Nos aproximábamos a Tsunki, una comunidad Shuar en el Amazonas ecuatoriano. Cuando teníamos todo bajo control, uno de los pasajeros de la canoa nos contó que Pascual Yampis, nuestro contacto local, había salido a Macas. Temimos que el resto de su comunidad se mostrara hostil o apática ante nuestra visita. Cuando la canoa llegó finalmente a Tsunki estábamos exhaustos y ni siquiera sabíamos si seríamos bien recibidos. Sin embargo, con sólo mencionar a Pascual, su mujer Rosana se acercó al precario embarcadero y dispuso nuestra bienvenida. Trepamos por escalones tallados en el barro y con timidez pasamos parapetados tras Rosana y sus niños entre otros locales que nos miraban perplejos.
Se nos asignó una cabaña de madera separada del suelo por unos pilotes. Dentro de ella armamos nuestra carpa para protegernos de los variados insectos de impredecibles tamaños. Noté que sobre todas las cabañas había pantallas solares. Otras viviendas de la comunidad eran simplemente chozas techadas con paja, al estilo tradicional. Luego entendería que no eran viviendas sino cocinas. En el centro de todo, un amplio espacio funcionaba como cancha de fútbol. Caímos rendidos sobre las bolsas de dormir y dormimos profundamente durante tres horas, con un diluvio amazónico como canción de cuna, hasta que somos invitados a merendar.
En la cocina familiar fuimos invitados a merendar, sentados frente a un banco de escuela como mesa, en un espacio separado de la cocina por un tabique formado por tablones por entre cuyas se filtra el humo del fogón. Una de las niñas puso delante de nosotros dos hojas de plátano que envolvían una ración de pollo con palmito trozado, plato típico conocido como ayampaco.
Después -tal como temía- fuimos sometidos a la chicha protocolar de bienvenida, que vino a despojarnos del grato residuo de pollo en nuestro gusto. La preparación de la chica, a base de yuca hervida, es un oficio legado a las mujeres. Estas escupen la chicha en una olla para que las bacterias humanas hagan fermentar la yuca, que así va ganando lentamente grado alcohólico. El brebaje final se sirve en un recipiente hecho de “pilche”, una fruta autóctona. Aprendí a temer a ese hemisferio amarillento cargado del agrio líquido. Pero había que aceptarlo para no ofender a nuestros anfitriones. Laura puede certificar que es muy difícil encontrar algo que no esté dispuesto a ingerir: me consideraba todo un avestruz, ahora derrotado por las leyes de la selva. En este contexto formulé entre arcadas una teoría sobre la existencia de un paladar individual y otro cultural y colectivo. Y en este paladar colectivo shuar la yuca es, en lugar de perdonada, alabada, pues es el tubérculo base de los pueblos amazónicos, y ocupa el rol de la papa y el maíz en el mundo andino, o del trigo en el europeo.
Después de la merienda pedimos permiso para entrar en la sencilla cocina. Hasta ahora ellos nos servían a nosotros como si fuéramos embajadores –y quizás lo éramos, de otra cultura- pero tarde o temprano queríamos cruzar esa frontera que implica llegar a compartir un espacio. En el centro de la sala ardía una fogata. Sobre un tablón de madera se acomodaba ollas y utensilios, mientras que del techo colgaban las changinas, canastas de caña con que las mujeres salen a recolectar a la finca. En otro tablón se alineaban algunos de los ocho hijos de Rosana y Pascual. Eran tantos que nunca los vimos a todos juntos, quietos y en el mismo sitio. Todavía no sabíamos que nos enamoraríamos de esta familia. Por entonces los niños aún nos miraban con mezcla de respeto y temor. El primer nombre que memorizamos fue el de Manolo, quizás porque siempre hacía monerías, bailaba o corría hacia nosotros con chicharras cautivas de sus mínimas manos.
Regresamos a la cabaña algo decepcionados por no haber logrado entablar una conversación con Rosana. Cinco minutos después, de improviso, fue ella la que entró, se sentó en el suelo y, mientras amamantaba a su bebé, comenzó a hablarnos de su vida. Tenía 34 años y había tenido nueve hijos, uno de los cuales falleció al año a causa de un vómito. Para acceder al médico más cercano hay que navegar dos horas en canoa y luego tomar una avioneta a Macas… Habla con una serenidad que no omite la fortaleza. Hace pausas después de cada palabra. Los shuar hablan el castellano con una gramática caprichosa y variable. En cambio, son amos de un idioma exuberante como la selva, que nombra árboles, semillas, fuerzas y espíritus. Más que un idioma, es una cosmogonía. Roxana explica que cada uno de sus hijos porta un nombre hispano y otro shuar, en paralelo. Cristian, de 16 años (el mayor) es Arutam (el espíritu supremo de la vida), mientras que Henry es Itti (avispa). Aclara con orgullo que todos sus hijos están bautizados, pero cuando Laura le pregunta si mantienen sus creencias emana un poderoso sí como un geiser. En Egipto conocí el Monte Sinaí y el desértico entorno en que el Dios judeocristiano le habló a Moises. Haciendo regla de tres imagínense la religión que la selva amazónica le puede aber dictado al hombre…
Nuestro primer encuentro con esa selva sucedió al día siguiente. Cristian se ofreció solemnemente a acompañarnos hasta una cascada. Sería iluso querer seguirle el paso a alguien que camina por la selva desde sus primeros pasos. Los cuerpos de los adolescentes shuar son tonificados, robustos, eficientes receptores de la herencia cazadora y guerrera de su raza. Cada tres o cuatro pasos Cristian nombra una fruta o un árbol, como una varita mágica que hace resplandecer sobre el telón de nuestra ignorancia urbana ítems antes desconocidos. Allí está la horquilla, y entendemos que no era paja lo que techaba las viviendas, sino una especie de palma. Hay una planta de la que extraen el veneno de barbasco con el que pescan. Unos pasos más y… “quieren probar palmito?”. Cristian se aleja diez pasos, y con su machete comienza a talar una palma de chonta. Regresa con un cilindro del tamaño de un bazooka, gran sorpresa para nosotros, acostumbrados a los palmitos diminutos enlatados de los supermercados. Al rato, con la educación que lo caracteriza consulta: ¿desea probar toronja? De un machetazo la baja, con otro la troza y le ofrece a Laura: “tome Señorita”.
La marcha a la cascada no es sencilla, por momentos trepamos sosteniéndonos de raíces y lianas, cruzamos árboles caídos, musgosos, tendidos como puentes. Cristian detecta nuestra dificultad y fabrica dos bastones con caña guadúa. Él se anticipa en el camino, con el machete elimina las ramas demasiado bajas. Algunos de sus machetazos son imprescindibles para crear un camino físico y contraatacar la lenta y creciente mordida de la selva. A intervalos regulares, otros machetazos encuentran terminal en árboles duros que jamás podrían reducir: a través de ellos Cristian establece un diálogo con la selva, acaso le expresa su cariño.
Al fin llegamos a la cascada. No es portentosa, pero embellece con su caída una olla de piedra en la que se puede nadar. Dejo que el torrente vertical se vierta sobre mi cabeza, al menos por un segundo. La luz es mágica. Antes de zambullirse Cristian se persigna, ejecutando un alevoso acto de sincretismo. Es que en el pensamiento shuar las cascadas (tuna) son sagradas. A algunas de ellas los hombres shuar sólo acuden en ayuno y “con una misión”, como designa Cristian a la ocasión de tomar ayahuasca. Justo antes de que pudiera meter un pie en el agua, Cristian anuncia que en la cascada suele habitar una boa. Cuando ve nuestro reacción aclara “no es una boa real, es el espíritu de una boa, si tu lo ves entonces ganas el poder de esa boa”. Esto de andar por ahí fagocitando las esencias de las criaturas de la selva es algo típico shuar. La selva nos va acorazando así, no sólo con barro y sudor, sino con sus propias leyendas. Nuestro mundo urbano, evocado –con dificultad- desde la espesura simbólica de la selva es una angostura ficticia, a lo sumo probable, que no proyecta sombras ni influencias. De bajo, arriba, y alrededor, ella es contundente. Más allá de cada especie, es un conglomerado solidario que contempla al escorpión, a su veneno y a su antídoto exacto escondido en la corteza del árbol correcto. Los shuar conocen las relaciones entre todas las entidades de la foresta, se sirven de ella, la nombran en mitos y canciones y mueren en ella.
“No necesitamos ir de compras, la selva nos da todo. Aquí vivimos gratis” – explica orgulloso Cristian. Algunos podrán ver a los Shuar como un pueblo amazónico relegado que abandonó el taparrabos hace algunas décadas. A mi criterio, sin embargo, conforman un pueblo soberano de su entorno. Aquí no hay división del trabajo. Cualquiera de ellos sabe pescar, cazar y curar, y podría caer en paracaídas en otro sector de la selva y como una semilla reproducir cada aspecto de su cultura. En comparación, un adolescente de ciudad es un inepto adicto a los videojuegos. Y por eso temo el momento en que la minería y las madereras contaminen su entorno en un grado tal que deban salir a la ciudad, cuando ya no puedan cazar su huanta o su armadillo y deban ser peones en un edificio en construcción. Recuerdo con ira e impotencia a los ayoreos que conocí en las afueras de Santa Cruz de la Sierra, antiguos cazadores, hoy tejedores de fundas para celulares y conmovedores mendigos.
Regresamos a Tsunki. Cada paso hace crujir bajo nuestras botas la textura de la selva, tejida en lenguaje de luz y clorofila. Ha sido una caminata de tres horas, pero sólo ahora creo estar convencido –y no sólo teóricamente- de que la defensa de las culturas originarias no debe entenderse como una conducta altruista y descendiente hacia rarezas antropológicas acorraladas, sino como una alineación horizontal, una resistencia en barricada, junto a los guardianes de las sabidurías ancestrales del planeta, junto a aquellos pocos que todavía pueden educarnos en el respeto a la tierra.
hola soy cristian que dios le vendiga por visistas delos amigo nesesitariamos mas amigos que desean conoser nuestra cultura y tradiciones venitg conoser nuestra bot que tenemos lindo paisajes que jamas lio abias visto
Muy buen artículo.
No es un lugar al que quisiera visitar por lo que te agradezco poder hacerlo a traves de tu blog con tu relato y fotos.
Saludos cordiales
Elisa, en Rosario, Argentina
hola Juan, ya estoy al dia con el blog, la verdad hermoso todo, no tengo palabras para decir lo que siento, que hermosa gente, cuanta bondad, ojala que el «»»progreso»»» no llegue nunca a ellos….un abrazo amigo y las historias del mundo contadas por vos me emocionan hasta las lagrimas…