CARTAGENA: HIPPIES, BRUJAS Y EL MOSSAD EN CALZONES…






ACTO I: CARTAGENA Y LOS HIPPIES
William va y viene de Antiochia a la costa divulgan la “revolución ideológica”, doctrina de la que se dice fundador, e intentando convencer a los costeños de que no es buena idea vender su voto a cambio de un sancocho cuando llegan las elecciones. Por supuesto, los costeños no le entienden y le hacen burla. ¿Cómo desaprovechar semejante oportunidad, de un almuerzo gratis a cambio de arrojar un papelito por una ranura? Además de ideas, lleva en su camión mochileros. Pero William ya está acostumbrado a que no lo escuchen, no le hicieron caso los hippies de Medellín, que prefirieron terminarse toda la morfina que regalaban unos cubanos de Miami para sabotear la lucidez del movimiento. Me contaba mientras cruzábamos los Montes de María, baluarte paramilitar, y yo recordaba el poema “Aullido” de Allen Ginsberg: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricas, hambrientas, desnudas…” Asi fue que llegué a Cartagena de Indias pensando si el movimiento hippie había muerto de éxito, como sugieren algunos, o si acaso íconos como Woodstock habían sido el comienzo del fin, un anuncio de lo que se venía: la perdición química y la adicción a la estética de la revolución.





ACTO II: CARTAGENA Y LOS AGENTES SECRETOS

Me voy a concentrar en Cartagena –me dije a mí mismo. Pero al principio tampoco funcionó, porque mientras yo intentaba imaginarme mapas coloniales con galeones y cañones apuntando a los piratas enemigos, la realidad dibujaba delante de mí un suburbio muy poco colonial. El camión de William nos acababa de dejar en la zona de la estación de servicio El Amparo. Nuestro anfitrión vivía en una zona industrial. Pero yo igual hubiera podido pensar en galeoncitos y murallas y doblones desde cualquier suburbio, el tema es que ahora resultaba que ese kinder sorpresa que es Couchsurfing había decidido que nuestro anfitrión sería un fabricante de armas belga, que después de ser agente secreto del Mossad había huido a Colombia para escapar de Saddam Hussein ¿Y todavía quieren que piense en cañoncitos? El hombre fabricaba blindajes, y daba vueltas por la calurosa casa en calzoncillos pensando en nuevos polímeros para chalecos antibalas, y desafiaba a su hijo de 8 años a adivinar el calibre de las más diversas armas. Para acompañar sus dos hijas tocaban el violín y el clarinete desde la habitación. Ocasionalmente, el hombre daba algún paso de baile o canturreaba canciones francesas de los 60. Cuando unos evangelistas golpearon a la puerta él sencillamente les dijo. “¡Dios no entra en esta casa!” – y siguió conversando sobre bombas de racimo con su hijo. Estábamos cómodos con nuestra pomposa familia, pero eso no era Cartagena…




PASAMOS DEL MOSSAD A LA BRUJERÍA…

Entonces nos mudamos un poco más al centro, y la primera obligación era recorrer la ciudad amurallada, que aún encinta a la ciudad alrededor de más de 11 km. La ciudad fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia, y automáticamente se transformó en el puerto más importante de la América hispana, trampolín de salida del oro saqueado en todo el continente. Con tanto movimiento de divisas, la ciudad fue pronto un punto de saqueo obligado para los piratas de aquel entonces. Saquear Cartagena deba reputación, además de riquezas. No tardaron en llegar Francis Drake y Edward Vernon. El último sitió a la ciudad en 1741 con 186 navíos y 31.400 hombres, la flota más grande reunida hasta el Desembarco en Normandía de 1944. La muralla fue, precisamente, una respuesta de la corona española para defender su punto estratégico. Hoy, los cañones siguen apuntando a piratas invisibles, y algunas parejas se besan en los antiguos nichos de artillería…



Lo que la muralla con tanto ahínco protegió, es hoy lo que atrae a visitantes de todo el mundo. Dentro de su perímetro, yace intacta una ciudad colonial española. No pienso demorarme en enumerar iglesias con nombres de santos, pero si quiero contarles algunas impresiones. Ya de por sí, hay algo extraño en ver arquitectura colonial española con fondo marítimo. Uno entra a la citadela por la Torre del Reloj (1888) y enseguida se encuentra con la Plaza de los Coches, donde antiguos carruajes esperan en fila a parejas de turistas que los abordan para paseos románticos. Lo curioso es que la misma plaza era el sitio donde se subastaba entre los nobles locales a los esclavos recién llegados de África. “Éramos como perritos” – dice Ángela, una palenquera que vende ensalada de frutas sobre esas mismas baldosas donde sus antepasados descalzos eran traficados. A pocos metros de allí está la iglesia de San Pedro Claver, primer santo nacido en el Nuevo Mundo, que se llamaba a sí mismo “esclavo de los esclavos” y los compraba para liberarlos.





La ciudad amurallada se dividía, a su vez, en clases sociales. En los barrios de El Centro y San Diego vivía la clase alta y media respectivamente. Son las casas más fotografiadas de Cartagena, pero lo interesante está en los detalles. Mirando hacia arriba es posible ver que en cada casa las tejas de las esquinas están arqueadas en punta. Sucede que la Inquisición tenía su propio palacio administrativo en la ciudad, la sucursal de la barbarie. Como se creía que las brujas se sentaban sobre los tejados a espiar a las familias nobles de la ciudad, se colocaban las tejas puntiagudas (llamadas “acrótafes”) para espantarlas. Pero la locura iba más lejos: la Inquisición sospechaba de todas aquellas mujeres que pesasen menos de 50 kilogramos, considerando tal el peso ideal para levantar vuelo en una escoba. Por motivos que no quedan claros también multaban a aquellas que pesaban más de 60, debiendo pagar un gramo de oro por cada kilo de exceso. Sí, hay cosas que son caprichosas: a actual escuela de las Monjas de la Presentación fue, hasta 1750, una fábrica e aguardiente…


CARTAGENA Y LAS PUERTAS

Dejando de mirar techos, y prestando más atención a las puertas, uno se da cuenta que no todos los que vivían dentro de la muralla estaban en pie de igualdad. De hecho, todos competían. Para pertenecer a la clase alta, no alcanza con tener dinero: según un viejo dicho cartagenero hacían falta distinción, privilegio y prestigio. Este último se codificaba en los enormes llamadores de bronce de cada puerta, llamados aldabones. La figura representada decía algo sobre los propietarios. Las familias de mayor influencia social elegían usualmente una iguana. Una cabeza de león –poder y dominio- habla de una familia con miembros en el Ejército. El rey Poseidón, en cambio, anticipaba aquellas moradas de jueces y abogados. Como es predecible, sirenas, anclas y ostras nombraban las viviendas de aquellos que tenían comercio de ultramar. Cuando el ocupante de una vivienda era en cambio un artista o maestro se usaban aves, pues se entendían que volaban con la imaginación. ¿Qué figura debería poner en un aldabón, un Correcaminos? Más allá de esta lectura social de las puertas del centro histórico, para mí lo más interesante de Cartagena está en Getsemaní, el verdadero refugio del alma cartagenera….

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