La espiritualidad subterránea de Lalibela

Como si el sacrificio de Cristo no hubiera sido suficiente, en Lalibela, el mayor centro de peregrinación religioso de Etiopía, hileras de mujeres con el rostro clavado en el suelo y bultos de leña o bidones de agua en sus espaldas dobladas forman procesiones penitentes día a día. Lalibela fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por sus famosas  once iglesias cavadas en la roca con maestría inhumana bajo el nivel del suelo, pero es una ciudad de rituales vivos y demoledores,  el corazón cincelado en piedra de Etiopía.

Llegar no fue fácil porque en Etiopía no llegás fácilmente a ninguna parte. La primera camioneta que nos llevó, desde Bahir Dar, nos pidió dinero al bajarnos y su conductor me agarró de la muñeca con violencia para retenerme cuando no le quise pagar nada, como habíamos acordado antes de subir. Luego siguió un camionero amable. Su camión cargaba maíz para Afar, una zona en alerta de hambruna por la sequía. Es decir, su camión transportaba, básicamente, lluvia. Como conducía bajo los efectos del khat (una planta local consumida como estimulante) no tenía hambre, y sólo a nuestro pedido se detuvo en un comedor donde aceptamos lo único del menú: un omelette que resultó sabroso. Fue el primer conductor etíope en invitarnos comida, pero no sería el último.

Hicimos noche en un hotelucho de dos dólares en Gashena , el pueblo del cruce, donde por la mañana el encargado derrumbó la puerta al grito de “Money!” con un gesto heredado, quizás de vidas o especies pasadas. Incluso cuando abrí de mala gana seguía balbuceando esa palabra con un dedo en la boca, un ojo entornado y cierta cantidad de baba. Se lo di presuroso para que terminara el espectáculo.

Caminamos entre el barro hasta la ruta, donde esquivamos un bus al que todos nos arengaban a subir. Hubiéramos tenido que pagar una comisión a quienes insistían en “guiarnos” hasta el autobús, que estaba a veinte metros. Seguimos marchando por la ruta de tierra y, en una curva totalmente empantanada, descubrimos una de las profesiones locales: los empujadores. Estos hombres, a cambio de una propina, empujaban a cada vehículo que se estancaba en la trampa.

Uno de estos vehículos fue una camioneta a cuya caja, cargada de cajones de gaseosas, saltamos. Allí viajaba también un adolescente amable y curioso. Me quiso contar, orgulloso, que era cristiano, y las palabras que escogió fueron: “Jesus give me” y miró al cielo y le extendió la palma como si le fuera a pedir limosna. Nadie podría culparlo, en la situación de desamparo institucional crónico y milenario de su país, por refugiarse en la religión, pero me causó gracia el tono confianzudo y crediticio: che Jesús, tirame unos mangos.

ruta a lalibela
recién bajados del camión y esperando que pase otro por aquella endiablada ruta.

Entramos a la ciudad caminando, porque la última camioneta, para no arriesgarse, nos dejó a cinco kilómetros, convencidos de que éramos espías por no viajar en transporte público. Buscamos un hotel cómodo (estábamos algo cansados de los alojamientos baratos con baños en los que había que entrar haciendo amnea) y nos dedicamos a explorar la ciudad sagrada.

Las iglesias de Lalibela, como una Lhasa de Etiopía, fue construida para que los cristianos etíopes no tuvieran que afrontar el extensa y peligroso peregrinaje hasta Jerusalén. Dicho así parece casi un acto piadoso. Con un poco más de perspectiva surge que fue también un movimiento de equiparación de la nobleza etíope con los príncipes medievales europeos. Onda: “Mirá lo que andan diciendo los reyes europeos, ¡nos viene como anillo al dedo!” Es decir: si el poder viene de Dios, entonces el monarca se asegura la autoridad moral a gobernar al expresar su devoción construyendo iglesias. Así, en algún momento del siglo XII, el rey Lalibela construyó este mundo subterráneo de iglesias conectadas por túneles. Sin saberlo, o sabiéndolo, creó el bastión espiritual de Etiopía. Gracias a la ayuda de ángeles, demoró “sólo” 23 años. Tras la proeza fue de inmediato declarado santo, y hoy los monjes de voz grave y pesadas cruces al cuello que habitan en los recintos, lo adoran en sus cantos y letanías.

La primera aproximación fue más visual, hasta turística. Fuimos entrando a cada una de las iglesias de Lalibela para dejarnos deslumbrar por el arte eclesiástico etíope. Por escaleras cavadas en la roca descendíamos a veces hasta 12 metros sobre el nivel del suelo (y por ende del techo) hasta las puertas de entrada. A diferencia de las iglesias católicas o protestantes, las etíopes carecen de torres y, en el caso de las de Lalibela, suelen ser cuadradas: espacios amplios, rústicos y macizos reminiscentes a las iglesias-cueva de los primeros cristianos. No hay que olvidar que Etiopía fue el primer caso de conversión oficial de un estado al cristianismo, disputado con Armenia, allá por el siglo III de nuestra era, es decir, incluso antes que el Imperio Romano.

bet maryam
Desde hace pocos años, la UNESCO instaló techos para evitar la gradual pero creciente degradación de las iglesias en manos de la intemperie.

En Bet Maryam, la primera de las iglesias  de Lalibela que visitamos, entendimos súbitamente que estábamos frente a la forma más cruda del cristianismo, y que los monjes etíopes que rezaban en la oscuridad dentro, se aferraban con recelo y orgullo a ese linaje inmutable de ascetismo y frugalidad, emparentado más con la vida fugitiva de los apóstoles perseguidos. La escasa luz apenas nos dejaba divisar los frescos de animales, plantas y ángeles con rostros amáricos. Los simbolismos habían viajado hasta allí desde todo el mundo. Había ventanas con forma de esvástica, un bajorrelieve de San Jorge lanceando al dragón y dos toros –uno blanco y uno negro- simbolizando la incesante lucha entre el bien y el mal.

Fue en Medhane Alem (Salvador del Mundo), la iglesia siguiente, donde encontramos la llave que cambiaría nuestra experiencia en Lalibela. Se trataba de la iglesia cavada en piedra más grande del mundo, con once metros de altura y más de veinte de lado. Pero más que cualquier dato recordaré siempre el frío atemporal de la piedra y el contraste con el piso cubierto de alfombras. La luz, que parecía también tímida, troquelada, sacramente cautelosa, me dejó ver al cura, sentado junto al telón que separa el maqda –reliquiario al que sólo él tiene acceso- del resto de los mortales. A sus pies reposaban imágenes de la virgen. Los etíopes llegaban casi arrodillados solicitando besar la cruz que le colgaba del cuello. Tenía la cabeza y el cuerpo cubierto por túnicas blancas. Al vernos nos invitó a presenciar la misa del día siguiente. No nos habíamos dado cuenta que era domingo. Nos dijo que los locales serían bendecidos por una enorme cruz de oro, llamada “la Cruz de Lalibela”, y no quiso dar más detalles. Sólo aclaró, que había que llegar temprano, muy temprano, y esperar fuera de la iglesia.

Seguimos perdiéndonos entre túneles como catacumbas y entrando en más iglesias. En Bel Golgotah, el cura y su diácono reposaban en una sala, confinados junto a los muros porosos, casi derruidos, rodeados de biblias, bastones de plegaria y antiquísimos nichos con estatuas de santos y apóstoles. En teoría, los restos del mismísimo Lalibela reposan bajo la iglesia, confiriéndole al sitio un carácter tan sagrado que la sola visita asegura, dicen, un lugar en el cielo.

Quise acercarme a conversar con los guardianes del cielo, pero me exigieron propina por fotografiarlos. Como la entrada a las iglesias no es nada barata (50 dólares por personas) y es repartida entre los once santuarios, dijimos hasta luego y continuamos nuestro viaje en el tiempo. Ya estábamos prevenidos, en realidad, sobre las propinas adicionales. En el caso del monje que cuidaba Bet Uraiel, una iglesia de perfil bajo con poco que fotografiar, el hombre nos lo pidió con tanto gracias que accedimos. Al ver la cámara, el tipo ya se había puesto el disfraz de super-monje, con su manta bordada y una enorme cruz dorada con filigranas que, según dijo, tenía al menos 800 años.

bet-uraiel
Un monje en Bet Uraiel nos muestras los tesoros de la iglesia.
bet golgotah
Dentro de Bet Golgotah, se cuela la luz pero no el tiempo.
Aunque no creas en nada algunas imágenes te ponen la piel de gallina.
Aunque no creas en nada algunas imágenes te ponen la piel de gallina.

A las cinco de la mañana del día siguiente estábamos de pie y caminando hacia Medhane Alem para nuestra primera misa etíope. De lejos se escuchaban ya los tambores, que cumplen la función de las campanas como medio de llamado a plegaria. Me pareció sentir la vibración de los cordeles que sujetaban los parches vibrar en el aire. La gente caminaba por la ciudad envuelta en túnicas blancas, y lentamente iba acatando al llamado de la percusión.

Los laberintos de túneles nos hicieron pasar primero por Bet Maryam, donde había un casamiento (estiré el pescuezo y ví el rostro de la novia con una corona encima, al estilo local). Al llegar a los escalones de Medhane Alem, había ya un compacto pero creciente número de fieles postrados a sus puertas. Una o dos mujeres permanecían espectralmente quietas, de pie contra el muro exterior, como si esperaran que por milagro este cediera para darles paso. Su mirada penetrante chocaba con la piedra a escasos centímetros.

Los recién llegados cumplían con el obligatorio ritual de besar los peldaños de la escalinata, alternando toques de frente y besos ciegos en una combinación dictada por el corazón. Sin embargo, algo distraía a sus pensamientos del divino creador, algo les hacía voltearse y dislocaba sus mandíbulas con incredulidad. Esos éramos nosotros. No había sonrisas ni “bienvenidos”, sino muda sorpresa. Tampoco nosotros teníamos un manual de instrucciones para misas etíopes, por lo que espiábamos los movimientos ajenos para imitarlos y no cometer algún sacrilegio involuntario.

Cuando finalmente abrieron las puertas, comprendimos que lo que sucedía dentro no tenía nada que ver con una misa como la entendemos en occidente. En el colegio católico al que me mandaron de chico teníamos una misa por semana, y no sé que hubiera sido de mi alma de no haber sido por las cerbatanas que armábamos con el tubito de las biromes. En comparación, lo que hallamos en esa ceremonia era tanto y tan fuerte.

medhane alem
Con tantos fieles encapuchados y penumbra, no sabía si estaba pasando delante de mis ojos, o me había metido en un lienzo renacentista.
Los cantos rituales en geez, junto con las velas etilo bengala de cancha son ingredientes infaltables del ritual.
Los cantos rituales en geez, junto con las velas etilo bengala de cancha son ingredientes infaltables del ritual.

En el centro de la acción, una docena de diáconos entonaba cánticos en geez –la antigua lengua de los textos sagrados-, mientras se mecían haciendo sonar un instrumento cruza de cascabel y sonajero. Algunos se apoyaban en bastones, otros sostenían con ceremonia velas que resplandecían sobre los rostros barbudos, volviéndolos todavía más huéspedes de otros planos. Uno que parecía tener más rango, celaba una cruz dorada de siete kilos de oro macizo de más de ochocientos años de antigüedad. Se llamaba “la cruz de Lalibela” y era, lejos, la más bella de todas las que vería en Etiopía.

La gente se había dispersado por todos los rincones, algunos le rezaban a las imágenes de la Virgen, otros permanecían sentados bajo algunas de las 34 columnas rectangulares que sostienen el templo. No pocos conversaban entre sí, una mujer amamantaba. Sin perder intensidad espiritual, aquello era primariamente un evento social.

Una ronda de monjes musicales no era poco, pero un grito desgarrador desde el ala lateral del templo nos reveló que, en realidad, la acción estaba pasando por otra parte. Una multitud rodeaba a dos curas con mantos rojos que, en silencio, se ocupaban de lo que en verdad era la tarea central. Uno de ellos empuñaba una cruz de madera como si fuera un garrote o una espada, y se paseaba entre los fieles encorvados y cabizbajos con una mirada escudriñadora. Cuando llegamos, se había detenido ante una mujer que pegaba alaridos aunque nadie visible la estaba castigando. El sacerdote comenzó a frotarla en la espalda con su cruz, mientras su asistente le salpicaba agua bendita en la cara violentamente con sus dedos. En algún momento, la desinfección sagrada adquirió el volumen de un exorcismo. La mujer cayó de rodillas y se deshizo en gemidos orgásmicos, sollozos y lágrimas.

exorcismo
Los dos monjes encargados de exorcizar a quienes delataran pecados, por su mirada o falta de ella.

El episodio duró varios minutos. Simultáneamente, la misa continuaba. Los cánticos de los  monjes amplificados por la profundidad de la roca hacían de fondo a los gritos de la poseída, que ahora se meaba. De que era un exorcismo con todas las letras no nos quedó duda: una adolescente que hablaba algo de inglés le explicó a Laura: “La mujer tiene un espíritu maligno en el cuerpo y se lo están quitando”. A pesar de toda la pompa del espectáculo, me impactaron más el gesto duro y la mirada llena de sentido de justicia de los curas mientras se paseaban dispensando aporreos purificadores o destellos de agua santa. Se movían ágilmente entre los fieles, pero –no me sorprendió- siempre se detenían a exorcizar mujeres.

Todo sucedía al mismo tiempo. Me llamaba la atención que no hubiera una liturgia, una palabra ajustada para la comunidad y sus problemas del momento. Como la iglesia católica en el Medioevo, donde el cura recitaba el evangelio en latín y de espadas al pueblo, aquí el encuentro con Dios era la repetición de una fórmula inmutable.

La explicación, dicen, es que el cristianismo ortodoxo etíope pudo sobrevivir al asedio del Islam desde la costa y desde Sudán en el norte aferrándose a lo cíclico, impidiendo la disidencia y la novedad. Pero también puede ser que esa vieja usanza también haya sobrevivido porque se parece más al pulso de África, que seguramente tiene mucho más que ver con la obediencia a ritos que con la introspección personal y el diálogo.

Nadie puede cuestionar la fe ajena, pero en privado no pude evitar ver en la fidelidad de la comunidad, puntual a las puertas de la iglesia besando los escalones cada domingo, una manera de comulgar con la riqueza inalcanzable, en forma de cruz de oro de siete kilos. Junto con la higiene espiritual, entonces, había una especie de sublimación de la posesión a través de la cercanía.

san jorge lalibela
La flecha revela nuestra pequeñez al lado de San jorge, la iglesia más famosa de Lalibela.

Fuera de la iglesia, las sorpresas continuaron, porque tropezamos con dos procesiones nupciales. Primero fue un inglés que se casaba con una local: ambos montaban burros y avanzaban enaltecidos por capas y coronas, y perseguidos por una troupe de tamborileros que les giraban como sufís en rededor. Etiopía es el segundo país del mundo con más burros después de China, y si hacen la dignificante labor que en otros países cumplen los Mercedes Benz, su sindicato debe ser fuerte.

La segunda procesión venía a pie, y fue más interesante, porque fuimos invitados a comer con la comitiva dentro de una enorme tienda ceremonial. El novio era un diácono, y la novia una mujer que no concedió una sonrisa en toda la tarde. Sus compañeros dejaron en el suelo los tambores que venían tocando con fervor y nos pidieron que nos sentáramos en primera fila, sobre un banco de escuela que amenazaba todo el tiempo con irse para atrás debido al piso de tierra desnivelado. Delante nuestro teníamos a la pareja, con sus capas de baraja y coronas de tela, frente a una mesa tendida con mantel de plástico. Tres globos y un par de afiches con inscripciones en amáricos eran toda la decoración. A pesar de la simpleza, esa gente compartió algo muy íntimo con nosotros sin pedir nada a cambio.

La ceremonia era una mezcla de cotidianidad y excepción. Porque si bien los atuendos eran “de fiesta”, la comida que una mujer comenzó a servir era, nada más ni nada menos que injera, es decir que los etíopes, cuando se casan, comen lo mismo que cualquier otro día. Sobre la injera una mujer iba sirviendo una salsa de carne y una cerveza casera llamada “tala”, que sería contemplada con temor en el más “punkie” de los recitales, pero que disfruté porque la gente tenía toda la onda.

Al lado de los futuros cónyuges había un anciano que los bendijo con una cruz de madera: era el cura de la Iglesia de San Jorge, la más fotografiada de Lalibela. “Tiene más de 800 años” – me dijo con toda seguridad uno de los diáconos. Para tener la edad de una momia, el viejo tenía bastante buen apetito y ni bien colocada la bandeja se lanzó a pellizcar la comida con la mano como todos nosotros. La novia seguía con los labios apretados en su rostro de cera. ¿Sería un casamiento arreglado? ¿No debería mostrarse feliz el día del casamiento?

Procesión nupcial a bordo de mula, de un inglés y una mujer local.
Procesión nupcial de un inglés y una mujer local.
El momento es universal -el casamiento-, pero el hermetismo a la hora de demostrar emociones si las había, local.
El momento -el casamiento- es universal, pero el hermetismo a la hora de demostrar emociones si las había, local sin concesiones.

Dejé los interrogantes de lado y aferrado a la cerveza artesanal pensé en esa gente, que jamás habría pensado que el día de su boda tendría a dos mochileros argentinos sentados en frente. El mundo es un sitio curioso: mientras algunas culturas sobrevaloran la privacidad de sus ceremonias, en otras, el primer extranjero sonriente es abducido y enredado entre destilaciones caseras y buenos entendidos.

Visitar Lalibela un domingo nos había abierto una ventana a su alma y a la espiritualidad del pueblo etíope. En una mañana habíamos presenciado una misa, un exorcismo y dos casamientos. Etiopía, esa fórmula intacta y milenaria, al margen del mundo, bailarina enajenada de su propia música, se había mostrado ante nosotros en toda su desesperante autenticidad. Uno puede indignarse antes los exorcismos y las mujeres meándose de culpa y éxtasis, o puede no encontrar sabrosa la cerveza casera sobre-fermentada y agria, pero si hay un lugar que hay que visitar en toda Etiopía, ese es sin dudas Lalibela.

[mks_pullquote align=»left» width=»300″ size=»14″ bg_color=»#f6a900″ txt_color=»#ffffff»]

Consejos para visitar Lalibela

Como llegar Cómo llegar a Lalibela desde Addis Abeba

Nosotros llegamos a dedo desde Bahir Dar, pero las opciones son muchas. Si llegaste a Etiopía con Ethiopian Airlines tenés tarifa reducida para vuelos internos y podés volar desde Addis Abeba (2.5 horas) por 100 USD. Si no, el bus desde Addis Abeba a Lalibela sale todos los días. El viaje dura dos días, con parada para dormir en Dessie. Si venís de Bahir Dar como nosotros tenés que cambiar de buses en Gashena, donde podés hacer noche en hoteluchos básicos por 4 dólares. El tramo de Gashena a Lalibela sigue sin pavimentar.

[mks_icon icon=»fa-bed» color=»#ffffff» type=»fa»] Alojamiento en Lalibela

Hay varios hoteles con habitaciones dobles por 15 dólares. Esta vez, nosotros veníamos cascoteados de mucha aldea y acampada y nos quedamos en un hotel con ducha de agua caliente (todo un lujo en Etiopía pero algo bastante sensato en una ciudad que está a 2600 metros), camas cómodas, wi-fi y un jardín grandioso, además de un restaurante con menú en inglés. Se llama Lalibela Hotel y pueden hacer las consultas directamente a info@lalibelahotels.com

Dinero Precio de la entrada

El valor de la entrada que te permite visitar las 11 iglesias comprendidas en el Patrimonio de la UNESCO asciende a 50 dólares por persona, que se calcula al valor del día. No hay descuento para estudiantes a pesar de que debería haberlo al menos con la tarjeta ISIC, siendo que es un sitio UNESCO. La entrada es válida por varios días, pero dos son suficientes para ver casi todo. Al ingresar a cada iglesia un guardia controla que tengas los tickets, a veces de manera poco amable. Dentro, los monjes suelen exigir propina a cambio de las fotografías y de mostrarte algunas “joyas” como antiguas cruces, reliquias y biblias, aunque en realidad las iglesias reciben parte de la entrada y lo que des va al bolsillo del cura. Es muy recomendable visitar un domingo para poder ver lo descripto en el post.

Horario de las iglesias

Las iglesias de Lalibela abren de 8 a 12 am, y de 2 a 5 pm.

Engaños y mendicidad

Aunque el gobierno intentó prohibir la mendicidad, esta continúa. El truco más común consiste en niños que te piden un cuaderno o una lapicera para la escuela, o incluso te invitan a su casa para que conozcas la ceremonia del café y una vez allí intentar obtener dinero o útiles escolares. Muchos viajeros, abrumados por la culpa, han donado útiles escolares, solo para sorprender a los mismos niños revendiéndolos en la librería más cercana. Dar nada directamente a los niños solo fomenta la mendicidad. Si quieres patrocinar la educación, es mejor contactar a los maestros de escuela y averiguar que útiles necesitan. Ellos sabrán distribuirlo entre los alumnos que realmente lo necesitan.

Brujula Guías

Muchos guías no oficiales se te van a acercar por la calle. Como el desempleo es altísimo muchos buscan ganarse la vida improvisando, pero en realidad saben muy poco o nada sobre las iglesias de Lalibela y solo caminaran a tu lado señalando cosas obvias. Aceptar uno de estos guías sólo genera más angustia y desempleo entre quienes sí estudiaron y son guías oficiales. Estos últimos ofrecen sus servicios cerca de la boletería, por unos 30 dólares por día (el precio es negociable).

Otras cosas para hacer

Visitar el mercado semanal si no fuiste ya a un mercado en Etiopía. Se puede hacer trekking en las aldeas vecinas, incluso de varios días, con guías de la asociación local. Consultas a info@Lalibela-eco-trekking.com

[/mks_pullquote]

9 comentarios de “La espiritualidad subterránea de Lalibela

  1. Glòria Lomas dice:

    Muchísimas gracias,
    Toda tu información acerca de Etiopía me está resultando sumamente práctica y valiosa, a la par que amena. Felicidades!.
    Dentro de unos días nos vamos hacia allí y pasaremos unas 4 semanas. Si encuentro algo que aportar, te lo haré saber.
    Un abrazo!
    Glòria

  2. Martin Albertus dice:

    …y así, en el año 2016 y adornando la mesa de un «casa-miento» en Lalibela (a 11471 km de Hurlingham) , me saluda desde la pantalla ese mantel que tantas veces ensucié en la cocina de la nona…

    PD: Imagino la panzada que se podría pegar Cronenberg con la fantasía onírica y ceremonial que acabo de leer.

    Buenos caminos!!

      • Martin Albertus dice:

        David Cronenberg es un director de cine Canadiense, que se mueve como pez en el agua entre el suspenso y el surrealismo (es el que llevó a la pantalla grande la novela «El Almuerzo Desnudo» de Burroughs). No se porque se me vino su nombre a la cabeza porque Cronenberg se inclina más hacia el horror y la ciencia ficción, pero mientras leía o imaginé creando mundos y criaturas fantásticas salidas de los rincones sin luz de esos templos…

        En fin, ahora quiero probar esa cerveza… jeje

Deja tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *