Una de las piezas centrales de la cosmovisión guaranítica, presente incluso en los tobas y wichis argentinos, es la búsqueda de la tierra sin mal. Una vez en la vida los hombres realizaban la tapiabirú, una peregrinación desde el Atlántico hasta el Chaco en busca de aquel terruño místico (y ético). No deja de emocionarme la reminiscencia con la misión que pesa sobre mis pasos mientras camino por este mundo. Quien nos cuenta esta leyenda es nuestro amigo Adolfo, que se ha ofrecido a llevarnos hasta Carapeguá. Allí nos encomienda a dos amigos suyos que trabajan en el Ministerio de Agricultura. Se llaman Juan y Néstor, y en su vehículo nos pasean por os Humedales del Ypoa, y luego nos acercan hasta un camping junto a un hermoso a arroyo cristalino en la zona de Chololó. Faltan pocos días para nuestro aniversario, pero Laura y yo sentimos que este es el sitio correcto. Acampamos y pasamos horas sentados en el agua cristalina, reciclando con la charla el tiempo caminado y espiando el futuro con la imaginación. Conversamos sobre meditación y almorzamos un melón bajo la oportuna sombra de un árbol de mangos. Quizás de tanta paz se acercaban las mariposas…
Pronto nos encontramos otra vez en la ruta rumbo a Villarica, célebre ciudad de aire colonial y donde se rumorea que hay runas de origen vikingo en una colina cercana. Por primera vez hacíamos dedo en Paraguay. Viajamos primero en la furgoneta de dos chicos que habían bebido de más. Volvimos a tirar la carnada cruzando un poco mejor los dedos y entonces sí, frenó el Mercedes de un abogado. ¿Qué mejor vehículo que un Mercedes para llegar a una ciudad que se llama Villarica? Con una mano el tereré, con la otra el volante, el viaje se hizo corto. Nuestra misión en la ciudad era localizar a Suni, integrante de una ONG llamada dedicada al fortalecimiento de la salud en los sectores campesinos, y llamada Tesai Reka, en guaraní, búsqueda de la salud. Pero su teléfono daba apagado, por lo que nos dedicamos a encontrar un techo, iniciando nuestro usual coqueteo con la intemperie. En el Club Español de la ciudad había un curso de karate, y entre disculpas y patadas voladoras nos mandaron a la Muncipalidad, que estaba cerrada. Dos monjas nos recomendaron preguntar en el seminario. Caminamos por bellas calles empedradas y en una esquina bajamos las mochilas para descansar justo que Jenny y Antonia salían de la peluquería. Les preguntamos si sabían dónde podríamos armar una carpa, y Jenny le sugirió a Antonia en voz alta: ¡en tu casa!
La madre de Antonia nos recibió agregando dos sillas para la ronda de tereré en la puerta de su casa, y nos contó que alguna vez había trabajado como empleada doméstica en Buenos Aires, viviendo en la Villa 31. Con inocencia y sin vergüenza agregó que allí hay casas lindas, de dos pisos. El sacrificio valió la pena, su hija ahora estudia kinesiología. Al final dormimos en la casa de Jenny, empleada en una casa de uniformes escolares. Su familia estaba de viaje y no le gustaba dormir sola. La casa era modesta. Cocinamos en una cocina curiosamente decorada con un mapa hidrográfico del Paraguay, y durante la sobremesa bajo las estrellas nos contó –sin apagar el cigarrillo- la historia del padre de su bebé. Ella lloró nueve meses mañana, tarde y noche, porque él no lo reconocía. Justicia universal: él luego pasó el mismo tiempo tras las rejas por robar un banco. La cosa se fue de tema cuando Jenny empezó a hablarnos sobre el espíritu santo y sobre el origen diabólico de los piercings y tatuajes.
Por la mañana volvimos a llamar a Suni, quien nos explicó que estaba en San Pedro de Ycuamandiyú. ¡Eso quedaba como a 150 km! Salimos de inmediato, ansiosos de conocerla la labor de esta organización. El próximo vehículo en frenarnos fue el primer VW Escarabajo de mi vida. Lo maneja una mujer fuera de toda clasificación, llamada Graciela, de 50 años y quien se definió como estudiante de ciencias políticas y motoquera. El motor vibraba bastante, el nuestro era un Herbie con parkinson, y Graciela se jactaba de que su auto venía con vibrador… A su paso la curva carrocería acariciaba las mariposas que embestía. Al Escarabajo le siguió una ambulancia, era ya un día extraño. En un paraje llamado Barrio San Pedro nos bajamos de una camioneta donde cuatro militares se habían puesto a cantar el tango Cambalache. Y otra vez “Disculpe, ¿dónde podemos armar una carpa?”
Alberto es dueño de un almacén, aunque trabaja las mañanas con la motosierra en el monte. Vive con su esposa Hilda y su hijo Adilson. Y a mi pregunta responde diciendo: “Nosotros tenemos una piecita humilde” La pieza será humilde, pero está dotada de un comodísimo colchón de dos plazas. La familia, como casi todas en Paraguay, conversan entre sí en japora, un guaraní que alterna con algunas palabras en español. Cuando alguien entra al almacén y pide una Sprite o una Coca, esos vocablos multinacionales resuenan incrustados como náufragos en ese río primordial que es el guaraní. El paraguayo piensa en guaraní y traduce al español. Se nota en la construcción de las frases, cuando Alberto me mira y me pregunta: ¿Camina mucho ya tu pie verdad? Por la mañana desayunamos mandioca con carne de cerdo. Luego tomamos tereré mientras su hijo me enseña guaraní e Hilda le pinta margaritas a Laura en las uñas de sus pies. En estos momentos uno es atravesado por la cultura, al pisar los suelos de tierra, al nombrar en guaraní los alimentos recibidos, al sentir el aroma a chipá guazú que mana de la cocina o bajar un pomelo del árbol mientras el calor tropical te golpea el pecho como el grave tambor de un candombe.
En una moderna ambulancia del IPS de Pedro Juan Caballero llegamos hasta el cruce a San Pedro, sólo para enterarnos que habíamos comprendido mal las direcciones de Tesai Reka y que teníamos que retroceder 100 km hasta San Estanislao. Ya de noche, logramos frenar una Toyota Noah de un grupo de chicos. No puedo decir que haya sido un viaje placentero, con nuestros nuevos amigos jugando a perseguirse con el auto del novio de una de las chicas, tirándose besitos a 160 km/h, de noche por una carretera repleta de motos sin luces y vacas sonámbulas. Después de tres días de vagar por las rutas paraguayas, llegamos a un lugar donde alguien nos esperaban.