Confesiones de otoño

Desde que viajo, busco construir en este blog un reflejo compartible de mi aventura, de los avatares de ser nómada y vivir en el camino tanto tiempo como sea posible. Quiero que llegue a otros como un conspirador de sus propios instintos de fuga, que patee tableros, que ametralle oficinistas que reencarnen en sus sonrisas. Entonces aliento a viajar, a no tener miedo al mundo, y escribo sin premoniciones posts sobre la hospitalidad, sobre lo rico que sirven el cafecito turco los campesinos albaneses, en bandeja, para cumplir con la más accesible expresión de nobleza. Pero en esa dictadura del propio estilo, en esa carrera por estar al día con el ritmo —voraz— del viaje, me dejo atrás a mí mismo. Nunca encuentro el tiempo o el párrafo adecuado para colarme entre mis propias líneas, me quedo siempre atrincherado de éste lado de las letras, que se vuelven así pájaros vacíos.

Por eso hoy no quiero escribir sobre ciudades, culturas o episodios espectaculares, sino sobre asuntos que me parecerán mundanos tan pronto salga de este trance de sinceridad. Sobre el otoño, por ejemplo. Empiezo con el otoño porque esta escritura imita su danza nudista, su elogio de la liviandad, y va descargando sentimientos en palabras-hojas. Desde hace un mes vengo cruzando este otoño balcánico. Empecé este viaje en mayo con una mochila preparada para el verano europeo y tengo que admitirlo, los primeros escalofríos me tomaron por sorpresa en Kosovo.

 

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¿Les gustó la foto? ¿Y si les digo que es Kosovo?

 

Tenía sólo mi pulóver peruano comprado en Chinchero y una pashmina que me había prestado Laura. Cada vez que caía la tarde, entre estornudos, yo me prometía comprar una campera. No es que no me gustara la pashmina— tenía círculos ocres, carmesís y dorados intercalados, era como meterme un fresco bizantino al cuello— pero no alcanzaba. Y entonces llegamos a la casa de nuestro anfitrión de Hospitality Club. Era un cuarto en desuso carcomido por los hongos y la humedad. Ahí lo ví, sobre el sofá-cama, al lado de la estufa: un espléndido y huérfano saco gris, a cuadrillé y con botones dorados. Él no tenía dueño y yo no tenía saco. Me calzaba justo. Lo miré y me dijo: ya nos conocemos. Recordé el otoño en Tíbet, cuando también tuve que salir a carroñar mercados de segunda mano y encontré esa chaqueta color caqui con la que aparezco en la foto de cabecera de mi blog. Un honor deberle el abrigo al descuido de un croto kosovar.

Lo que me gusta del otoño es que pone la vida en movimiento, la despabila de la comodidad estival de vivir en sandalias y remera, obliga al trotamundos a buscar una campera y al campesino a vigilar su stock de heno y leña. Nos arrodilla hasta la humildad primordial de adaptarnos al clima. Y parece una pavada, pero redescubrir que hay algo que limita a esta humanidad de topadoras y eternidad binaria es un salvavidas de optimismo. Qué joda el día que realmente podamos controlarlo todo. Me gusta el otoño porque sabotea una independencia imaginada.

 

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Koprovshtitsa, aldea en la Bulgaria profunda.

 

Hay muchas señales en el ambiente, además del frío incipiente, de que la estación está cambiando. En Mitrovica, ciudad donde el río evita que serbios y albaneses se maten unos a otros (les cuento en el próximo post) las mujeres asan en plena calle los pimientos con los que prepararán conservas de paprika para el invierno. Los Balcanes huelen a pimiento, como la India huele a curry y los domingos argentinos a asado. Calles enteras los venden por lote como si el resto de las frutas y hortalizas no hubieran sobrevivido al apocalipsis vegetal. En Pristina los hombres compran castañas asadas tan sólidas como sus facciones y sus imperios, y las degustan una por una, camino a mezquitas cuyas piedras arrullarán. A pesar de su historia de masacres, Kosovo es capaz de albergar castañas y hojas secas.

 

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El cambio de estación me hace tomar conciencia de la longevidad del viaje, de que el tiempo pasa y mis pies acompañan a la tierra. Es ya momento de ir meditando los pasos, porque en diciembre habrá que dibujar en el mapa alguna chicana para esquivar el crudo invierno. Estoy en medio de un viaje por los Balcanes que nunca planeamos, sino que surgió para llenar el vacío resultante de la decisión de posponer el viaje a Asia Central para el marzo próximo. Por eso no hay objetivos pretensiosos. La brújula quedó temblando en la bifurcada y lo que resultó fue un viaje slow.

Dicen que el Movimiento Slow tuvo su piedra fundacional en las protestas contra la apertura de un McDonald’s en la Piazza di Spagna de Roma en 1986, pero la expresión slow travel la escuché hace relativamente poco. Es increíble como el packaging de una actividad le puede dar una reputación totalmente renovada a algo que no la tenía. Antes, si viajabas lento y relacionándote con la gente local eras un hippie idealista y punto. Ahora somos slow travellersen el universo hipster.

La cuestión es que en los Balcanes nosotros liberamos pasos despistados, perdimos las ambiciones de grandes itinerarios. En vez de ir tachando mezquitas y ciudades-museo de una lista como locos, declaramos un estado de no sitio, de flotación distraída, nos desnudamos del viajero y nos dedicamos a leer escritores locales y escribir en nuestro diario foráneo, a tomar té con miel en tardes frías como dos abuelos que se lo juraron al tiempo, o a mirar series por internet desde la cama. Cuando el viaje dura toda la vida, uno sigue donde puede con esas pequeñas cosas que haría si estuviera en casa. Incluso, dediqué varias tardes a pensar sobre posibles viajes que aún no afloran bajo mis pies.

Hubo días donde mis pensamientos anduvieron por Etiopía, acompañando en espíritu a Richard Burton en su ruta a Harar en 1854. Para eso, compré su libro First footsteps in East Africa, que todavía saboreo, y que empecé a leer en el bazaar de Skopje, Macedonia, mientras sorbía chai en vasitos de té con forma de tulipán, es decir, como se debe beber el té turco. Otras veces, sobrevolé con el pensamiento la taiga de Tuva y busqué en vano las obras de Nikolai Roerich en una librería local. Hubo días donde estuve y no estuve donde estaba, al mismo tiempo.

 

 

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En la campiña donde estábamos se veían cielos como este.

Pero los Balcanes te perdonan estas infidelidades del pensamiento. Sus ciudades no están en pose ni buscan acaparar la atención como niñas con vestido nuevo. No hay parises ni barcelonas ni pragas. Esa clase de ciudades tiene merecida su fama, pero ello las ha vuelto pesadas y estresan a los viajeros con el desafío de abarcarlas. En los Balcanes, por el contrario, hay ciudades sorpresa que se visitan sin místicas aprendidas, que se dejan recorrer con la curiosidad súbita de quien baja una fruta del árbol. Uno no asocia capitales como Belgrado o Sofía a nada en particular. Ni hablar de los países nuevos. En Pristina, capital de Kosovo, nos encontramos con Bill Clinton y a la Madre Teresa compartiendo los pedestales de los monumentos, con un país tan joven que la selección de fútbol juega de local ante tribunas vacías mientras la gente sintoniza en su casa los partidos de los países vecinos. En Macedonia, otro país perdido en la neblina, el gobierno decidió llenar la ciudad de estatuas de próceres ajenos, con tal de fingir orígenes como orgasmos. Los Balcanes están en estado de creación y mutación constante, son un flujo como la sangre y la miel encriptados en su nombre, acuñado a los gritos por los invasores turcos que llegaron blandiendo espadas y coranes en el siglo XIV y allí conocieron la victoria pero también su precio.

 

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Yo estaba feliz caminando por las calles de Sofía, fotografiando tranvías y puestos de flores. Habíamos descubierto que los búlgaros ataban nudos de lanas a las ramas bajas de los árboles, y recorríamos la ciudad en busca de esa clase de tesoros. Creo que amé a Laura más todavía cuando me confesó que ella también encontraba trofeos en la basura, que podían ser desde diapositivas viejas hasta un diccionario de arameo. También era feliz tirado con ella en el césped de un parque, acariciándonos para entretener a la vida, mientras dos trompetistas deformaban melodías kitsch en monedas de lástima. Pero todo otoño necesita nidos.

Entonces Ramiro, un amigo que estaba cuidando una casa en un pueblo de Bulgaria llamado Yablanitza, nos invitó a visitarlo. Como es programador, decidimos contratarlo para rediseñar nuestros blogs (sí, después de nueve años con una plantilla cuadrada de Blogspot). Ramiro es un sacerdote del wordpress ortodoxo que amanece a las siete de la mañana tecleando código html y vive descalzo. Una vez a la semana caminamos dos kilómetros hasta el pueblo para abastecernos en el mercado, verduras para la salud, chocolate para los caprichos, y algún vino búlgaro para una picadita. A este monje digital sin suelas los niños gitanos del mercado le corren alrededor con una mezcla de burla y empatía trazada de pueblo descalzo a hombre descalzo.

 

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Desde hace tres semanas vivimos en su casa. Pasamos el día cada uno en su computadora, solicitando pausas de té con chocolate y mirando una película por noche. Tal vez, lo mágico del otoño es que obliga a los nómadas a rozar la paradoja de sentirse cómodos en una casa, aunque ésta mute de forma y ubicación en reencarnaciones algorítmicas. Me volví feliz propietario de rutinas que sé efímeras, líneas de tiempo ucrónicas, reescritas desde la experimentación de saberme otro y, barajado entre tantas capas, quizás nadie.

Así soy feliz cada mañana cuando camino hasta el cobertizo con un canasto de mimbre para buscar leña. Desde la cocina de piedra y vigas de madera, con el fuego encendido, disfruto mirar por la ventana y darme cuenta que la niebla sembró azules en los campos o que la luna indecisa de la tarde nos ama desde lejos con su miel fría. El día que nevó como dentro de una fantasía, llevábamos cuatro años sin ver nevar, exactamente desde nuestro viaje a Antártida (2010). Ese día dejamos de dormir en la casa rodante y armamos un colchón dentro, procesión seguida por los tres perros de la casa con amplios movimientos de cola. Lo que siguió fue una semana de frazadas en los pies y gatos en el regazo. Lau horneó tortas de mandarina, banana y chips de chocolate —el otoño te vuelve glotón— y preparó almuerzos de pimientos rellenos y guisos de lenteja.

¿Y por qué terminamos hablando de gatos y nevadas? Supongo que me aburre la urgencia de náufrago con que, cada vez más entre los blogs, se escribe con una obediencia perruna a los criterios del SEO (Optimización para motores de búsqueda) sobre temas predecibles que la gente buscará en Google. No digo que esté mal hacerlo de vez en cuando, pero la tendencia actual es preocupante (aunque al menos marca la clara frontera entre la literatura de viajes y la producción en serie de contenidos). Prefiero los lectores a los clics. Me importa infinitamente más posicionar mis artículos en los corazones y no en los rankings de un robot. Lo segundo es, lejos, más fácil, pues para ello hay reglas mecánicas. Como escuché decir a otro colega, prefiero viajeros sin blog que blogueros sin viaje. Menos SEO y más visas en el pasaporte. Lamento ver cómo algunos pares consumen su talento en esa lucha por el espacio virtual-vital, y cada vez me convenzo más que necesitamos una oleada deblogueros malditos. Cuando me siento muy solo, leo la poesía de Magalí Vidoz, o las andanzas quasi monásticas de Antonio Aguilar.

 

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También hablo del otoño, del frío y de los guisos de lenteja porque son minucias excluidas del discurso idealizado y copypasteado de la realidad viajera, que bien criticó Aniko Villalba en su post “El lado oscuro de los viajes o elsíndrome de París”. Creo no necesitar apelar a tus pasiones básicas para que me leas. Si llegaste hasta acá leyendo es porque no tengo que sacarme fotos con la camiseta argentina y una cultura exótica de fondo para capturar tu atención. Ni poner la cámara en automático y dar un saltito para quedar fotogénicamente congelado en el aire, en lo posible con un salar de Uyuni de fondo. Paso de ello, por el amor de Jehová con guarnición de qué otra cosa sino de pimientos rellenos, porque no sería real a menos que los brincos marsupiales fueran mi modo de transporte habitual.

Entonces, si me bancaste hasta este último párrafo, puedo por el contrario dar rienda suelta a esta sinceridad de otoño y confesar los detalles no espectaculares de mi vida, lo que no vende. Como el hecho de que estoy intentando tomar jugo de naranja cada mañana y viendo la manera de llevar un exprimidor plástico en la mochila. O que estoy pensando seriamente en cargar una bolsa de granola para mezclar con leche, yogur o miel según lo que el azar haga disponible. Por primera vez en mis viajes busco alimentarme a consciencia dentro de lo posible. Eso no es fácil, porque a la vez busco no perder peso. Hace un mes caí de la línea límite de los 70 kg, como si mi cuerpo estuviera buscando un ascetismo himaláyico. Tuve que perforar un nuevo agujero a mi cinturón, porque los pantalones se me caían por la calle. Imagínense si además anduviera a los saltos para sacarme fotos fashion. Como si esto fuera poco, tengo un par de botas que me apretan los dedos, porque mis pies son una canoa tamaño 46 y las Quechua que compré en Barcelona me quedaron chicas.

Termino de escribir este artículo, esta libreta abierta, sobre el tren que une las ciudades búlgaras de Plovdiv y Veliko Ternovo. Espero, lector humano, que hayas sentido una pizca de este otoño con la punta de los dedos del alma. Y tu robot, que nunca entenderás una bufanda, te lo pierdes.

64 comentarios de “Confesiones de otoño

  1. Carlos Caminando dice:

    Celebro tus palabras Juan «. ..Prefiero viajeros sin blog que blogueros sin viaje…», gracias a tus escritos y los de Laura me anime a seguir la senda por Albania, Macedonia, Kosovo… Te mando un saludo desde Sofía. Faleminderit 🙂

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