LA HOSPITALIDAD IRANÍ EXPRESADA MATEMÁTICAMENTE. APRENDIENDO A FLUIR (CON EL TÉ)

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Un moderno camión Volvo nos lleva como una flecha hasta Esfahan, donde nos espera Alba. Aunque evitamos caer en el rol del viajero para quien Irán es una colección de mezquitas color zafiro a ser fotografiadas en serie, es imposible no ser encantado por la serena complejidad de las mezquitas de Esfahan. Aquí, en la antigua capital persa, es obligatorio dejar que el ojo confronte cada variación de los complicados patrones geométricos que encuentran armonía en sus azulejos como las palabras en una prosa de Borges. Nos alojamos en casa de un miembro de Hospitality Club, quien puso a nuestra disposición un inmenso ambiente sin amoblar propiedad de su familia, cerca del barrio armenio. Durante dos días nos dedicamos a recorrer las mezquitas y también una iglesia armenia con un impresionante fresco en el que el infierno parece cobrar vida.


Esfahan es también famosa por sus puentes, de los cuales el más popular es el Si-o-Seh, palabra persa para treinta y tres, dando cuenta del número de arcos que lo sostienen. Pasear por el Si-o-Seh parece ser la agenda ideal para familias, parejas, impares ancianos y contemplativos mullahs (líderes religiosos) en un día soleado como el de nuestra visita. Debajo de cada arco hay grupos de amigos conversando, y las casas de té en el nivel superior están repletas. Recuerdo por un instante el Ponte Vecchio de Florencia, pero este es un puente vivo, del que los locales se apropian a diario, donde se escucha el silbido de las teteras y el escándalo de los niños, no un puente europeo convertido en folclore y por lo tanto extirpado de la ciudad habitada circundante. Todos los puentes son metáforas de piedra: conectan, reúnen, son una enseñanza más allá de su función, pero Steven parece ofendido por la poca atención que la gente presta a un nuevo, feo, y disonante puente de concreto que permite el tránsito automotor a pocos metros del elegante puente medieval. Ahora sólo se necesitan tres arcos en vez de treinta y tres – asegura orgulloso Steven en versión ingeniero- ¡La ciencia progresa! Y yo que pensaba que los puentes sólo podían ser lindos o feos.

Uno de esos puentes es nuestro punto de encuentro con Alba, quien emerge entre los locales abrigada en una chaqueta marrón, y con su sonrisa enmarcada por un hejab verde chillón con bordados plateados. El flequillo rubio se le escapa en cascadas sobre las gafas negras tipo Ray-Ban, y por detrás asoman, mal reprimidas, las rastas. Antes de pisar ruta hemos acordado las bases. Intentaremos hacerle dedo a camiones con lugar para los tres, para evitar separarnos. Alba, para evitar problemas, dirá que está casada con cualquiera de nosotros.
Tan seguros de que sólo un camión se detendría a llevar tres mochileros, nos miramos sorprendidos cuando dos jóvenes estacionan su confortable Peugeot 405 en la banquina. El viaje en el 405 es más sedoso, aunque apenas dialogamos con nuestros conductores, quienes están concentrados en los videos musicales que muestra la pantalla de un DVD portátil solapada al techo. El auto-cine nos deja en la aldea de Chahar Ra, donde nos tienta una ruta mal asfaltada que se pierde entre montañas. Somos concientes de que tomar ese desvío significa resignar nuestra mal asumida misión de dar con algún grupo nómada, pero ya estamos en movimiento.

Es el comienzo de una memorable serie de etapas, a veces en la caja de camionetas Saipa, montañas de 4.000 metros recortando el infinito disfrazado de azul para el baile de nuestros ojos siempre abiertos a cualquier danza, en cualquier latitud, otras veces dentro de la cabina, donde cabíamos a la manera de un Tetris mal armado, vibrando al unísono con toda la mecánica, confraternizando con cada pistón y cada tornillo. Los conductores corteses siempre sonríen y preguntan nuestros nombres y profesiones, y si estamos casados, lo que obliga a Alba a fijarse sobre cuáles rodillas está sentada antes de responder con quien está casada. Cuando preguntan si tenemos hijos les debe parecer gracioso que nos miremos con las cejas arqueadas y las sonrisas reprimidas antes de responder que no con una naturalidad sobreactuada. Alba sugiere que alguna vez deberíamos responder que los tres estamos casados, sólo para obligar a nuestro interlocutor a imaginar lo imposible, pero nunca nos animamos.

Después de cada tramo los conductores nos invitan a tomar el té, y si está oscureciendo, preguntan si tenemos dónde pasar la noche. La hospitalidad iraní puede ser expresada matemáticamente: si trazamos una línea entre A y B (donde A es una ciudad iraní cualquiera y B otra) y aceptamos que una línea está formada por infinitos puntos, y luego aceptamos que cada punto nos invite a tomar el té y a conocer a sus primos y tíos, entonces, jamás llegaremos a B. Sobre todo en esta época, cuando los iraníes se toman vacaciones por el año nuevo y se van de picnic con su familia, tirando sus coloridas alfombras a la vera de cualquier ruta pacífica, tenemos que resistir la tentación de sentarnos a tomar té con cada familia que al vernos nos convoca a su alfombra, un té que nada tiene que ver con el individualista rito del té inglés de las cuatro de la tarde, sino un té hospitalario, socialista, que se sirve a borbotones a cualquiera que tenga dos piernas y camine erguido, y que ha desbordado cualquier cita precisa para establecerse en toda la circunferencia del reloj. Irán te lleva al extremo de tener que gambetear la hora del té y la hospitalidad para poder avanzar una cantidad decente de kilómetros al día. Tal es el habitante promedio del Eje del Mal.


Por las noches, claro está, nos volvemos más receptivos que de costumbre. En nuestro primer día de viaje llegamos a la aldea de Khafr, a 2100 metros, ya después que ha caído el sol, y entramos en un video club a buscar amigos, algo conmovidos por la mujer huesuda que en medio de la calle ha alzado sus brazos al cielo justo cuando un relámpago asestaba a la noche su virulenta cápsula de luz. Uno de los empleados del solitario, casi absurdo, video club habla inglés y dice tener una solución para nosotros. Le hemos dicho que nos encantaría acampar, pero sabemos que como los iraníes asocian a las carpas con los refugiados, los nómadas y todo tipo de circunstancias miserables, lo más probable es que nunca nos permitan usar nuestras carpas. Nuestro amigo del video club hace una llamada y unos minutos después aparece otro amigo suyo, quien nos conduce a una instalación mitad oficina de turismo y mitad centro de concientización ecológica. El amigo del dueño del video club nos deja en una gran habitación vacía, y antes de despedirse nos deja una jarra con agua. Leyendo algunos afiches que adornan las paredes entendemos que estamos en algún tipo de institución financiada por las Naciones Unidas, y que apunta al ecoturismo en las vecinas montañas.
A pesar de la charla y el divague amanecimos en nuestro viejo y querido mundo, donde las razas no se pueden ni ver y los ejércitos son autosuficientes. Nos propusimos llegar a Shiraz por rutas menores, solo para descubrir que la nieve acumulada transformaba la ruta en un callejón un par de aldeas más adelante, obligándonos a negrear a la ruta principal. En algún punto encontramos una camioneta que hacia unos 200 kms hasta Kazerun, en el sur, camino al Golfo Pérsico, pero con conexiones a Shiraz y en una zona mas calida. Al llegar, descubrimos que nuestro conductor quería dinero a cambio, y el descubría que nosotros nos habíamos dado cuenta que ese no era el trato. La escena fue dantesca, los tres corriendo por las calles pantanosas de una aldea de la que ni sabíamos el nombre, de noche, con la camioneta con las luces encendidas persiguiéndonos detrás. Un San Fermín sin toros. Podría haberme atropellado, pero el hombre, confundido, dio marcha atrás cuando golpe su capot con ambas manos. Luego alguien salio a ver que pasaba y nos dio refugio.
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Almorzando con la familia que nos dio asilo tras la persecución de la noche anterior. Por la mañana, salimos a hacer dedo rumbo a Shiraz.

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