LA BASE INGLESA PORT LOCKROY: CRÓNICA DE UNA VISITA

port lockroy
 


Tras hacer noche fondeado en la Bahía Neumeyer, el “Ushuaia” amaneció bajo una tenue nevada, como si fuera un juguete confinado a esas esferas de cristal que alguien agita para simular un mini universo invernal. Claro que en este caso, ni el Ushuaia ni su contexto invernal cabían en la palma de nadie.
De hecho, éramos tan reales como el estruendo sórdido que causaban los escombros de hielos al rozar el casco del barco que avanzaba.  Reales en un escenario irreal. Ese día me desperté con ganas, pues la agenda del día comenzaba con el desembarco en la diminuta Isla Goudier, donde visitaríamos la base inglesa Port Lockroy, instalada en 1944, abandonada en 1962, y abierta al público como museo en 1996.
Como ratas que memorizaron el laberinto, repetimos nuestro ya aprendido ritual: nos calzamos los tres pares de medias, el pantalón de nieve, el polar, y la ridícula pero abrigada campera de coordinador de viajes de egresados que Beto me prestó en Ushuaia. Ah, y un chaleco salvavidas tan futurista que empiezo a creer que si tiro de la piola va a hacer cualquier cosa menos inflarse.



                            

Port Lockroy debe ser la atracción turista más visitada de la Antártida. En promedio, un crucero por día se detiene aquí durante el verano antártico. Esto hace de este museo de la historia antártica británica un subliminal embajador de las pretensiones inglesas de soberanía en el continente.

Al comando de este museo no se encuentra un grupo de militares o científicos timoratos, no. Otra vez el marketing y el pragmatismo sajón por sobre las burocracias o las instituciones: ¡a la base-museo Port Lockroy la atienden 4 chicas! Ellas están a cargo de conservar la base tal como funcionaba en los años ’40, lo que es una tarea que va mucho más allá de restaurar objetos e instalaciones.

Estas cuatro jóvenes rubias y pecosas, que además están allí voluntariamente por los cuatro meses estivales, deben mantener su estilo de vida fuera del umbral de la modernidad, es decir, como era cuando funcionaba la base. Por ello, no tienen Internet ni televisión, ni siquiera computadoras.

Carecen de calefacción central (¿dormirán haciendo cucharita?) duchas o luz eléctrica. Si quieren ducharse, lo hacen en alguno de los cruceros que visitan a diario la base…

 
 
Una de ellas nos acompaña por las instalaciones. Están intactos los antiguos esquíes, las raquetas para caminar en la nieve. Una alacena está repleta de cajas de avena Quaker, porotos Heinz y otros frascos de conservas o mayonesas enmohecidas por los años. En otro muro, en cambio, se observa un producto del “glacial imperio de la soledad”: una Marilyn mal pintada por alguno de los militares destacados en este vértice olvidado del imperio británico.
Volviendo al tema geopolítico, hay que decir que los ingleses ocuparon la Isla Goudier “de prepo” en 1944 bajo la excusa de monitorear posible movimiento de submarinos alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial. Ah, otra excusa pintoresca era establecer una estación meteorológica. Algo poco útil para un país que se encuentra en las antípodas. Aún así lo declaran en los folletos que nos entregan las sonrientes rubias. 

La realidad es distinta: el barco de la Armada Argentina Primero de Mayo llegó hasta estas costas en 1943 para dejar un cilindro de cobre que contenía documentos que declaraban la soberanía argentina en la zona. Meses después, a pesar de estar ocupada en el frente europeo, el Almirantazgo británico ordenaba la secreta Operación Tabarín, que consistía en retirar los “trapos plantados” por los argentinos y devolvérselos por medio del embajador británico en Buenos Aires.
Ya sabemos que estas pulseadas de ultramar siempre son iguales, mientras los argentinos declamamos poesías, componemos canciones, llenamos el país de calcomanías y proclamamos que vamos ganando; los ingleses despachan flotas silenciosas desde la bruma del Canal de la Mancha, y sin alarde ni anticipo cumplen su objetivo. A los pocos meses, los ingleses ya habían erigido su base, puesta bajo la administración de las Falkland Island Dependencies (Malvinas).
Actualmente, claro, el Tratado Antártico nulifica cualquier reclamo territorial sobre Antártida y las bases sólo cumplen fines científicos o culturales (como Port Lockroy). Sin embargo, queda abierto el interrogante de si se respetará el tratado antártico el día que las reservas minerales del resto del mundo comiencen a menguar.

                                          

 

 

Otra de las atracciones de Port Lockroy es su oficina de correos y tienda de souvenirs. Es una oportunidad única de enviar postales a casa con estampilla y sello de la Antártida. Las chicas amablemente colocan los sellos postales con la leyenda “British Antarctic Territory” en nuestras postales y luego las deslizan por la urna del buzón.
El buzón es rojo, cuadrangular, y con las iniciales de “ER” (Elizabeth Regina) gravadas en relieve. Es otro ejemplo de la sobriedad estética inglesa que aprendí a apreciar durante 14 meses de residencia en ese país.
Las cosas funcionan sin necesidad de enormes logos colorinche que acaso disfrazan o compensan una precariedad. En ejemplos: monedas, estampillas, cabinas telefónicas, taxis y autobuses apenas han cambiado en los últimos cincuenta años. Esto puede leerse como la expresión de una nación conservadora o como una inconsciente actitud zen, y quizás sea una mexcla de las dos cosas.
Seguimos conversando con las inglesitas de la tienda de souvenirs. Están solas, se nota por la jovialidad con que charlan con nosotros. Nos cuentan de la dependencia que tienen de los cruceros que las abastecen de verduras y alimentos frescos, y que cumplen un informal servicio de cafetería al comprarles cosas en Ushuaia.
Es la primera vez desde que navegamos por los mares antárticos que escucho una anécdota protagonizada por la hospitalidad. En un escenario tan hostil germina en apariencia la misma interdependencia que observé en los desiertos. Los vecinos son escasos, y las visitas aparecen de improviso en la forma de algún crucero o rompehielos. Si algún día la Antártida acapara mayores concentraciones humanas y genera una cultura propia, sin dudas serán gente solidaria.
A la inversa, las chicas cuentan que una vez compartieron sus porotos horneados con un mochilero inglés que llevaba años viajando sin volver a casa. Cuando la confianza aumenta las chicas nos cuentan que se les están acabando las provisiones de alcohol.
Entonces nosotros recordamos a los ucranianos de la Base Vernadsky. Les contamos a las chicas que prestan atención que ellos tienen un bar, y que además sirven gratuitamente su vodka casero a las chicas que dejan sus corpiños.
Las inglesas se lamentan de contar sólo con los corpiños necesarios, pero luego comentan entre ellas que acaso podrían mandar a comprar a Ushuaia con nuestro crucero para luego enviárselos a los ucranianos para que estos a su vez les envíen un cargamento de vodka. Y aquí estamos nosotros, fomentando las relaciones comerciales y etílicas en la Antártida.
Después de Port Lockroy, regresamos al barco, reflexionando si acaso Argentina no podría tener una presencia más carismática en la Antártida. ¿Por qué no se puede vender un chorizan antártico en la Base Brown?
Si al dulce de leche más comunacho le ponés una etiqueta con un pingüino y los turistas alemanes se llevan una docena. Pero no, las autoridades argentinas dispondrían tantas trabas e impuestos para tercerizar un emprendimiento tan simple que sería burocrático e inviable. Mientras tanto, las fotos que se llevan los turistas tienen la bandera inglesa de fondo…. Juan Kestel, un periodista amigo, tenía un proyecto para transformar la Base Brown en un museo. Pero por lo visto no ha prosperado, o no le han dado pelota.

 

 

 

Quizás para revertir esta situación es que los “arribeños”, el grupo de seis argentinos que viajábamos de arriba en el Ushuaia, preparamos una intervención bien argenta. La próxima actividad era un crucero en zodiac alrededor de los témpanos de la Bahía de Andvord, CERCA DE Neko Harbour.
Los extranjeros se prepararon con la misma solemnidad de siempre. Nosotros, en cambio,  complotamos un poco de diversión. Ya un poco hartos o acostumbrados a los pingüinos y focas bajamos en dos zodiacs diferentes y al rato comenzamos una verdadera batalla de bolas de nieve que se expandió como mecha a otros grupos de zodiacs.
Claro, no todos gozaban de esta abierta violación al tratado antártico de paz y método científico. Un coreano que observaba desde un gomón rival (y todos lo eran) abrió su boca en legítimo ejercicio de sorpresa para recibir de mi derecha un bolazo de nieve que engulló hasta la campanilla. Era como jugar al sapo.
El conductor de nuestro zodiac cómplicemente se detenía junto a algunos témpanos más “blandos” para cargar nieve que luego amasábamos velozmente como especialistas. Era lindo ver a una pareja de jubilados australianos prenderse en este desbande antártico y amasar nieve ellos también. El gomón conducido por Susan, a guía más ortodoxa, se alejó en cambió, para seguir recitando los ciclos de reproducción de los pingüinos…

 

 

Volvimos al Ushuaia como niños que regresan sucios después de haberse ensuciado hasta el alma. Por suerte nadie nos retó, pero toda la tripulación coincidió en que era la primera vez que veían tal lucha de nieve.
Qué coincidencia que era la primera vez que había seis argentinos infiltrados en la prolija lista de pasajeros llena de Murrays y Johsons… En vez de una reprimenda, parecía que abordo nos esperaban con una recompensa, acaso por haber enarbolado esos modales tan argentinos que son la insubordinación, el desbande, la avalancha…
Y era una recompensa en forma de chazinado. Ya desde el agua nos embrujó la estela dejada por el inconfundible aroma del choripán a la parrilla, que flotaba en el aire mientras el gomón se aproximaba manso al “Ushuaia”. ¿Hay una mejor medalla que esa? ¡Comer un chorizan con el fondo de tremendos glaciares!
Interesantemente, los europeos sostenían en una mano el choripán y en otra el chocolate caliente que se sirve rutinariamente tras los desembarcos. Desorientados y felices, cumplían con el rito argento y el nórdico por igual. Y a eso se resume viajar: lograr ese estado de estúpida santidad que implica estar desorientados y felices.

 

Lo primero que me sorprendió al poner un pie en la Isla Goudier fue la imagen de una docena de pingüinos cumplir con su estática existencia bajo una bandera inglesa. Es verdad que flameaba algo deshilachada bajo el viento irreverente, pero aún así imprimía ese rojo y azul tan estridentes sobre el pálido fondo tormentoso.
No sé quien diseñó el Union Jack, como se llama a la bandera del Reino Unido, acaso algún normando de barba color gengibre que disfrazaba a su servidumbre de torre o alfil para jugar al ajedrez. Critíquenlo, pero ese tipo ya intuía el marketing, pues esa bandera no pasa desapercibida en ninguna parte.
Como argentino, esta postal de pingüinos vende-patria nidificando bajo la roja y azul entra en conflicto con la perorata escolar de la Antártida Argentina, nombre también de muchas avenidas de nuestras ciudades donde por lo general se emplazan moteles caros, verificaciones vehiculares y corralones de construcción.
Un poco más allá de los pingüinos se erige una sencilla pero amplia cabaña de madera negra con los marcos de las ventanas en un rojo: es la base Port Lockroy.  El sencillo diseño es agradable a la vista e invita a entrar…. Y lo hacemos.

6 comentarios de “LA BASE INGLESA PORT LOCKROY: CRÓNICA DE UNA VISITA

  1. Silvia dice:

    Hermosa nota!! Que experiencia por Dios!! Que sabia reflexión, felicitaciones y mis mejores deseos.
    Saludos! Desde Ciudad Autónoma de
    Buenos Aires

  2. Anonymous dice:

    La foto de los pingüinos vendepatrias es tremenda!
    Deberían vender las fotos en alta a un precio x, al estilo de lo del pago fácil (en estos días envio un aportecito!).

    Saludos, Ignacio.

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