilos que movieran desde arriba nuestra capacidad de intolerarnos, de hacer piel de discursos o banderas.
Por eso esta oda a Odessa, no sólo como mantra embriagado de resistencia, sino más bien como testigo, bajo juramento de experiencia, de que puedes ser mucho más que un nudo de erizos.
Vi a tu gente abrazar gatos con elegancia vegetal y besuquearse con rusos, a tus barcos desplomar sus anclas y a tus tabúes levitar con vino barato de fiesta universitaria. Aunque te empequeñezcas en mi memoria sin jotapegé, no se rompe ese hilo con tu pasado de abrigo.
Que no digan que se odiaba en tus academias de baile o círculos literarios, reencarnadas brutalmente en barricadas, ni te inventen un odio con retórica.
Porque si algo me recordaron tus calles, Odessa, es que en ese entendimiento uno a uno y sin intermediarios entre extraños de distintas culturas reside todo el potencial y la semilla para desarrollar una armonía planetaria.
Larga vida a vos, Odessa, a tu normalidad nunca televisada. Yo te conozco de otro lado. Gracias por regalarme un recuerdo de paz que hoy sería incomprendido.
La humanidad necesita, aunque sea una noche, descansar su potencial bélico recostandose en el sofá de Daryna. Y que el ruido a metralla, sea solo el ronroneo…. de ese gatito.
La humnanidad necesita el sofá de Daryna, frase anotada.
Muy ciertas tus palabras Juan! Gracias por compartir recuerdos tan auténticos.
Me quedo con este fragmento…y por que no soñar con que se cumpla?
“Ojalá circule y llegue a ojos de quienes justifican esta guerra con retóricas desde el sofá de su casa, a quienes la declaran desde sus despachos”.
Ojalá asi sea, gracias por leer el blog!