Desde Kailash hasta Lhasa seguimos Pablo y yo nuestro viaje por libre en el Tíbet, haciendo autostop en la ruta 219 y atravesando una de las zonas más desoladas del Tíbet del Oeste. Nuestro permiso perdía validez día a día, y el dinero, a falta de cajeros automáticos, se nos agotaba. En Horchu el panorama de la ruta para el autostop era peor aún que en Kailash. Cada día de ese Tíbet de otoño parecía ser mas frío que el anterior. Por la mañana los charcos al costado del camino semejaban espejos rotos. Con la 219 siempre silenciosa y sin transito, nuestra banquina era un balcón a la eternidad. Entre esa tarde y la mañana siguiente esperamos 14 horas en Horchu. En ultima instancia, recuerdo, el frío nos había llevado al extremo de buscar refugio bajo tierra en lo que parecía ser una trinchera natural, turnándonos para asomarnos a vigilar la ruta, y saliendo en desesperada corrida cada vez que un camión tronaba en el horizonte.
Pero toda tragedia tiene un héroe, y ese fue el conductor tibetano del camión que finalmente se compadeció de nuestra militancia y nos ordeno que subiéramos en la caja, donde entre un confuso potpurrí de materiales de construcción nos acomodamos para disfrutar una vez mas de la casi olvidada sensación del movimiento. 160 Km. después llegábamos al checkpoint de Mayum La, en un paso a 5200m. A un Km. del control, sin embargo, el conductor detuvo el camión. No se arriesgaría a ocultarnos entre la carga, como acostumbran algunos de sus colegas, por el riesgo a perder la licencia por el prohibido acto de transportar extranjeros. No solo nos pidió dinero sino que, disculpándose de no poder sernos de mayor utilidad, nos saludo amistosamente y en fin deseo suerte.
El checkpoint era un sitio sombrío, como todos los sitios donde los habitantes están allí contra su voluntad, sea como militares estacionados por sus gobiernos o como prostitutas temporalmente asentadas para atender a dichos militares. Finalmente apareció delante de nuestros ojos una barrera pintada a franjas blancas y rojas. El uniforme con botones dorados del soldado que la custodia apenas disimula su edad adolescente, y solo haciendo ostensible su molestia es que deja de jugar con su celular para echar una desinteresada mirada a nuestros pasaportes. Por el permiso para Tíbet ni pregunta, lo que nos hace pensar si acaso no era lo mismo pasar indocumentado. Pronto estamos otra vez caminando por la ruta cubierta de nieve, indagando a los astros sobre el siguiente paso. Considerábamos la opción de pasar la noche en una casa de te cuando escuchamos de pronto el ronroneo de nuestro querido camión. Se habían detenido a cambiar una cubierta y ahora ya pasado el checkpoint, nos hacían señas de que trepáramos nuevamente a la caja. Abrigados con todas nuestras prendas simultáneamente, soportamos la noche mas fría hasta entonces, espiando ocasionalmente desde la bolsa de dormir el cielo estrellado.
El haber cruzado el Mayum La nos había dado inicialmente la falsa esperanza de haber alcanzado alguna especie de plus ultra. El epicentro de esta esperanza era claramente que el transito se reactivara. Llegando al pueblo de Drongpa, nuestras expectativas parecen concretarse cuando vemos reaparecer el asfalto. El éxtasis dura poco: el asfalto fantasmal sirve solo para dar cómodo acceso a una estación de servicio y se evapora tras 200m. Esperaríamos allí tres días, junto con dos franceses de 20 años de edad procedentes de Estambul y en camino –o vía crusis- a Vladivostok. Pablo, a quien comenzaba a admirar por su prontitud para adjudicar apodos, no tardo en bautizarlos “Los Principitos”, a decir por los capotes del Ejercito Chino y la melena rubia de los dos. Los tres días en Drongpa constituyeron la masa crítica en nuestra aventura tibetana. No solo no dejo de nevar en todo ese tiempo, sino que nada había en ese pueblo para hacer salvo quedarse a vaciar termos de te en nuestro pálido cuarto de hotel. Algo extraño sucedió cuando descubrimos que el enorme televisor que había en la televisión de hecho funcionaba. La monotonía del altiplano nos había hipnotizado de tal manera que cuando lo pantalla se lleno de colores y figuras y acciones nos quedamos deslumbrados como dos niños. Lo que yo llamaría “exceso de estimulo”. Todo nos parecía interesante, incluso una larga final entre China y Uzbekistan en el ping pong, y quizás gracias a eso soportamos los tres días.
Finalmente logramos hacernos de dos boletos del autobús a Saga. La tarea no fue fácil. El chofer se rehusaba a llevar extranjeros y debió intervenir la policía local. Había más de un motivo para alegrarse. Primero, el hecho de avanzar, lentamente, hacia zonas más bajas. Segundo, desde Ali que no habíamos cruzado un cajero y pronto descubrimos que entre los dos juntábamos veinte dólares. Dábamos por sentado que en Saga habría un cajero, dado que era un pueblo con conexión vial con Nepal. Luego descubriríamos que Saga se había vuelto en nuestras expectativas una pequeña metrópolis con todos los servicios que necesitábamos. Pero la realidad apenas condescendió a un pueblo con Internet y algún que otro supermercado, pero ningún cajero. Cruzamos el checkpoint de Saga a pie, pues ningún autobús se animaba a llevarnos. Esta vez si nos pidieron nuestros permisos, que de todas maneras ya estaban vencidos. Después de Saga, ultimo pueblo listado en estos permisos, estaríamos a la merced del capricho de las autoridades. Caminamos al costado del río Brahmaputra. Para Lhasa quedan 700 Km. A 60 km, sin embargo, hay algo que puede cambiar nuestra suerte, el encuentro con la ruta norte, que porta el mayor tráfico desde el Oeste de Tíbet de regreso a la capital. El primer día recorremos la mitad de esa distancia en un “Mad Max”, como hemos apodado a los extraños tractores tibetanos que se conducen con un manubrio de motocicleta y que realmente parecen armados con los retazos de una catástrofe nuclear.
Los granjeros nos dejaron en un pueblo donde los locales estaban despostando un yak. Recién sacrificado el animal, aun manaba humo de sus entrañas. Sentados en la ruta esperamos la hospitalidad local. Con poco más de 10 dólares como todo efectivo, pagar alojamiento se ha vuelto un lujo. Una familia local nos salva de armar la carpa en esa noche helada. El día siguiente seria el más dramático de todos. Acompañados por un perro que habíamos adoptado involuntariamente en el último pueblo al darle una galletita recorrimos prácticamente a pie los 30 Km. restantes hasta la aparición de la ruta norte. Todas nuestras provisiones se habían reducido a un termo con leche caliente y dos panes rellenos. “Lo que no te mata te fortalece” –me recuerda Pablo. Más de una vez, golpeamos la puerta de algún rancho para pedir algo de “tsampa”, una harina local de centeno que mezclada con agua se vuelve una pasta poco apetecible pero alimenticia. Al ver a nuestra pequeña perra, los campesinos nos darían una razón extra. Mientras caminábamos, la única alegría era ver cambiar los números rojos que en las piedras blancas señalaban el kilometraje, lentamente desde el 1880 hasta el ansiado 1902, donde estaba el cruce.. Cada dos o tres kilómetros frenábamos a descansar, apoyando nuestras mochilas y espaldas en dichas piedras, acaso apostando a que ese kilómetro seria el último y que algún camión aparecería de la nada y nos acercaría a destino. Parecemos dos jugadores compulsivos arriesgando en un misterioso juego: 2 mochilas al 1898. El hambre también nos aqueja, y yo descubro que no hay nada tan dolorosa como caminar con un cocinero hambriento, o eso me pareció al escuchar a Pablo, hechizado por su imaginación, armar un menú que se caracterizaba por innecesarias extravagancias. Uno de los platos era, si mal no recuerdo, calabazas rellenas de arroz cremoso y carne de cangrejo al horno…
En un autobús que tomaríamos desde el ansiado cruce llegamos a Lhasa. Después de un mes de altiplano, no pudimos menos que festejar el regreso de los árboles, que habían desaparecido. Recuerdo haber mirado a los primeros desde el autobús como si fueran leopardos o jirafas. En Lhasa la felicidad de llegar a una urbe tuvo su contrapunto en la tristeza ofrecida por el espectáculo del Potala y el pequeño sector tibetano rodeados de enormes construcciones modernistas chinas. El nuevo tren que conecta a Lhasa con la “madre patria china” también ha acelerado el afianzamiento de las políticas de Beijing y dado a China una presencia irrevocable en la zona. También se ha facilitado el ingreso a un terreno por siempre inaccesible. Como dijera John Ruskin: “el ferrocarril, ese aparato para empequeñecer el mundo”. Dejando estas reflexiones de lado, la ciudad tiene un carácter festivo, con manadas de monjes caminando por las calles, revoleando sus manikhors, cantando y postrándose al llegar al Jokhang, el templo mas sagrado en la ciudad, que es día y noche rodeado por fieles en peregrinaje desde todos los rincones del mundo tibetano. El Potala es como un barco abandonado, y hoy funciona como museo. Pablo ha regresado a España y prepara en ocasiones especiales la receta que vino a el mientras caminaba hambriento por el Tíbet. Quien escribe, luego de 20 meses de hacer autostop a través de las montanas, desiertos y altiplanos de Medio y Lejano Oriente, ha decidido tomarse un descanso de las grandes empresas, los desafíos y las zonas en conflicto, como de la pluma que los retrata. El Sudeste Asiático engolfa, presumo, la calma y la frivolidad que en este momento necesito para dar perspectiva al pasado, sedimentar las distancias recorridas y poder así reunir algún día futuro suficiente calma como para engendrar otra tormenta. Mientas tanto sigo viajando, me he unido a un circo ambulante que transporta todo sus instrumentos musicales en bicicletas especiales de doble piso. Mi rol en el circo aun es no es claro, pero brinda una buena oportunidad de seguir viviendo en movimiento, y seguir explorando la misma corriente, solamente con otra balsa… Pronto les contare mas de los siguientes rumbos.