En valles prohibidos II: en un Kamaz a través de Pampas nómadas

El maestro de ingles del pueblo que la mañana siguiente me mostró el camino a la ruta, me advirtió –y no es el primero- que tenga cuidado con los nómadas kuchi. ‘Son pashtunes, todos ellos ladrones” –dice, y agrega: “aquí somos tadjiks”. La división entre el sur pashtun y el norte tadjik es una profunda grieta en la historia afgana. Los pashtun, no precisamente los pobres nómadas, siempre tuvieron el poder en sus manos, y los tadjiks los odian por eso, además de por su predisposición al fanatismo religioso. Por el mismo motivo sólo con el uso de la fuerza lograron los talibanes, originalmente un reducido grupo de estudiantes de teología de Kandahar, controlar Herat, Kabul y las ciudades del norte. Los nómadas pashtunes, que migran cada primavera con sus ovejas y camellos desde las provincias del sur, son por ende doblemente discriminados, por nómadas y por pashtunes. Según el profesor de ingles, la zona a tener cuidado seria entre Chagcharan y Lal, un gran avance desde Herat, donde se considera a todo el camino como una gran academia de piratas. Ahora el infierno comenzaba a tomar domicilio

Todo el bazar de Cheshter dejó de funcionar para observar al extranjero que se sentó al costado de la ruta. Lo primero en pasar fue, decepcionantemente, un niño pastor con sus 50 burros. Lo segundo, un ingeniero hindú que dirige las obras de la represa de Band-e-Salme. “La represa es importante para Afganistán –me cuenta. Luego reflexiona y agrega: “bueno, hasta una caja de fósforos es importante en Afganistán”. En la aldea de Dikhan espere 1:40. Mientras ni un escarabajo se movía por la ruta si era posible escuchar las hélices de los helicópteros de las fuerzas internacionales volar tras el valle.
El próximo transporte es una pick up Ranger de cuatro médicos del Hospital de Chagcharan que me llevaron hasta Kamenj, donde la ruta se desvía del valle y cruza las montañas. Cuando la sucesión de aldeas de adobe y pozos lunares adquiría un ritmo hipnótico, aparecieron de pronto tres 4×4 de las ISAF. Al ver un extranjero bajan la ventanilla para saludar. Queda así a la vista en el hombro del conductor el parche con la bandera lituana. Así me entere que de tal nacionalidad eran las tropas estacionadas en la base de Chagcharan. Me dejan en Kemanj. El Dr. Nasser me sugirió que lo buscara al llegar a Chagcharan y nos despedimos.
A los doctores les siguieron los maestros. Cuatro maestros de Kabul encargados de entrenar a los maestros del distrito de Shahrak. Camino hacia tal sitio, ya en la ruta de montaña, nos detuvimos a cenar en una aldea, invitados por un maestro local, quien apareció farol en mano para guiarnos por las calles de la aldea sin luz eléctrica. A juzgar por las largas barbas, la iluminación tenue provista por una garrafa a gas, y el aspecto cavernoso de la humilde vivienda, eso era algo así como la última cena de Bin Laden. Llegamos finalmente a Shahrak, donde pase la noche con los maestros en una vivienda que decía “Shahrak Education Management Office”. A pesar del titulo pomposo, sin muchas diferencias con la morada de los granjeros locales.
El cuarto día de viaje empieza con otro excentricismo. Mientras camino por la ruta encuentro una columna de la policía afgana en plena marcha. Al verme, el general que venia marcando el paso a los gritos ordena a los efectivos detenerse, girar hacia la cámara y sonreír, todo en tono castrense. Solo en un país tan aislado como Afganistán desean los militares ser fotografiados.

Luego encontré un camión Kamaz, que cargado de tachos de combustible y a la vertiginosa velocidad de 10 km/h cruzaba los montes Bayan hacia Chagcharan. Su chofer llevaba un ayudante de 16 años de ropas engrasadas a quien el chofer sin dudas consideraba un dispositivo más del camión. A cada grito allí iba el niño engrasado a correr una piedra del camino o a evaluar la profundidad de un río. Porque no hay puentes. Todos los imperios, potencias extranjeras y señores feudales que han gobernado el país han coincidido aparentemente solo en su firme determinación de jamás construir un misero puente. El chofer conduce con plena conciencia del avance, metro a metro, de cada rueda. Parece ser la única manera de navegar esta ruta, y nunca a mas de 15 kmh.

Las aldeas que atravesamos me hacen pensar que el Kamaz dio por casualidad con alguna puerta temporal oculta entre tanto bache. Casas cúbicas de adobe junto al río, sin electricidad, ni automóviles, ni calles. El drama de la humanidad rebobinado hasta el episodio uno. Al vernos pasar las mujeres se esconden sin excepción. Los hombres siguen asegurando con firmeza en el surco el arado que remolcan un par de bueyes. No se ven escuelas, ni clínicas, ni presencia estatal de ninguna clase. Los últimos 20 siglos han pasado por aquí en puntitas de pie, o se han atascado en alguno de los pozos de la carretera.
No muy lejos de los caseríos se emplazan ocasionalmente campamentos de los kuchi, los nómadas. Por su contigüidad a las aldeas, parecen grandes signos de interrogación cuestionando el mismísimo sentido de asentarse en estas tierras. A diferencia de los beduinos de los países árabes, que han abrazado con velocidad la TV satelital y la pick up, las aerodinámicas tiendas de cuero de los kuchi solo albergan la alfombra que los separa del suelo y bidones de agua. Muchas veces me siento tentado de bajar de un salto del “Jamás” (como he rebautizado a nuestro camión) para intentar pernoctar con ellos. Pero no puedo evitar obedecer aun los prejuicios locales, el miedo me vence. En fin, el camino es tan largo y viajamos tan lento que debemos dormir en la chaykhana (casa de tè) de una de las aldeas.


Por la mañana recorremos los últimos 20 km, pasamos el rudimentario puesto de control que consiste en una soga tensada por dos postes, y entramos en Chagcharan, capital de la provincial de Ghor, 5.000 habitantes. Seguramente fue la multitud que intentaba orientarme hacia la clínica del Dr. Nasser la que me hizo visible a los ojos de Michael, uno de los médicos norteamericanos que trabajan en una ONG local dedicada a la lucha contra la tuberculosis. Desde que el Dr. Nasser les había contado del argentino que venia lentamente por la ruta, a dedo, y apenas hablando el idioma, se habían quedado preocupados. Michael, Robert y Quintín, los tres jóvenes norteamericanos que viven desde hace 6 meses en Chagcharan, son seguramente los menos indicados para decirme que estoy loco… Contentos de encontrar otro “occidental”, me invitan a quedarme en las instalaciones de la ONG. Allí, tengo incluso la oportunidad de lavar mi ropa. Desde hace varios cientos de kilómetros que vengo fantaseando con jabón en polvo.

El primer día no hago más que tirarme sobre un colchón a descansar. Después de cuatro días de ir a los saltos sobre las pésimas rutas afganas el hecho de que el suelo no se mueva es toda una reconciliación con la normalidad. Además debo reponer fuerzas, mañana se recuerda el aniversario de la victoria de los mujaidines locales sobre los rusos en 1989 y Chagcharan es la sede de las celebraciones. Habrá un torneo de bushkahi, el brutal deporte nacional afgano en el que 40 jinetes se pelean por una cabra decapitada. Al espectáculo asistirá el comandante de las tropas lituanas, el gobernador, y según nuestros amigos afganos, un montón de espías talibanes disfrazados de aldeanos. Aunque Quentin, Michael, y Robert salen diariamente a hacer las compras en el bazar y son respetados por los locales, muchos les aconsejan borrarse por un par de días, porque Chagcharan se pondrá peligroso. Será cuestión de no encontrarnos con ese cinco por ciento… Kabul, ahora, a mitad de camino.

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