Ante todo, este post va dedicado a nuestra amiga Vero Tabasso, ella sabe bien por qué! Bueno, hoy les voy a contar la historia de la chiva. No de cualquier chiva, claro está, sino de nuestra chiva mágica. La vimos parqueada en el mercado de Salamina, un bello recoveco del Eje cafetero colombiano donde la rusticidad de la vida se le atrincheró al paso del tiempo. Nosotros, como siempre, estábamos en la afanosa búsqueda de alguna aventura loca por la que discurrir. Estos emblemáticos camiones, con su multicolor carrocería de madera adaptada para oficiar tanto como transporte de carga o pasajeros, son monumento nacional de Colombia. Queríamos subirnos a uno que nos llevara por las verdes colina cafeteras como el dragón de Atreyu en La Historia Sin Fin. Y aquí, en Salamina, al verla, dejé mi tazón de café sobre la barra de madera del billar Bola Roja, atravesé el mercado entre caballos y arrieros con su poncho y también por entre el barullo de los montallantas para quedarme contemplativo frente a ella.
Era una pena salir del Bola Roja, por justo en ese momento Carlos Enrique, maestro cafetero, me enseñaba a manejar la vieja máquina con que dispensa el negro néctar del insomnio. Señalaba insistentemente la perilla de intensidad del vapor, indicando que si al aguja sobrepasaba los 25 estábamos ante una inminente explosión. Y Carlos Enrique sabía lo que decía. Su padre y su abuelo habían servido el café en esa misma máquina. Había que verlo enlazar con el índice dos tazones y con un swing que era un acto de nobleza atajar las cascadas simultáneas de las dos boquillas dispensadoras del viejo trasto. Conocía incluso el secreto con que los más antiguos cafeteros hervían huevos dentro de la máquina para que los arrieros más cansados repusieran energías con un huevo duro al plato.
Pero cada paso con que nos alejamos del Bola Roja hacia la roja chiva sería recompensado. Al verla, nos enamoramos de ella, aunque estuviera cargada de polvorientas bolsas de papa. Un hombre se encontraba tirado bajo el chasis, engrasado, arreglando algo en el tren delantero. Era Julio. No hubo que conversar mucho. Julio nos invitó sin preámbulos a unirnos a la chiva en su viaje de tres días por el interior de la campiña colombiana.
Lo que me gusta de la chiva es su carácter mestizo. Se podría que decir que su autenticidad le permite a Colombia concretar una respiración: cuanto la nación inhala de globalización, la chiva lo purga, lo exhala gracia a su vigencia en las rutas de montaña. Su chasis y su motor serán hijos del fordismo, pero su carrocería en madera es un manifiesto de la colombianidad. En sus cuadros se ven pinturas de situaciones cotidianas estilizadas e idealizadas: parejas contemplando románticos atardeceres, casas coquetas con arcoiris y cascadas. Todo el panel trasero es una imagen de un niño Jesús acompañado por la leyenda “Yo reinaré”. La chiiva es un totem rodante. Estos mosaicos iconográficos se encuentran orgánicamente armonizados por una extensa red de leit motive geométricos que hace recordar al fileteado de los colectivos porteños. Acaso sean parientes lejanos y secretos de los camiones paquistaníes, verdaderas catedrales barrocas sobre ruedas que –con su propio carisma- ronronean día a día por los Himalayas.
Al día siguiente a las ocho en punto estábamos en el Bola Roja. Julio y su ayudante le daban los últimos ajustes a la dirección de la chiva. Nosotros revoleamos las mochila entre las bolsas de papa, sorbimos un último tinto preparado diligentemente por Carlos Enrique, y echamos a rodar rumbo a Pácora. Julio nos cuenta que la chiva es un Ford modelo 57, y fue transformado en chiva en 1963. “Yo la tengo hace apenas 11 años, pero ella tiene vida propia” – agrega. Julio es consciente de que su propiedad sobre la chiva es un momento de algo casi eterno, como la mariposa que, sólo durante segundo, posa su liviandad imperceptible sobre una secuoya centenaria. Al final, la chiva siempre seguirá, por otros caminos, con otro nombre.
Julio mantiene firme el amplio volante con modales náuticos que combinan con la línea de la chiva que parece por momentos un transatlántico. La escalera que da acceso al techo, donde a veces transporta carga o incluso pasajeros, hace que la metáfora funcione mejor. A nuestro lado pasamos pintorescas fincas cafeteras, decoradas con marcos rojos en las ventanas y florecidas macetas. En cada comedor, en cada caserío, la gente se acerca. La papa ha subido de precio y los vecinos le echan la mofa a Julio, ahora embajador indefenso de los vaivenes del mercado. “¿Cómo que ochenta mil? ¿Cómo así Don Julio?” – pero terminaban comprando porque Julio es el único abastecedor de la zona.
En pueblos con poco respeto por la modernidad la chiva se abre paso entre parches de café secándose en plena calle. En Pácora nos detenemos para que Julio negocie con un gran almacén que quiere comprar diez bolsas. Entonces los locales comienzan a acercarse con esa amabilidad latente que portan en sus rostros, desesperados por fijarla y actualizarla sobre alguien. Al fin nos rodean y tiene lugar el secuestro: “¿De Argentina’ ¿Y allí no crece el café?” (recordé cuando los beduinos me preguntaban si en Buenos Aires había mucha arena). Angustiados hasta la boca de su estómago esos hombres nos acompañaron del brazo, como quien se apresta a dar un sentido pésame tras enterarse de una tragedia, y nos escoltan hasta un depósito de café. Allí nos explican su oficio, la selección de los granos, su vida. Entonces otro hombre interrumpe para invitarnos un “tintico” en un bar, y otro quiere que conozcamos a su familia. Cada uno tironea de su lado. Si le diéramos a cada cual una cuerda para que jalen de nosotros, terminaríamos como Tupac Amaru. Descuartizamiento por hospitalidad múltiple.
Y por arroyos y trochas empedradas siempre prevalece nuestra chiva. Ya le hemos tomado cariño. Julio conduce mientras opina sobre el Tratado del Libre Comercio con EE.UU y también de la guerrila. “¿Qué aporta al país el que se va al monte cargando un fusil?”. El romanticismo que el Che despierta en Argentina aquí está más bien inhibido porque todos tienen alguien cercano que murió por la violencia de las cruentas guerras internas que han azotado a Colombia.
En los pueblos en que vamos recalando nunca falta el billar con atmósfera melancólica. Muchas veces, incluso, suena un tango. Es que seguimos, pero a la inversa, el derrotero del cadáver de Gardel, recuperado del accidente aéreo en que pereciera en 1935 en el aeropuerto de Medellín, y trasladado su ataúd a lomo de mula hacia el puerto de Buenaventura. Esa peculiar caravana explica el insólito anclaje existencia que tiene el tango en las zonas montañosas de Colombia.
A Aguadas, la patria del sombrero de paja que es la insignia de los campesinos colombianos. Sentados frente a la iglesia, presenciamos un hecho curioso. De un lado del pueblo se acerca un funeral. El cajón avanza montado sobre una plataforma sobre ruedas de bicicleta. Toda la procesion va mirando al suelo. Y del otro, avanza una chiva de todos colores, que ha sido alquilada para un cumpleaños. Rebosa de niños, sonrisas y globos. Ambas procesiones se topan a mitad de la cuadra. Por algunos segundos ambas fuerzas se miden, la vida y la muerte. Los del cajón finalmente se amuchan en la acera. Es la muerte la que se hace a un lado para que la chiva cargada de niños y esperanza sea la vencedora de esta justa tan ancestral como periódica. ¿No es gracias a al triunfo de lo positivo que la humanidad ha podido sobrevivir a sí misma?
Cada uno tiene su propia esgrima, sus propios demonios que convierten cada mañana en una consigna, cada gesto en un manifiesto. ¿Y Nosotros? Estaremos siempre del lado de la chiva, pues llevamos en nuestros estandartes el horizonte y el infinito. El caminante es optimista por definición. Ni que hablar de lo que se lleva tatuado en el alma. O de ese optimismo liberador de pegasos empantanados, que al despertar cada día nos convence de que cada nueva huella puede transformarse en un boquete hacia otros mundos, y que cada letra publicada puede ser una carabela inflada por un mensaje de paz. Por eso seguimos en la chiva, hacia muchos pueblos más, durmiendo en la casa de quienes ordeñan vacas en un caserío llamado San Félix, y feligreses de un etcétera impredecible.
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«Descuartizamiento por hospitalidad múltiple» muyyyy bueno.
Los sigo en su camino «viajando en sus palabras».
Buena Vibra.