El viejo San Juan, con su ciudad amurallada, es una de las ciudadelas coloniales mejor conservadas de la época en que el imperio español fortificaba sus baluartes en el Caribe. Allí, fuimos invitados para conocer y promocionar uno de los #EscapesFantasticos propuestos por IHG. Si querés hacer un recorrido a pie por la ciudad vieja probando los principales platos típicos, ¡aquí van algunas ideas!
Hoy Puerto Rico es un estado libre asociado de Estados Unidos, la estrella inquieta y latina en la bandera de la unión. Es una isla de alma híbrida, con dos banderas y gente que alterna el español con el inglés en la misma frase como si en su misma mente si librara una batalla entre dos culturas. En medio de esa colisión cultural, de la invasión de los centros comerciales rodeados de estacionamientos –porque no hay espacios públicos pero sí extensos llanos pavimentados para que los automóviles socialicen- el viejo San Juan es un remanso, el último refugio del alma boricua, un firme anclaje hacia el origen antes del Tío Sam. Laura y yo decidimos perdernos por sus callejuelas y catar tanto sus baldosas y portones como sus sabores. Cada comida y bebida típica esconde una historia, es una clave legible de su identidad, por eso dejamos que los expertos de Flavours of San Juan Food & Culture Tours, nos sorprendieran con un recorrido por las coordenadas clave de este mapa cultural.
Lo primero que hay que hacer en el viejo San Juan es, claramente, recorrer el perímetro de la vieja muralla. No sólo porque en 1983 las murallas, en conjunto con los fuertes de San Felipe del Morro y San Cristóbal fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, sino porque –y estoy dando por sentado que no vinieron solos sino con su pareja- hay unas caminatas que son especiales para andar de la mano. Sin embargo, lo que hoy es un escenario para miradas enamoradas, hace cuatro siglos era el esfuerzo a mayor escala del imperio español por defender sus posesiones en el Caribe de las fuerzas inglesas y francesas. Desde aquí dispararon a mansalva contra las naves del pirata inglés Francis Drake, haciéndole retroceder. Son fortificaciones de enormes muros de piedra coralina de hasta cinco metros de ancho, como las que se pueden ver en Cartagena de Indias. Las murallas eran una actitud continental. En 1765, Carlos III de España mandó a dos irlandeses –enemigos tradicionales de los ingleses- a perfeccionar las defensas hasta hacerlas impenetrables. Se llegaron a alinear 450 cañones. Claro que las murallas y los cañones eran efectivas cuando el enemigo era un galeón. Hacia fines del siglo XIX el mundo había cambiado y, cuando en 1898 Cuba y Puerto Rico eran las últimas dos colonias españolas en el continente, una revolución en la primera fue la chispa para que los Estados Unidos apoyaran a los independentistas, más no sea para invadirlos y anexarlos a su creciente imperio.
Con tanta belleza no sé para que lado mirar primero.
Por la Puerta de San Juan, por donde antiguamente ingresaban a la ciudad los pasajeros que acababan de cruzar el océano, también nosotros ingresamos en el pueblo viejo. Es la única puerta que queda intacta. Un año antes de que los norteamericanos invadieran, los españoles solitos habían derribado con gran algarabía las murallas que encintaban la ciudad para poder recibir mejor la brisa oceánica y expandir el negocio de las bienes raíces. “Si no fuera por eso, estaríamos hablando español ahora” –dice la guía, en inglés, como olvidando que de hecho en la isla es el español la lengua primera. El Paseo de la Princesa es una manera elegante de pasear por lo que queda del perímetro de la medalla medieval. Qué mejor que cruzar ese hito de la mano de mi princesa vagabunda y adentramos en el corazón del Viejos San Juan, con sus casitas multicolores y adoquines color basalto.
La recorrida gastronómica del viejo San Juan comienza en el Carli`s Fine Bistro and Café, un club de jazz, bar y restaurante de tapas abierto por Carli Muñoz, celebridad desconocida para mí, tecladista de los Beach Boys, una banda de rock de culto de los sesenta. Al parecer, mi religiosidad musical anda floja. Hay noches –en general viernes o sábados- donde el mismo Carli aparece y empieza a jammear con viejos amigos de giras californianas. Mientras evoco la atmósfera del jazz, Alejandra, nuestra guía, nos explica qué es lo que hay en el plato diminuto que un barman de chaleco y moño impecables acaba de ponernos delante: un buñuelo de bacalao. El bacalao lo trajeron originalmente los españoles en sus galeones: hipersalado, se conservaba a sí mismo, sobreviviendo a las travesías transatlánticas. Hoy es parte de la dieta local. Para acompañarlo, un tostón, bocado similar al patacón colombiano, fruto de la cruza de una rodaja de plátano y de un sartén con aceite.
Otro clásico que no podía faltar era el cebiche. Este es el pariente sudamericano y popular del sushi. Si me dieran a elegir entre ambos, realmente me pondrían en apuros. En el cebiche, el pescado es marinado en jugo de limón, y se combina con maíz asado, cebolla y, en este caso, palta.Siempre recordaré el mejor cebiche de mi vida, probado en un nada distinguido chiringuito junto a la Panamericana peruana. Aquella vez, por tres soles, me alimenté pero también incorporé un sabor que aún hoy reverbera en alguna clase de memoria gustativa. Dicen cebiche y yo pienso en la brumosa costa peruana y en un camión Volvo esperando en la banquina… El cebiche de Puerto Rico es igualmente sabroso, pero hubiera apreciado una presencia más callejera y menos gourmet del mismo.
Barrachina: la cuna de la Piña Colada
Caminamos por la calle del Cristo, una empinada vía empedrada por la que antiguamente se organizaban carreras de caballos (hasta que un joven jinete no pudo frenar a su corcel, que había tomado demasiada carrera, y cayó al precipicio), y de allí a dos cuadras, llegamos a la calle Fortaleza, y en el número 104 nos topamos con el Barrachina Restaurant Old San Juan.
Fue aquí –dicen- que el famoso barman Ramón Portas Mingot inventó la piña colada, cóctel compuesto de zumo de piña, crema de coco y ron. ¡Tenía que hacer mis reverencias, mientras recordaba panteras rosas, criptonitas y otros elixires de la juventud servidos en vasos de plástico por dos pesos en los desaparecidos bares de la calle Mitre en Mar del Plata.
Lo que me pusieron en frente era otra cosa, una fastuosa copa que se ensanchaba hacia arriba, adornado con una sombrillita clavada en una cereza. En Puerto Rico, el ron es cosa seria. En primera instancia, aquí se encuentran las oficinas centrales de Bacardí, empresa originalmente fundada en Cuba por el catalán Facundo Barcardí Massó en 1862. Tras la revolución cubana la empresa huyó a Puerto Rico, donde puede visitarse la fábrica principal y realizar degustaciones. Segundo, Puerto Rico es el único gobierno con una secretaría exclusivamente dedicada a controlar la calidad del ron.
Café de Puerto Rico, un aroma en peligro
De allí seguimos camino por el viejo San Juan, siempre caminando sobre los adoquines más antiguos del Caribe, de un color cobalto, y llegamos al café Cuatro Sombras, donde se puede probar uno de los mejores cafés de la isla. Fue un inmigrante de Córcega, Domingo Mariani, quien en 1846 inició una finca cafetera en las montañas de Yauca, que aún hoy funciona con al viejo precepto de sembrar el grano de café a la sombra de otros árboles, como matas de plátano o guaraguao. Lo llamativo de esta cafetería-gourmet es que tanto los baristas como el maestro tostador visitan la finca regularmente para estar en capilar contacto con su materia prima. Puerto Rico tuvo una época durada cafetera, que culminó a fines del siglo XIX. Se dice, por ejemplo, queel mismísimo papa había prohibido que se sirviera en el Vaticano un café que no viniera de la isla.Hoy, la industria se ve amenazada porque no hay suficientes manos para la cosecha. La gente joven migra a las ciudades, quizás para transformarse en felices consumidores de McDonalds y la política local bajo el mando norteamericano está lejos de dar incentivos a la agricultura
El mofongo y otras raíces
Por último, visitamos Rosa de Triana, una antigua tasca española embutida en unas antiguas mazmorras del año 1520. Allí, además de beber sangría, pudimos preparar nuestro propio mofongo. Si algo puede testificar que esta isla no siempre fue una colonia americana orientada a la toxicidad de las comidas rápidas, son las raíces indígenas de su gastronomía cotidiana. Con un pilón, o mortero de madera de guayacán, machacamos rodajas de plátano verde frito para ir lentamente amasando una pasta, que luego se rellena con carne, pescado o cangrejo. Esta preparación tiene raíces de África Occidental donde se la conoce como fufu, y fue introducida por los esclavos importados del continente negro.
Entre canapé y canapé, asomaban casas distinguidas y puertas de molduras extravagantes. De manera aleatoria, aparecían ante nuestros pasos mínimas plazoletas donde árboles centenarios e inclinados le daban sombra a gatos que nos estudiaban con recato. Había paz pero también vida, en lo que era un antiguo manicomio de la época española, hoy funciona la Escuela de Bellas Artes, en algunas plazoletas hay recitales nocturnos de poesía. Entonces uno empieza a tejer un mapa de la identidad boricua, que va más allá de su herencia arquitectónica. Uno comienza, con emoción, a sospechar que esa caja de confites que es el viejo San Juan funciona como insignia inconsciente, como un recordatorio que no siempre en Puerto Rico el ideal de la belleza fue un centro comercial. Pero de eso, del Puerto Rico no turístico, les cuento en el próximo post.
Juan Pablo Villarino
Desde el 1 de mayo de 2005 recorro el mundo como mochilero para documentar la hospitalidad y la vida cotidiana de los destinos más insólitos a través de mis crónicas. Escribo libros de viaJe para contribuir a la revolución nómada.