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EN CANOA HACIA EL TERRITORIO SHUAR (JURO QUE NO SABÍA QUE HABÍA ANACONDAS)


 
La finitud del planeta, en combinación con la acelerada intervención humana de los hábitats y la globalización, hacen que la exploración sea cada vez más un arcaísmo de enciclopedia. Pero hay momentos en el viaje en que sí nos sentimos exploradores, claro que los hay. Momentos en que posamos el dedo en un rincón del mapa del que sabemos tan poco, que nuestros ojos se vuelven coliseos abiertos a todas las fieras del misterio. Algo similar sentíamos mientras hacíamos dedo desde Méndez hacia San José de Morona, en la Amazonía Ecuatoriana, y nos preparábamos a ingresar en el territorio de la etnia Shuar.
Algunos conocerán a los Shuar por su fama de reductores de cabezas, y les temerán. Otros los perdonarán porque saben muy bien que son los guardianes de la ayahuasca, esa planta ritual con la que acceden a visiones reveladoras. En todo caso, me parece fantástico que los Shuar hayan dominado el arte de reducir las cabezas y expandir las consciencias al mismo tiempo. A medida que avanzábamos, almaceneros y conductores nos alertaban sobre el peligro de entrar en su territorio. “Un mes atrás apareció muerto un gringo que andaba en moto”. Todos nos repetían el caso del canadiense que aparentemente se había encamado con una viuda Shuar y había sido, en consecuencia, víctima de un crimen pasional. Más allá de esto, los Shuar mantienen tensas relaciones con el estado ecuatoriano, que pretende concesionar sus recursos a madereras y mineras chinas. Justamente en un evento contra la minería en Cuenca habíamos conocido a Pascual Yampis, un dirigente Shuar, y él nos había invitado a visitar su comunidad sobre el río Mangoziza, llamada Tsunki. Intentamos anunciar nuestra llegada por radio desde la Misión Salesiana de Cuenca, pero los octogenarios padres salesianos parecían boxear con el transmisor más que digitarlo. Así las cosas se hizo la luz, perdón, la ruta… Nos mandamos igual, con el nombre de Pascual y una foto del Padre Juan de la Cruz Ribadeneira como amuletos protectores, no vaya a ser que justo ahora los Shuar decidieran revivir sus antiguas mañas…

La ruta hasta Puerto Kaspaim es excelente. Mientras viajamos en la doble cabina de un ingeniero me pregunto si acaso no será el asfalto el que gestione la dominación que incas y españoles fallaron en infligirle a los Shuar. Los Suar que viven sobre la carretera, ya están vendiendo sus tierras –y les pagan por árbol en pie- a madereras. Con el dinero compran “carros del año”, como llaman en Ecuador a los 0 km. Para algunos, esto equivale a progresar. Nosotros, en cambio, estamos interesados en conocer a los otros Shuar, a los que aún viven en armonía con la naturaleza en comunidades al margen de sus ríos. Nos sentamos tímidamente en las gradas del embarcadero. Algunos nos preguntan a dónde vamos, y a todos respondemos que vamos a visitar a nuestro amigo Pascual. Tememos que nos pidan un permiso extendido por la Federación Shuar, papel que deberíamos tener para aventurarnos río adentro.

Abordamos una canoa con otras nueve personas, la mayoría Shuar que vivían en la ciudad y regresaban a visitar a sus familias. Algunos de ellos hacen ostensible ese falso orgullo urbano manipulando celulares sin crédito, sólo para deslumbrar a sus pares. Uno viste una remera de Iron Maiden. Cuando le pregunto si le gusta la banda, me responde que se la regaló un amigo de Quito, quien es el vocalista. Me queda claro que aunque los íconos de la globalización abundan, ninguno de ellos entiende un carajo de qué se trata el tema, y hacen sonar ringtones de la Oda a la Alegría en el celular, acaso nueva balada del tal Daddy Yankee.
A medida que el motor fuera de borda de la canoa nos inyecta en el río Mangoziza me siento cada vez más feliz. Hace semanas que extrañaba salirme del mapa. La sonrisa es indeleble al hecho de que el río está bajo. Como vamos contracorriente, hay riesgo de que la canoa se vire. En proa, un hombre al que llaman “puntero” mueve los brazos en todas direcciones siguiendo un código que indica al motorista la dirección a seguir para esquivar piedras y remolinos. Es como un director de orquesta. Yo y otros dos hombres nos bajamos a empujar la canoa. Que en ese río había anacondas me iba a enterar más adelante. Las mujeres y niños dan un atajo por la selva y nos esperan en una playa segura. Por Dios, he visto madres con tres o cuatro niños tomados de la mano en medio del río, cruzarlo hasta la mitad para reembarcar la canoa.

Las pausas para almorzar fueron la primera introducción a la gastronomía Shuar: mi mueca de horror tras probar por primera vez la chica, bebida a base de yuca hervida y fermentada, le dio a la comitiva de nuestra canoa un motivo para reírse de nosotros. Y ese es un paso magistral hacia la aceptación intercultural: lograr que los otros se mueran de risa de uno. Pues quien es blanco de la risa es blanco de simpatía. No sé si Levi Strauss tomó apuntes del tema, pero yo lo llevo como una máxima. Al regresar a la canoa, ya nos sentíamos más integrados.

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Acerca del Autor

Juan Pablo Villarino

Desde el 1 de mayo de 2005 recorro el mundo como mochilero para documentar la hospitalidad y la vida cotidiana de los destinos más insólitos a través de mis crónicas. Escribo libros de viaJe para contribuir a la revolución nómada.

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