EL MONTE KAILASH: AXIS MUNDI Y CAPITAL DE LA SOLEDAD

Llegar sin agencias de viaje ni tours al remoto y sagrado monte Kailash, en el corazón del Tíbet había sido como un faro durante mis preparativos de  viaje. El éxito o fracaso de mi empresa dependía de que tan lejos o cerca estuvieran mis huellas de la sombra de esa montaña mágica, situada a más de 1200 km al oeste de Lhasa, la capital tibetana. 



Nuestro pasaje por los monasterios de Tirthapuri y Gurgam había sido, para ser candidos, sacrílego. Las aguas termales sagradas del primero habían suplido la ausencia de duchas en el Tíbet, y un lama del último nos había bendecido de mala gana ante nuestra infiltración en una ceremonia local. Estaba claro que si seguíamos así íbamos a reencarnar en un murciélago. Por eso el Monte Kailash, centro del universo budista, nos ofrecía una oportunidad imperdible de enmendar el karma. Pablo y yo caminábamos por la desolada ruta 219. Era un día de viento, lo que explicara que encontráramos un sombrero por cada kilómetro. El sombrero numero tres era particularmente simpático, de ala angosta, era casi tanguero. Quizás por eso Pablo lo adopto al instante. Hasta entonces habían pasado cuatro vehículos en toda la mañana, todos jeep charteados por turistas que jamás se detendrían, pero en el momento en que Pablo puso el “numero 3” en su cabeza, apareció de la nada un flamante Lexus 4×4 y se detuvo. Desde entonces, el “numero 3” seria nuestro sombrero de la suerte.








El conductor del Lexus era un fino, fumaba cigarros con el filtro azul y escuchaba música clásica. Todos los Land Cruiser, al lado de nuestro unicornio, nos parecían bestias de carga. Al confort se le sumaba el paisaje: en el horizonte, hacia el sur, se elevaban perpendicularmente del altiplano todos los gigantes nevados del Himalaya, miniaturizados por la distancia, pero imperturbados gracias a la continuidad de la planicie. Pronto aparece, al norte, Kailash. Después de haber escuchado hablar tanto del mismo, su grandeza no me toca directamente, en comparación con el espectáculo que siguen brindando, hacia el sur, los gigantes del Himalaya. Son las creencias –y hechos- entorno a esta montaña de solo 6650m los que dejan en el anonimato al resto de las montañas de la zona, quizás con la excepción de Everest y K2.




Cuatro religiones en el mundo –budistas, hindúes, bonpos y jains- consideran al Monte Kailash como el centro del universo, un axis mundi. Sus cuatro caras, bien definidas como las de una pirámide, justificarían la conjetura de que aquí comienzas los puntos cardinales. Los hindúes ven en la cima del Kailash la morada de Shiva, y los bonpos, el sitio donde su gurú recibió la iluminación. Mientras fieles de las cuatro religiones han peregrinado a Kailash durante miles de años, Occidente creyó hasta el S.XIX que la existencia de una montaña sagrada de cuyas nieves nacen los cuatro grandes ríos del subcontinente –Sutlej, Brahmaputra, Ganges e Indus- no podía ser mas que una fantochada, hasta que exploradores italianos confirmaron su existencia tan tarde como en 1900.




Luego de escuchar tantas referencias a la pureza y santidad del lugar, no le podíamos creer a nuestros ojos cuando comprobamos que Darchen, el pueblo en la base del Kailash, era con todo merito un basural. No entrare en detalles sobre la composición de la trash-deco, pero debo decir que brigadas de perros carroñeros patrullaban las calles vigilando su dominio sobre este o aquel montículo de basura. ¿Quién hubiera dicho que el centro del universo era un vertedero?





Como sea, Kailash fue una bisagra en el viaje a Tíbet, mis propias emociones confirmadas por reflejo en el dialogo con Rich, Nicolai, y el resto de los ciclistas que no veíamos desde Ali. Todos los ciclistas que en Kashgar hablaban con entusiasmo en vistas al viaje por Tíbet, aquí en Kailash, 1500 Km. de varias noches acampando a –10 grados después, portan en sus rostros las facciones de quien ha despertado de una pesadilla. Parece que los hubiera atacado una pandilla callejera. A los que en Kashgar se escuchaba exponer con calma seguridad los mil y un métodos para entrar en Tíbet, ahora intercambian consejos para salir, con el pulso de un habitante de las trincheras. En el medio, un síndrome que nadie había calculado había hecho efecto, tantas medidas tomadas para evitar el síndrome de montaña para caer victimas del síndrome de la vacuidad, pues no otro nos estaba afectando.




Las enormes –y vacías- distancias entre poblado y poblado, y una vez allí, la dificultad para comunicarse con una cultura de por si tímida, el aburrimiento, y la fatiga mental mas que la física hicieron que la mayoría de los ciclistas comenzaran a hacer trampa y a subir sus bicis en la caja del ocasional camión. Así, mientras afuera nieva efusivamente, el tema de conversación dentro del parador que nos convoca es Tailandia, las playas de Goa o Katmandú, donde según un Rich de sobremanera afligido por la monotonía culinaria tibetana, hay una churrasquería llamada “Everest” por la que conviene vender el alma. Si hubiera un globo de historieta suspendido sobre nuestras cabezas, allí flotarían playas y palmeras. Me redimo pensando que no estábamos más desfasados que los artistas que pintaron los murales del Guge…




Pero por algo todos habíamos hecho el esfuerzo de llegar hasta el monte Kailash. La posibilidad de compartir la atmósfera de uno de los sitios de peregrinaje más aislados y sagrados del mundo es suficiente para seducir a cualquier alma viajera a pesar de los sacrificios. El peregrinaje en sí consiste en un kora (circunvalación) de 56 Km. alrededor de la montaña. Completada una vuelta, uno puede decir que hizo algo para mejorar su karma, completadas 13, uno se libera del samsara, o rueda de reencarnaciones de la que el hombre es prisionero. Algunos viajeros extranjeros imitan a los fieles con la diferencia, claro, de que los últimos recorren los 56 Km. en un día, cantando y a los saltos, mientras lo primeros lo hacen en dos o tres, con fatiga y un pesado equipo de camping a sus espaldas. 

Para el momento en que llegábamos a Kailash no nos quedaba duda de que en Tíbet todas las acciones tendientes a armonizar el individuo con el cosmos tienen una dinámica que incluye los conceptos de círculo, periferia e intangibilidad. Siempre se describe un círculo en torno a un centro sagrado inaccesible. El peregrino al realizar su kora entorno a un monasterio o montaña, o al hacer girar si manikhor no dejan de referirse a un centro intangible. Como dice el Tao, la utilidad de la rueda reside en el vacío de su centro. Quién sabe, quizás los tibetanos vean en las bicicletas de Rich y Nicolai extrañas dispensadoras ambulantes de plegarias, Se los dije, para aumentar la comunicación deberían escribir “om mani padme om” alrededor de la corona y llantas de sus bicis.
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Personalmente, el carácter sagrado de la montaña no me resulto motivo suficiente para pasar tres días rodeándola, especialmente habiendo pasado cinco meses alrededor de los Himalayas. Pablo, quien venia mas fresco, hizo su Kora junto a cuatro franceses lo suficientemente compenetrados con la dimensión espiritual del Kailash como para rastrear hasta el las tradiciones paganas europeas. La próxima parada seria el igualmente sagrado Lago Manasorovar, que para los hindúes es nada menos que una creación mental de Shiva. El lago esta situado a 4600m, con lo que al bajar de la caja del camión que nos transportó hasta allí nos vimos hundidos en la nieve hasta los tobillos. Entonces nos dimos cuenta que el invierno que nos venia pisando los talones ahora trotaba delante nuestro. Aun dentro del hostal del monasterio Chiu, construido con cierto dramatismo Disney en un peñón sobre el lago, el vaso de agua que dejo junto a la cama por las noches amanece con una película de hielo. El termómetro, en –15. Tal era el frío, que solo como quien cumple una prenda nos molestamos en bajar hasta las cosas del lago donde yacen las cenizas de Mahatma Gandhi.



Habiendo visitado Kailash y Manasorovar el resto de la travesía tibetana tuvo el carácter de una fuga. Para nuestra desgracia iba a coincidir con el tramo más desolado de la ruta 219, hecha redundante en esa sección por una variante más llana que conecta Lhasa con Ali por el norte. Se calculo que solo 80 camiones por año completan el trayecto por la ruta sur. Un camión del Ejercito Chino nos devolvió a la 219 desde el Monasterio Chiu. El mapa decía que la aldea en el cruce se llamaba Barka. Por Barka, pasaron, en seis horas, cuatro vehículos, todos 4×4 congestionados que parecían que huían de algún armagedón. No podemos creerle al mapa: estamos aun a 1200 Km. de Lhasa. Era hora de colocar un reductor de velocidad: una técnica extrema de autostop que consiste en colocar al lado del camino algo lo suficientemente curioso como para que un conductor se detenga voluntariamente.



Miramos lo que había a nuestro alrededor: un cráneo de oveja fue inmediatamente separado. Desde el otro lado de la ruta Pablo revolea un par de botas de lluvia. Al encontrar un buzo infantil color rojo nos dimos cuenta que teníamos los elementos necesarios para poner en pie un muñeco. Nos alejamos unos 50 metros para testear el impacto visual, y nos reímos a la vista de lo que parecía un gnomo con cabeza de oveja muerta haciendo dedo al costado de la ruta. A las seis horas el conductor de un Cherokee clava los frenos y retrocede hasta las coordenadas del muñeco. No ríe, simplemente observa. Anzuelo mordido, a los cinco segundos, como piratas cuchillo en boca buscando la vela enemiga, suplicamos en todos los idiomas conocidos y la puerta trasera del auto se abrió. El Cherokee iba, para nuestra rabia, a solo 22 Km. de allí, a otro tétrico paraje llamado Horchu, donde había más perros en la calle que seres humanos.

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